Escena III
Dichos. HUGUET
HUGUET.— Nada, que Llorens Hermanos se declaran también en quiebra. No hay que pensar en salvación por ese lado.
MONCADA.— Ni por otro alguno.
HUGUET.— (como recobrando la esperanza.) Y al fin, ¿habló Cruz contigo? MONCADA.— (sorprendido.) ¿Cruz?... No.
HUGUET.— Accediendo a mis instancias, no desiste de comprar la fábrica, ni de hacerte el empréstito...
MONCADA.— ¡Ah!, ¿pero en qué condiciones...? HUGUET.— Querido Juan, en las únicas posibles. ¿Pues qué creías tú? Otra cosa hubiera sido si... (Recelando hablar delante de Victoria, que, sin moverse del asiento, continúa su labor de gancho.) MONCADA.— No temas hablar delante de esta. Ya la enteré de todo.
VICTORIA.— Sí, sí, ya sé que querían sacrificar a mi hermana, casándola con un bruto muy rico, con ese Cruz... No le conozco... ni quiero...
MONCADA.— (a Huguet.) Bueno, pues oiremos sus proposiciones. Si he de ser franco, no creo en la leyenda de su perversidad.
HUGUET.— Ni yo. Pero creo en la tenacidad de sus resoluciones, en la dureza marmórea de su corazón. Trata los negocios con una rectitud huraña, rígida, inflexible como un lingote de hierro... Pues ese mismo hombre, tan fiero y de tan ruda forma, parecía un niño contándome su ilusión de entroncar con los Moncadas, de juntar las dos razas, las dos firmas... Y cree que su plan era cosa grande...
(Expresando con un gesto la superioridad.) Cuando Eulalia y yo empezamos a conspirar, dirigiome el hombre esta carta... (La saca del bolsillo) en la cual sintetiza su pensamiento... (Mostrándola a Moncada, que la rechaza con tristeza.) Proponía, como verás, la creación de una Sociedad Comanditaria, a la cual aportaba un capital de quince millones... tú aportarías la fábrica, cuya gerencia desempeñaría él...
MONCADA.— Calla, déjame. (Con profundo disgusto.) ¿A qué me pones delante de los ojos esa tabla, a la cual no podemos agarrarnos? HUGUET.— Admitiría las acciones de nuestro Banco al precio de emisión... Se pagarían todos los créditos pendientes...
MONCADA.— Basta te digo. Si no ha de ser...
HUGUET.— (guardándose la carta, amoscado.) Bueno: déjame al menos el derecho de maldecir nuestro destino.
MONCADA.— Maldice, maldigamos todo lo maldecible.
HUGUET.— Y no extrañes que el hombre, irritado por la sequedad humillante de la repulsa, te trate ahora como enemigo...
MONCADA.— Sí; ya sé que tendré que sucumbir a las circunstancias. Me estrujará para sacar el último zumo del limón, y hará un estropajo de mis entrañas.
HUGUET.— Y no podrás quejarte.
MONCADA.— Si no me quejo. Renuncio a todo, hasta al derecho al quejido.
VICTORIA.— Si me dejan decir mi opinión...
MONCADA.— Dila.
VICTORIA.— Pues... no entren en tratos con el malo; que al malo, Dios le confundirá.
MONCADA.— En eso estamos... Pero por de pronto, a quien confunde es al bueno.
HUGUET.— ¡Ea, que no es tan malo Cruz! Y en todo caso, hay que reconocerle una cualidad excelsa.
MONCADA.— ¿Cuál? HUGUET.— Que si no hay otro más duro para hacer cumplir, tampoco lo hay más exacto en el cumplimiento de sus obligaciones. Mi hermano Roberto, que le ha tratado en América, me ha dicho que sus compromisos tiénense por cosa sagrada, y que su palabra vale tanto como escritura pública.
VICTORIA.— Algo es algo.