Escena VI
VICTORIA; después CRUZ; al fin de la escena HUGUET
VICTORIA.— (barriendo con decisión.) No cede, no. ¡Razón tenía la pobre! El sacrificio sería horrible, tremendo... superior a las fuerzas humanas. (Parándose meditabunda.) No, no, no; nada es superior a este soberano impulso del alma, nacido de la fe, y que frente a las dificultades se encrespa, se agiganta, y las arrolla al fin, las pulveriza. (Entra Cruz.) ¡Ah! Este es sin duda... sí... ese Cruz... la bestia...
CRUZ.— (¡La monja!) (Deteniéndose cohibido.) VICTORIA.— Pase usted. (Sigue barriendo.) Papá saldrá pronto. (Después de observarle rápidamente.) (En efecto, amarguillo debe de ser este cáliz...) Tome usted asiento, señor Cruz.
CRUZ.— ¡Ah, me conoce usted! VICTORIA.— De fama.
CRUZ.— Aquí la tengo muy mala, según parece.
VICTORIA.— Regular.
CRUZ.— Pues yo... No es esta la primera vez que veo a usted.
VICTORIA.— (parándose, apoyada en el palo de la escoba.) ¿A mí?... ¡Ah, en mi infancia! CRUZ.— No; ahora.
VICTORIA.— ¿En dónde? CRUZ.— (siempre con sequedad.) Acostumbro madrugar. Esta mañana salí tempranito a dar mi paseo; entré en el parque por la hondonada de Paulet, y allá, en el lavadero que hay entre los tilos, estaba usted con otras mujeres.
VICTORIA.— ¡Ah!, sí, lavando...
CRUZ.— Díjome Rufina que por las mañanitas suele usted ir allá, y que ayuda a lavar la ropa de los criados.
VICTORIA.— Alguna vez.
CRUZ.— Pues sí; usted no me vio a mí. Pasé de largo... Hablando de obra cosa: seguramente usted no se acordará de aquellos tiempos... Era muy niña.
VICTORIA.— Sí que me acuerdo... (Con asombro infantil.) ¿Y es cierto lo que dicen? CRUZ.— ¿Qué? VICTORIA.— Que es usted Pepet, aquel muchachote tan...
CRUZ.— Acabe: tan diabólico, tan cerril y de mala sangre, según decían.
VICTORIA.— Pero ¿de veras?... ¿es usted el mismísimo Pepet? CRUZ.— El legítimo, el auténtico, el que tiraba del carrito en que se paseaban las dos niñas...
VICTORIA.— ¡Vamos, y que hacía usted de caballito con una propiedad...! CRUZ.— Con tanta propiedad, que usted, una tarde, se empeñó en que había de comer cebada.
VICTORIA.— ¿De veras? Ja, ja...
CRUZ.— Y la comí.
VICTORIA.— ¡Qué cosas! CRUZ.— No sé si se acordará de cuando usted y su hermanita, asomadas a la ventana de arriba, mientras yo abría los hoyos...
VICTORIA.— ¿Le echábamos salivitas y salivitas...? ¡Vaya si me acuerdo! CRUZ.— Que me caían aquí. (En el pescuezo.) VICTORIA.— Después se fue usted a las Américas, y ha vuelto cargado de riquezas, que no le sirven más que para ofender a Dios. Porque el dinero, entiéndalo usted, (en tono infantil y gracioso) es cosa muy mala, pero muy mala.
CRUZ.— Tan malo, que todos lo persiguen... para cogerlo.
VICTORIA.— Hay gustos muy raros.
CRUZ.— Como el de usted, por ejemplo.
VICTORIA.— ¿Cuál? CRUZ.— Si no se enoja, se lo diré.
VICTORIA.— Diga.
CRUZ.— Eso del monjío, envolver su rostro en la desairada toca, vestirse con tan feo traje, adoptar una vida de estúpidas ñoñerías, entre beatas asquerosas y frailes imbéciles.
VICTORIA.— (¡Cuanta grosería!) Sí, ese es mi gusto. ¡Qué quiere usted!... Dígame, ¿esa manera de hablar y de calificar a las personas religiosas, es constante en usted? CRUZ.— Cuando me piden mi opinión, la doy sin floreos. Soy muy burdo, muy mazacote.
VICTORIA.— Ya, ya se ve. (Volviendo a barrer.) (Verdaderamente, el sacrificio sería espantoso... ¡Qué facha, qué innoble lenguaje, qué bajeza de pensamientos!) HUGUET.— (que no pasa de la puerta de la derecha.) ¿Pero estaba usted aquí? Juan y yo le esperábamos...
CRUZ.— Me entretuvo la barrendera...
HUGUET.— Pase, pase... (Salen Cruz y Huguet por la derecha.)