Escena primera
MONCADA, junto a la mesa de la derecha, revisa cartas y papeles, demostrando inquietud y tristeza. Junto a la mesilla de la izquierda, DOÑA EULALIA, entretenida en una labor de gancho; a su lado LA MARQUESA como de visita.
Después VICTORIA, que entra y sale varias veces durante la escena.
LA MARQUESA.— Pues sí, muy contenta en mi casita.
EULALIA.— Daniel se entonará con la vida de campo.
LA MARQUESA.— Falta le hace. (Bajando la voz.) No creas... algo me inquieta esta aparición de Victoria.
EULALIA.— ¿Temes que tu hijo, al verla...? ¡Oh, no!... con el nuevo giro que la idea religiosa ha dado a sus sentimientos, no es fácil que ninguna pasioncilla mundana asome la cabeza... Pero di, tú crees sinceramente en el misticismo de ese pobre muchacho? LA MARQUESA.— (suspirando.) ¡Oh!, sí.
EULALIA.— ¿Y lo celebras? LA MARQUESA.— ¡Qué sé yo...! No puedo negar que, atendiendo a los intereses, me contraría el cambio de vocación..., digámoslo más claro, de oficio. Pero...
EULALIA.— Pero como lo espiritual es ante todo, te conformas, quiero decir, te alegras de que tu hijo cambie la toga por la cogulla o la sobrepelliz...
LA MARQUESA.— Claro que debo alegrarme... ¡Y cuidado que el bufete de Daniel prometía!... (Suspirando.) ¡Vaya si prometía!...
EULALIA.— (bromeando.) Positivismo ¿eh? LA MARQUESA.— Llámalo vida, necesidades... ¡Ay, yo también miro al cielo, pero como ya no veo caer el maná, tengo que revolver la tierra buscando su equivalente! MONCADA.— (con sobresalto, mirando su reloj.) (¡Ese maldito Huguet, cuándo vendrá!) LA MARQUESA.— (Inquieto está el pobre Juan... ¡Si será oportuno hablarle ahora!... Vamos, me lanzo.) Juan.
MONCADA.— ¿Qué? LA MARQUESA.— Tengo que hablar a usted de un asunto.
MONCADA.— Usted dirá.
LA MARQUESA.— Me parece que el otro día le indiqué... Soy muy prevenida, y antes de que venza el plazo del préstamo que hizo usted a mi marido...
MONCADA.— Ya; la hipoteca del Clot. ¿Cuándo vence? LA MARQUESA.— Dentro de cinco meses.
MONCADA.— Pues no corre prisa.
LA MARQUESA.— Es que quiero anunciarle con tiempo que necesito una prórroga... dos años más, querido amigo... dos años, en los cuales pagaré intereses, pues no acepto el favor sino con esta precisa condición... (Advirtiendo que Moncada, profundamente abstraído, no se entera.) Pero ¿no me oye? MONCADA.— ¡Ah!, perdone usted... Me distraje... Sí, sí, cuente usted con...
LA MARQUESA.— (marcando bien la frase.) Prórroga con intereses.
MONCADA.— Quítese usted de ahí... No faltaba más sino que yo cobrase réditos a la viuda de mi mejor amigo, a la mujer heroica que ha sabido defenderse, y aun vencer, en la horrorosa lucha con la adversidad y con...
LA MARQUESA.— Con la miseria, dígalo... (Conmovida.) EULALIA.— ¡Ay, Florentina, tu pobre Silverio... qué excelente hombre!... cariñoso padre, esposo amante y fiel! ¡Pero vamos, hija, que te dejó una herencia...! LA MARQUESA.— Sí, deudas enormes que he ido cancelando a fuerza de sonrojos y privaciones horribles. (Queriendo alejar un triste recuerdo.) MONCADA.— Silverio no se perdió por vicioso; no fue lo que vulgarmente llamamos una mala cabeza.
EULALIA.— Al contrario, pasaba por una de las primeras de Cataluña.
LA MARQUESA.— Y eso fue lo que le perdió: su gran entendimiento, la extraordinaria alteza de sus ideas. Vivió poseído de la fiebre de las mejoras y de la pasión de los adelantos. Se embriagaba, sí, esa es la palabra, se emborrachaba con el maldito progreso, y no vivía más que para visitar exposiciones extranjeras...
MONCADA.— Y traerse acá las máquinas más perfectas de agricultura y de industrias agrícolas.
LA MARQUESA.— Por esto, bien puedo decir del pobre Silverio, que fue una víctima de la civilización. (Sigue hablando con Doña Eulalia.) VICTORIA.— (entrando por la izquierda con una taza de caldo.) Vamos, papá, tómate este caldito. Hoy apenas almorzastes.
MONCADA.— Pues sí que lo tomo. (Coge la taza.) ¿Gusta usted, Florentina? LA MARQUESA.— Gracias.
MONCADA.— Ay, hija mía, ¡cuán breve el consuelo que me das! ¡Tres días tan sólo...! VICTORIA.— Pidamos seis a la Madre Superiora.
MONCADA.— Sí, sí.
VICTORIA.— Daremos el encargo a Sor Sagrario, que hoy se vuelve allá. ¿Qué quieres ahora? (Recogiendo la taza de caldo.) MONCADA.— Que me traigas aquel libro de cuentas que quedó en la mesa de mi despacho.
VICTORIA.— Voy. (Vase por la derecha dejando la taza sobre la mesa.) LA MARQUESA.— (con desconsuelo, mirando a Victoria.) (¡Lástima de muchacha!) Pues como te decía, sólo Dios conoce mi angustioso batallar con las dificultades y apreturas que me legó el pobre Silverio. Durante algunos años, cuando no velaba yo para coser la ropita de mis niños, me quemaba las cejas haciendo cálculos... para defender y estirar el miserable céntimo. Yo misma he vendido al menudeo la lana de mis ovejitas de Castellar del Nuch, y he almacenado en mi alcoba, esperando mejores precios, las patatas del Clot. Se me han estropeado las manos lavando mi ropa, y mi rostro aprendió a no ruborizarse pidiendo a este y al otro amigo los libros en que mis hijos habían de estudiar.
VICTORIA.— (entrando con el libro, que da a su padre.) Aquí está.
LA MARQUESA.— En este atroz combate, cayéndome hoy, levantándome mañana, sin hacer caso de las magulladuras del amor propio, perdí mis tierras del Panadés.
Hoy, en la situación modestísima que he podido conservar, libre ya, o casi libre de acreedores, me conformaré con salvar mi finca del Clot, la casa patrimonial donde nací, aquel terruño queridísimo que guarda la memoria de mis padres. Si lo perdiera, me moriría de pena.
MONCADA.— (recordando, con pena.) ¡Ay!, espere usted, Florentina.
LA MARQUESA.— ¿Qué? MONCADA.— Que no sé si ese crédito va comprendido entre los que se llevó Huguet para intentar una negociación...
LA MARQUESA.— Por Dios, no me asuste usted...
MONCADA.— No apurarse. En todo caso, lo retiraremos antes de hacer la negociación. Como es cosa de poca entidad...
LA MARQUESA.— Relativamente. Para mí es mucho, para usted una bicoca.
MONCADA.— ¡Ah!, ya no hay bicocas para mí. Estoy arruinado.
LA MARQUESA.— (asustadísima.) ¡Juan! MONCADA.— Como usted lo oye. (A Victoria.) Hija de mi alma, mira por dónde has resultado previsora dedicándote a ese santo oficio de asistir a los pobres y consolar a los desvalidos. Te estrenarás con tu propia familia.
EULALIA.— (a la Marquesa, que está consternada.) ¿No ves que bromea? Y en último caso, Juan, a mi no me asusta la pobreza. Creo que a Florentina tampoco.
LA MARQUESA.— ¡Ay, la, pobreza! Esa señora y yo hemos luchado a brazo partido, nos hemos peleado bien, bien, bien. Y como he recibido de ella tantos arañazos y mordiscos, francamente, no le tengo mucha ley que digamos.
MONCADA.— En fin, Eulalia, tú a un convento, yo al asilo de ancianos en que esté mi hija. (Rompiendo papeles y arrojándolos al suelo.) EULALIA.— Pues yo, tan contenta. (A Victoria.) ¿Qué dices tú? VICTORIA.— ¿Yo? Que el alma siempre es rica. Su capital crece y se multiplica cuanto más se le derrocha.
EULALIA.— (alabando la frase.) ¿Eh? ¿Qué tal? LA MARQUESA.— Victoria, cuéntanos tu vida. ¿Estás contenta en el Socorro? VICTORIA.— (siéntase en una silla baja, entre la Marquesa y Doña Eulalia.) ¡Oh, sí! ¡Qué paz, qué encanto, qué dulzura en aquella vida! Pero también paso mis penitas.
EULALIA.— ¿Penitas? Vamos. (Fatigada, interrumpe su labor sin soltarla de la mano.) LA MARQUESA.— Sí, por las tareas arduas, abrumadoras y a veces repugnantes que imponen a las novicias.
VICTORIA.— Por eso no, más bien por lo contrario. (Quitándole a su tía de las manos la labor de gancho y continuándola con gran ligereza.) Perdone usted, tía, no puedo estar sin hacer algo... Las faenas arduas, las cosas difíciles, muy difíciles, son las que me gustan a mí. Cuando me señalan trabajos fáciles y corrientes de los que puede desempeñar cualquiera, me aburro, me impaciento, me pongo triste.
MONCADA.— (que a ratos atiende a la conversación sin dejar de romper papeles.) Eso es orgullo.
EULALIA.— Y ofender a Dios. Hay que someterse.
VICTORIA.— Si yo me someto. Me resigno a las cosas fáciles, no sin un poquito o un muchito de violencia sobre mí. El mayor gusto mío es que me manden algo en que tenga que vencer dificultades grandes o afrontar algún peligro que me imponga miedo, más bien terror, o ahogar con esfuerzo del alma mis gustos de siempre, mis aficiones más arraigadas. Quiero padecer y humillarme.
LA MARQUESA.— ¡Qué viva imaginación la de esta chica! MONCADA.— Desde muy niña se distinguió por el entusiasmo repentino y ardiente.
EULALIA.— Y por sus vehemencias, que a veces nos parecían raptos de locura.
MONCADA.— Lo contrario de su hermana Gabriela; toda reflexión y calma. En aquella el instinto del método, las acciones lentas, las ideas prácticas; en esta el arranque súbito, ideas brillantes, actos atrevidos que parecían obra de la inspiración o del capricho.
EULALIA.— ¡Dichosa tú, hija mía, que allá te perfeccionas a tu gusto, y te mortificas tan ricamente sin que te moleste nadie! LA MARQUESA.— ¿Ricamente? Fama tiene de muy estrecha la disciplina del Socorro.
VICTORIA.— Pues a mí me parece ancha y cómoda. Yo quisiera más...
MONCADA.— ¿Más qué? VICTORIA.— Más trabajo, más dificultades, mayor violencia de la voluntad, para que el padecer fuera extremado y el sacrificio llegara al límite de las fuerzas humanas.
MONCADA.— ¡Ambiciosilla! VICTORIA.— Sí que lo soy.
EULALIA.— (levantándose.) Ea; basta de charla ociosa. Hoy Lunes Santo. Es hora de ir a la iglesia, que no faltan ¡ay!, cositas que pedir al Señor. Victoria, ¿vienes? VICTORIA.— Después. No quiero dejar solo a papá.
LA MARQUESA.— Yo te acompañaré. Rezaremos, sí. Hay que pedir, pedir...
(¡Dios mío, que suban los fondos, que suban, sí, para que se arreglen los negocios de este buen hombre, providencia de tantos desdichados!) Juan, adiós, y no sea usted pesimista.
MONCADA.— Adiós, amiga mía.
EULALIA.— (a Moncada.) No trabajes ahora. No olvides que Daniel vendrá hoy a buscarte para dar un paseo.
LA MARQUESA.— ¡Ah!, sí... y que vendrá pronto, cuando salga de los Franciscanos.
MONCADA.— Aquí le espero.
EULALIA.— (a Victoria, rechazando la labor de gancho que esta le entrega.) Acábame esas vueltas, holgazana. (Vanse las dos señoras por el fondo.)