Escena VII
VICTORIA, MONCADA
VICTORIA.— (sentándose.) Cansada estoy de veras...
MONCADA.— (observando que Victoria se lleva la mano a los ojos, mareada.) ¿Pero qué tienes?... ¿Te sientes mal? VICTORIA.— No; se me va la cabeza... Me marea tanto subir y bajar escaleras.
MONCADA.— Tú no estás bien. No te has repuesto aún del disgustazo del otro día...
VICTORIA.— Ya descansaré. Anoche no pude pegar los ojos. Pensaba en el pataleo del pobre animal al encontrarse solo. Además, no se apartan de mi pensamiento las atrocidades que hará separado de mí.
MONCADA.— Me ha contado Jordana que anoche, sentado a la mesa sin probar bocado, su cara tétrica daba compasión.
VICTORIA.— Echaría de menos nuestra conversación amenísima: "Victoria, ¿apuntaste la partida de los moldes?... Sí, hijo...". "Que no se te olvide la rebaja que hemos hecho en los jornales de máquina". Luego hablamos de si el carbón que nos da Rius es peor o mejor que el que nos daba la Compañía Hullera, o del tiempo favorable o adverso para las cochuras. ¡Ya ves qué cosas tan divertidas! Pero estas vulgaridades crían costumbre; y en el molde de la costumbre nos vaciamos y nos endurecemos.
MONCADA.— (suspirando con profunda pena.) (¡Pobre hija de mi alma! ¡Y por mí tomó tan pesada Cruz!) Háblame con absoluta sinceridad. ¿Deseas que sea definitiva la separación? VICTORIA.— Te hablaré como a mi confesor. En los primeros momentos, la separación pareciome un bien. Pasados dos días, ya no me lo parece.
MONCADA.— ¿Volverías?...
VICTORIA.— (después de vacilar.) Sí... La vida con Pepet es árida, trabajosa; pero es vida. Es un batallar constante, aunque sin ruido... Soy yo muy guerrera. Peleo, caigo, me levanto, recibo crueles heridas, me las curo con mi bálsamo de Fierabrás, y otra vez a luchar con el gigante.
MONCADA.— (Su grande espíritu la salva.) VICTORIA.— Y te diré más. Hasta que me separé de él no he conocido que hay algo que hacia él me impele. Atracción misteriosa que no comprenderás quizás.
MONCADA.— Sí que la comprendo. Y él, por su parte, tampoco se aviene con la soledad. Es que hay seres que no pueden vivir sin tener alguien a quien atormentar.
VICTORIA.— Y los hay también que no pueden vivir sin ser atormentados. (Confusa.) No sé lo que es esto, y te aseguro que no lo entiendo bien... Pero las cosas muy claras y muy resabidas son para los tontos. Del misterio de las conciencias se alimentan las almas superiores.
MONCADA.— Lo que yo veo, hija de mi alma, es que por ley de costumbre, por el trato, por la sugestión misma del deber, que en ti puede tanto, le has tomado cariño a la fiera.
VICTORIA.— Quizás...
MONCADA.— Cuando aceptaste su mano, mejor dicho, cuando se la pediste tú, en un rapto de exaltación religiosa, por salvarme, creíste afrontar una vida horrenda de sacrificios y mortificaciones crueles. Luego, ha resultado que no es tanto como creías, que aunque no tiene caridad, y mira al prójimo como enemigo, a ti te guarda consideración y respeto.
VICTORIA.— Cierto. Y he venido a pensar que Dios no quiere que yo sea mártir, que fue una chiquillada pensar en tormentos horribles, y que mi destino es una vida pacífica y monótona, labrando sin cesar aquel campo estéril para obtener de él, poquito a poco, frutos de piedad, y hacer algún bien a los que me rodean. Mis aspiraciones se achican; pero son quizás más prácticas...
MONCADA.— En fin, que por una causa o por otra, la separación te disgusta.
VICTORIA.— (levantándose.) Y aún no conoces todas las razones que me mandan volver allá.
MONCADA.— (sorprendido.) ¡Otras razones! Dímelas.
VICTORIA.— (con cierta cortedad.) No... ahora no... (No me atrevo... Gabriela ha quedado en decírselo.)