Escena V
VICTORIA, GABRIELA, CARMETA, que entra y sale por la izquierda.
GABRIELA.— (mirando al suelo, a trechos cubierto de papeles rotos.) Bonito han puesto esto. No puedo ver tanta suciedad. (Llamando.) Carmeta.
CARMETA.— (por la izquierda.) ¿Señorita...? GABRIELA.— Barre aquí. (Vase la criada.) VICTORIA.— El pobre papá ¡qué malos ratos pasa! GABRIELA.— (suspirando.) Ya... ¡Y que nosotras, infelices mujeres, no podamos evitarlo! VICTORIA.— Sí, triste cosa es nuestra insignificancia, nuestra incapacidad para todo lo que no sea las menudencias del trabajo doméstico. (Entra Carmeta con una escoba. Victoria se la quita y se pone a barrer.) GABRIELA.— (a Carmeta.) A Celedonia que planche primero la ropa de los niños.
Las enaguas no corren prisa. (Vase Carmeta.) ¡Pero tú...! (Viendo barrer a Victoria.) Vamos, eso es jugar a los trabajitos.
VICTORIA.— (con gracejo.) Hija, no hay más remedio que rebajarse, ahora que vamos a ser pobres... digo, tú, que yo... ya lo soy.
GABRIELA.— ¡Ay, la desgracia me coge bien prevenida! No me asusta la pobreza.
Vaya, tengo que hacer. (Dirígese a la puerta, y como atormentada de una idea, vuelve.) Dime, Victoria, ¿papá está quejoso de mí? ¿Te ha dicho algo? VICTORIA.— (dejando de barrer, pero sin soltar la escoba.) No, no... ¡Pobrecito! GABRIELA.— Porque ya ves... Tú estás enterada. ¿No crees que hice bien...? VICTORIA.— Yo... ¿que si creo?... Te diré. No se debe exigir a la criatura humana ningún acto superior a su propia resistencia. Si yo te dijese: "Gabriela, échate al hombro esta casa y anda con ella", te reirías de mí.
GABRIELA.— Como te reirías tú si yo te lo dijera.
VICTORIA.— Quizás no, porque si yo me encontrara en tu situación, y me hubieran dicho "levanta en vilo esta casa..." la habría levantado.
GABRIELA.— ¿Qué quieres decirme? (Amoscada.) ¡Que siempre has de hablar con figuras! ¿Luego tú... también tú, crees...? VICTORIA.— No te inculpo. Cada cual levanta los pesos que puede. El sacrificio, la querencia de las dificultades, el desprecio de nuestra felicidad para buscar en la desdicha una dicha mayor, ese homenaje del alma a Dios, que gusta de verla llegar hasta Él por los caminos más estrechos, no es, no, para todos los caracteres.
GABRIELA.— Sutil estás... y orgullosa... ¿De modo que tú?... vamos, crees sin duda que debí sacrificarme...? VICTORIA.— Yo no digo que tú lo hicieras... Claro, no podías... Te faltaba valor, desprecio de ti misma, poder de anulación.
GABRIELA.— ¡Valor, desprecio, anulación! Eso entraría en la esfera de lo sublime, querida hermana, y lo sublime no se ha hecho para esta pobre criatura casera y vulgar. Soy muy prosaica, ya lo ves. No ambiciono pasar a la historia, ni que me dediquen tres o cuatro renglones en el Año Cristiano. (Victoria sigue barriendo sin decir nada.) ¿Quiere decir esto que me falta valor? Bueno. Quizás me sobraría para soportar las mayores desgracias, la miseria, la muerte. Para ser esposa de una bestia, reconozco que no lo tengo.
VICTORIA.— Sí, sí... Líbrete Dios de semejante prueba... No se hable más del asunto.
CARMETA.— (entrando por la izquierda.) Señorita, el pescadero. ¿Qué se toma? GABRIELA.— (enjugándose una lágrima.) Voy, voy al momento... ¡Cómo me entretengo charlando! (Vanse presurosas Gabriela y la criada.)