Escena VII
Dichos. JOSÉ MARÍA CRUZ y JORDANA, que entran por el foro. El primero es hombre rudo y de ademanes torpes, rostro ceñudo. Viste con decencia y sencillez, sin pretensiones de elegancia.
MONCADA.— (adelantándose.) Amigo Cruz...
CRUZ.— (saludando con embarazo.) Sr. D. Juan... D. Facundo...
JORDANA.— Por tercera vez he enseñado al señor de Cruz esta hermosa finca, y la fábrica.
MONCADA.— (con tristeza.) ¡Ah!, ¡la fábrica! Desde la muerte de mi hijo está un poco descuidada.
CRUZ.— (con sequedad.) Y un mucho. Falta dirección, sobra gente. El trabajo no marcha con regularidad.
MONCADA.— Cierto. (Continúan hablando.) LA MARQUESA.— (a doña Eulalia.) ¿Quién es este gaznápiro? JAIME.— (a la Marquesa.) Es ese Cruz de quien te hablé.
LA MARQUESA.— (mirándole con impertinente.) Ya...
EULALIA.— Mala traza, ¿verdad? JAIME.— Y peores obras.
MONCADA.— (a Cruz, presentándole a la Marquesa.) Nuestra amiga la señora Marquesa de Malavella. (Presentando a Daniel.) Su hijo el señor Marqués de Malavella. (Saludan inclinándose.) CRUZ.— Por muchos años...
MONCADA.— (presentando a Jaime.) El otro hijo...
CRUZ.— A este ya le conocía... el médico. Ese otro caballerito es abogado.
DANIEL.— Servidor de usted.
GABRIELA.— (aparte a Jaime.) ¿Has visto qué tío más grosero? JAIME.— Nunca vi mostrenco igual.
Moncada invita a Cruz a sentarse. Obsérvese en la situación de los nueve personajes, la disposición siguiente: A la izquierda forman un grupo la Marquesa, Gabriela y doña Eulalia, sentadas, teniendo a un lado y otro o Huguet y Jaime, en pie; en el centro Cruz y Jordana, sentados; a la derecha Moncada sentado, Daniel en pie.
JORDANA.— Lo que tiene encantado al amigo Cruz es el parque.
MONCADA.— No es malo.
CRUZ.— Lo miro como cosa mía.
Todos los del grupo de la izquierda.— ¡Como cosa suya! CRUZ.— Cierto... porque en él me crié.
Todos.— Ya.
JORDANA.— El señor no reniega de su origen humilde.
CRUZ.— Nunca. Nací en la indigencia. Todo lo que tengo se lo debo... a este.
(Señalándose.) DANIEL.— No es flojo mérito.
CRUZ.— Los señoritos de carrera (mirando a Daniel y Jaime) ven en mí un hombre sin principios, un hombre tosco y vulgar...
DANIEL.— (por cortesía.) ¡Oh!, no...
LA MARQUESA.— (a los de su grupo.) ¿Y decís que este cafre es riquísimo? JAIME.— El asno cargado de reliquias.
EULALIA.— ¡Envidioso! (A la Marquesa.) ¿Tú qué opinas? LA MARQUESA.— ¿Yo?, que se puede perdonar al animalito por las alforjas.
EULALIA.— (alto.) El amigo Cruz no se avergüenza de haber desempeñado en esta casa los oficios más bajos.
CRUZ.— ¿Qué he de avergonzarme? Mi padre, Magín Cruz, era el carretero de esta posesión. Vivíamos allá, junto a las tapias de Paulet, cerca del ferrocarril.
MONCADA.— Cierto.
CRUZ.— Mi padre sacaba los escombros y las basuras; traía estiércol y mantillo para las plantaciones, y el guijo para los paseos del jardín. Entonces, Sr. D. Juan, usted me tuteaba... naturalmente, y me llamaba Pepet. ¿Por qué ahora no me dice también Pepet? MONCADA.— Si lo desea usted... si lo deseas, Pepet te llamaré.
CRUZ.— Han pasado muchos años. Yo tenía en aquel tiempo diecisiete o dieciocho, y fama de muy díscolo y rebelde.
MONCADA.— Hablando con franqueza, Pepet; eras un bruto.
CRUZ.— Y lo soy todavía.
LA MARQUESA.— Me gusta la sinceridad.
MONCADA.— Cansado de luchar con tu fiereza indómita, tu padre tuvo que embarcarte.
CRUZ.— Atado codo con codo... me metieron en un buque de vela que salió para Mazatlán por el estrecho de Magallanes.
LA MARQUESA.— Viaje divertido.
CRUZ.— Sí, señora, muy divertido: un viajecito que convendría a sus hijos de usted para que aprendieran a vivir.
GABRIELA.— (a Jaime.) ¡Pero qué animal! CRUZ.— Volviendo a lo de mi infancia, dirá que más de una vez entré en esta casa con un respeto supersticioso. Pensaba yo que entrar descalzo en la sala donde ahora estamos, era una profanación, un sacrilegio. Me parece que estoy viendo a la señora, madre de esa señorita y de su hermana. ¡Oh, la señora no era orgullosa ni finchada... tan guapa, tan benévola...! Algunas tardes, metíame yo en la cocina.
(Señalando al foro por la izquierda.) Blasa, la cocinera, me ponía delante un plato de cocido... así. (Indicando lo abultado de la ración.) JAIME.— Y que no tendría usted entonces mal apetito.
CRUZ.— Como ahora. Mi salud es de bronce. No sé lo que es estar enfermo. Nací para vivir mucho, y viviré.
MONCADA.— Así has podido resistir tan grandes trabajos y fatigas. Pasaste después...
LA MARQUESA.— ¿En Méjico? CRUZ.— Y en California: beneficiando primero la plata, después el oro.
LA MARQUESA.— (con admiración.) ¡Plata! EULALIA.— ¡Oro! LA MARQUESA.— ¿Y usted sacaba esos lindísimos metales de las entrañas de la tierra? CRUZ.— Sí, señora.
JAIME.— ¡Bonita industria! CRUZ.— Como bonita, no.
EULALIA.— Horrible, vamos. Sr. Cruz, no crea usted que aquí nos trastornamos oyendo hablar de metales más o menos viles...
HUGUET.— Eso se deja para nosotros los adoradores del becerrito. Estas señoras, cristianas bien curtidas, conservan sus almas en vinagre, o sea en el desprecio de las riquezas.
LA MARQUESA.— ¡Oh!, no... un desprecio prudente nada más, porque hay necesidades...
DANIEL.— La eterna cuestión. No es el dinero bueno ni malo, sino quien lo posee.
CRUZ.— Y quien no lo posee, ¿qué es? JORDANA.— Nadie lo sabe...
LA MARQUESA.— Porque falta el toque.
EULALIA.— Resultará siempre que el dinero es abominable.
JAIME.— No: hay que distinguir.
CRUZ.— Yo no distingo nada, y aseguro que el dinero es bueno. Tengo bastante sinceridad para declarar que me gusta... que deseo poseerlo, y que no me dejo quitar a dos tirones el que he sabido hacer mío con mis brazos forzudos, con mi voluntad poderosa, con mi corta inteligencia.
HUGUET.— (¡Cáspita; el hombre se explica!) JAIME.— (a Gabriela.) ¡Pero qué bruto!... ¿ves? GABRIELA.— Me repugna oírle.
DANIEL.— (Naturaleza bravía, estilo crudo.) JORDANA.— (¡Vaya un mozo!) CRUZ.— Hay que dispensarme. Soy muy tosco, no entiendo de floreos; no sé adornar la palabra, ni ponerle flecos y borlitas.
EULALIA.— Es usted un diamante en bruto. Le faltan las facetas.
LA MARQUESA.— (en el grupo.) No le faltan, hija, no; las tiene en el bolsillo.
EULALIA.— Es preciso que vaya desmintiendo la mala opinión que se ha formado de él.
LA MARQUESA.— ¿Mala opinión? (Cruz alza los hombros.) MONCADA.— Digámoslo claro. De ti, Pepet, se cuenta que eres avaro, que amas el dinero con pasión desordenada...
EULALIA.— Y que en su vida ha dado usted una limosna.
LA MARQUESA.— Toma, las dará en secreto, como Dios manda.
CRUZ.— No señora, no las doy en secreto ni en público. No quiero proteger la mendicidad, que es lo mismo que fomentar la vagancia y los vicios.
JAIME.— (a Gabriela.) ¿Pero has visto? GABRIELA.— (con repugnancia.) ¡Y lo dice tan fresco! EULALIA.— Vamos, que no suelta usted un cuarto así le fusilen.
HUGUET.— Es que le ha costado mucho ganarlo.
JORDANA.— (con adulación.) ¡Oh, mucho, mucho! EULALIA.— ¿Y es cierto que tiene usted una fuerza hercúlea? CRUZ.— Así, así...
JORDANA.— Se cuenta que de un machetazo le cortó la cabeza a un indio bravo.
GABRIELA.— ¡Qué horror! JORDANA.— ¡Y qué puntería, señores! Parte un cabello a cincuenta pasos.
CRUZ.— No es extraño... El continuo manejo del rifle en un país donde hay que estar siempre a la defensiva...
MONCADA.— No sé quién dijo que una vez te acometieron dos tigres...
CRUZ.— Aquí tengo la señal del zarpazo. (Mostrando una mano, y retirando el puño de la camisa para que se vea parte del antebrazo.) HUGUET.— ¡Ah!, sí... ¡valiente caricia!...
EULALIA.— (acercándose para examinar el antebrazo.) Pero diga usted, ¿qué garabatos son esos que tiene usted ahí? DANIEL.— (que se ha acercado también.) Es lo que llaman tatuaje.
CRUZ.— Justo.
EULALIA.— ¡Jesús! ¡Qué horror de pintura en la misma piel! Miren, miren.
(Acércanse Huguet, Moncada y Jordana. La Marquesa, Jaime y Gabriela, permanecen alejados, expresando más bien repugnancia.) Dos calaveras, cruces, anclas...
CRUZ.— Esto se hace con pólvora y aguardiente. Costumbres de marinería.
JAIME.— (en su grupo.) Y de tribus salvajes.
EULALIA.— Por Dios, señor Cruz, afínese usted un poco. Lo conseguirá si sigue mis consejos... Lo que a usted le falta para ganarse mis simpatías, es consagrar una parte, siquiera mínima, al socorro de los necesitados.
JORDANA.— (¡A buena parte vas!) CRUZ.— Cada uno sabe lo que tiene que hacer en este punto. Reconozco y declaro que no soy pródigo, ni siquiera generoso, y, si me apuran, diré también que no soy compasivo.
GABRIELA.— ¡Y lo dice! JAIME.— ¿Pero has oído? EULALIA.— ¿A ver? (Curiosidad en todos.) Explíquenos eso.
CRUZ.— Pero no se asusten. El primer artículo de mi ley es cumplir estrictamente lo pactado...
LA MARQUESA.— (interrumpiéndole.) ¿Y el segundo? CRUZ.— El segundo... no dar nada a nadie graciosamente. El que no puede o no sabe ganarlo, que se muera y deje el puesto a quien sepa trabajar. No debe evitarse la muerte del que no puede vivir.
MONCADA.— (a Daniel.) Lo dirá en broma.
DANIEL.— (alto.) Desconoce la compasión.
CRUZ.— ¡La compasión...! Lo sé por larga experiencia... es una flaqueza del ánimo que siempre nos trae algún perjuicio. ¡La compasión! Donde quiera que arrojen ustedes esa semilla, verán nacer la ingratitud.
MONCADA.— Hombre, ¡por Dios! (Asombro en todos.) CRUZ.— Como me he formado en la soledad, sin que nadie me compadeciera, adquiriendo todas las cosas por ruda conquista, brazo a brazo, a estilo de los primeros pueblos del mundo, hállome amasado con la sangre del egoísmo, de aquel egoísmo que echó los cimientos de la riqueza y de la civilización.
JORDANA.— Eh, ¿qué tal? CRUZ.— Digo que la compasión, según yo lo he visto, aquí principalmente, desmoraliza a la humanidad, y le quita el vigor para las grandes luchas con la Naturaleza. De ahí viene, no lo duden, este sentimentalismo, que todo lo agosta, el incumplimiento de las leyes, el perdón de los criminales, la elevación de los tontos, el poder inmenso de la influencia personal, la vagancia, el esperarlo todo de la amistad y las recomendaciones, la falta de puntualidad en el comercio, la insolvencia... Por eso no hay ley, ni crédito; por eso no hay trabajo, ni vida, ni nada... Claro, ustedes, habituados ya a esta relajación, hechos a lloriquear por el prójimo, no ven las verdaderas causas del acabamiento de la raza, y todo lo resuelven con limosnas, aumentando cada día el número de mendigos, de vagos y de trapisondistas.
JAIME.— ¡Pero qué bárbaro! GABRIELA.— Lo que tú dices: el gorilla.
EULALIA.— Si bromea... ¿no lo veis? LA MARQUESA.— Da miedo este hombre.
MONCADA.— Tus ideas, Pepet, son un poco extrañas.
DANIEL.— ¡Y tan extrañas! EULALIA.— Falta que nos diga los demás artículos de su ley moral.
GABRIELA.— (levantándose.) Dejen para otra ocasión los artículos, si han de tomar chocolate.
LA MARQUESA.— Ah, sí; son las tantas, y yo quisiera volver de día a Barcelona.
(Dirígese al comedor.) GABRIELA.— (a Cruz.) Y usted, ¿no toma chocolate? CRUZ.— Gracias, no lo gasto.
GABRIELA.— (a Huguet.) ¿Y usted? HUGUET.— Luego, luego...
MONCADA.— (a Gabriela que le coge de la mano.) ¿También yo? Déjome llevar.
(Mientras se dirigen al comedor los que se indican, Huguet y Cruz hablan aparte en el centro del proscenio, y Daniel y Jordana a la derecha.) DANIEL.— ¿Qué casta de hombre es este? JORDANA.— ¿Usted lo entiende? Yo tampoco. Le alojo en mi casa, le colmo de atenciones, hasta le adulo... con la esperanza de que costee la terminación de mi grandioso hospital... y nada, no entiende mis indirectas.
DANIEL.— Pero al menos prometerá.
JORDANA.— Pues si prometiera... Nada. (Apretando el puño.) Es así... Pero no desmayo, y sigo en mi campaña. Yo soy terrible. Pordioseando con los poderosos, he levantado aquel gran monumento... En fin, ¿tomamos chocolate? DANIEL.— Sí señor, sí... (Pasan al comedor.)