Escena XVIII
VICTORIA, CRUZ
CRUZ.— (Hola... Uno de los señoritos de carrera. Este es el beato, el que no encuentra en el cielo una estrella bastante alta para ahorcarse de ella. ¡Peste de misticismo! De buena gana le cogía, y ¡zas!, al tejado como una pelota.) Aquí estoy. ¿He tardado? VICTORIA.— (¡Ay, Dios mío!, paréceme que al verle se me disipa el valor, dejándome el corazón vacío y helado... ¡Qué hombre, qué fiera, qué fealdad en el alma y qué antipatía en la persona!) CRUZ.— ¿Tiene usted algo que decirme? VICTORIA.— Que el sacrificio de la señorita de Moncada es horrible por que abandona el amor de toda su vida por unirse a un hombre extravagante, brutal y repulsivo. Por esto la esclava, antes de venderse, debe regatear su precio.
Necesitamos fijar ciertas estipulaciones.
CRUZ.— Muy bien. Estipulemos. (Siéntase Victoria en la silla baja, en el centro de la escena. Cruz en pie.) VICTORIA.— Vamos por partes. ¿Se compromete el señor Pepet a restaurar la casa y crédito de Moncada en las condiciones propuestas de su puño y letra en este papelito? (Le da la carta que recibió de Huguet.) CRUZ.— ¿A ver? Eso y mucho más haré. (Devolviendo la carta.) Mi palabra vale tanto como el Evangelio.
VICTORIA.— No profane usted el Evangelio comparándolo con su palabra.
CRUZ.— Si mi palabra es sagrada, y por tal la tienen cuantos me conocen, ¿qué mal hay en que yo lo diga? VICTORIA.— Adelante. Usted no tiene religión, ¿verdad? CRUZ.— Como no soy hipócrita, ni sé mentir, declaro que, en efecto, lo que ustedes llaman fe, no existe en mí.
VICTORIA.— Ya me lo dirá usted luego... Pues bien: la que va a ser su esclava le pone por condición imprescindible que ha de cumplir los preceptos elementales de la única religión verdadera. Ya ve usted; sólo se le pide por ahora lo externo, lo que, más que tributo a Dios, es exigencia del decoro social.
CRUZ.— (alzando los hombros.) Bueno... concedido... Me comprometo a eso de las prácticas.
VICTORIA.— A su tiempo vendrá lo demás. Ha de prometer también acoger y criar y educar decorosamente a mis seis sobrinitos.
CRUZ.— ¿Los huérfanos de Rafael? Concedido.
VICTORIA.— Bien... Y por último, Sr. Pepet... Se estipula formal y solemnemente que si surgiere entre su mujer y usted, por cualquier motivo, una desavenencia grave, la esposa se retirará de la casa matrimonial, y volverá al lado de su padre, sin que usted oponga resistencia.
CRUZ.— Eso ya es más delicado... pero no hay inconveniente en fijar esa condición... ¿Qué me importa, si tengo la seguridad de que, suceda lo que quiera, mi mujer no ha de separarse de mí?...
VICTORIA.— ¿Por qué? CRUZ.— Porque mi mujer no se hallará sin mí.
VICTORIA.— ¿Usted qué sabe? CRUZ.— Lo sé.
VICTORIA.— (¡Cuán necio orgullo en su barbarie!) (A media voz con acento de plegaria.) Dios de mi vida, tú que conoces la nobleza de mi intento, aleja de mí hasta la menor sombra de egoísmo; consérvame animosa, temeraria, insensible al dolor y al peligro; aviva en mi corazón el fuego de la caridad, en mi mente las ideas elevadas y generosas. Sean para los demás los bienes que de esto puedan resultar, para mí sola todas las amarguras. (Alto.) Bueno, Pepet, pues fijadas las estipulaciones... (Temerosa de explicarse.) (¡Ay de mí, ahora falta lo peor! ¿Cómo le digo...? Es tan torpe que no lo ha comprendido).
CRUZ.— ¿Qué? VICTORIA.— Pues ahora... falta... (Turbada.) falta...
CRUZ.— Falta que la misma Gabriela me diga...
VICTORIA.— ¡Ah!, sí, lo dirá. (Con una idea feliz.) ¡Ah!... Pues yo... al arreglar esto, he tenido en cuenta muchas cosas. Dando a usted la señorita de Moncada, satisfago y colmo su ambición. Por un lado llevo la felicidad, por otro la desgracia... Al pobre Jaime le quito su novia... Ya ve usted... ¡tan buen chico!...
CRUZ.— Que busque otra... Para lo que él vale...
VICTORIA.— No diga usted desatinos. Pues he pensado, a cambio de la esposa, que le quito, ofrecerle otra.
CRUZ.— ¡Otra! VICTORIA.— Sí... ¿No lo entiende? Pienso proponerle... (Con dificultad de expresión, como no encontrando la frase apropiada.) Proponerle... ¿lo digo? vamos... que abandonaré la vida religiosa, volveré al siglo...
CRUZ.— ¿Para casarse con él? VICTORIA.— Justo.
CRUZ.— ¡Qué lástima! (Con viveza.) ¡Usted volver al mundo, quitarse esa librea...
y casarse con ese...! VICTORIA.— Lo haré, sí, por amor de mi padre.
CRUZ.— (confuso.) (¿Qué mujer es esta? ¿Se burla de mí?) VICTORIA.— (con secreto terror.) (¡Qué angustia siento! No me entiende... Tendré que decírselo claro... Y si... (Atormentada por una sospecha.) No quiero pensarlo.
La vergüenza abrasa mi rostro... Si se lo digo, y después de este horrible ofrecimiento, me rechaza... ¡si no le gusto...! Virgen Santa, Madre amantísima, dame valor... y en este trance decisivo de mi sacrificio, no permitas que la fiera me desprecie.) CRUZ.— (¿Qué misterio encubren las palabras, la actitud de esta mujer?) VICTORIA.— (con gran esfuerzo interior y ahogando la vergüenza y el miedo.) (Hay que llegar al fin... ¡Jesús mío, por amor de ti y de mi padre!) (Quítase la toca, y aparece la cabeza desnuda. El cabello desceñido le cae hasta los hombros.) CRUZ.— Se quita la toca... (Deslumbrado.) ¡Ah! VICTORIA.— (violentándose para aparecer en completa calma.) Dígame, Pepet, ¿cree usted que si propongo a Jaime que me tome a mí por mi hermana... aceptará? CRUZ.— (turbado.) ¡Oh! Yo creo... (Con viveza.) Sí, sí. En su lugar, yo no vacilaría... Pero lo más derecho, y así no habrá ningún agravio, es que si usted vuelve al mundo, se case conmigo.
VICTORIA.— Sí, bárbaro. La que se te ofrece en esclavitud para aplacarte, no es mi pobre hermana; soy yo. (El llanto la ahoga, y sin moverse de la silla baja, oculta el rostro entre las manos, sollozando.) CRUZ.— (fascinado.) ¡Victoria! ¿Y es verdad? ¿Es cierto que...? Repítalo. Me parece mentira.