Skip to main content

La Loca de la Casa: Escena XVI

La Loca de la Casa
Escena XVI
    • Notifications
    • Privacy
  • Project HomeBenito Pérez Galdós - Textos casi completos
  • Projects
  • Learn more about Manifold

Notes

Show the following:

  • Annotations
  • Resources
Search within:

Adjust appearance:

  • font
    Font style
  • color scheme
  • Margins
table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Comedia en cuatro actos
  4. Personajes
  5. Acto primero Salón de planta baja en la torre o casa de campo de Moncada, en Santa Madrona.— Al fondo, galería de cristales que comunica con una terraza, en la cual hay magníficos arbustos y plantas de estufa, en cajones.— En el foro, paisaje de parque, frondosísimo, destacándose a lo lejos las chimeneas de una fábrica.— A la derecha, puertas que conducen al gabinete y despacho del señor de Moncada.— A la izquierda, la puerta del comedor, el cual se supone comunica también con la terraza.— A la derecha de esta, se ve el arranque de la escalera, que conduce a las habitaciones superiores de la casa y al oratorio.— A la derecha, mesa grande con libros, planos y recado de escribir.— A la izquierda, otra más pequeña con una cestita de labores de señora.— Muebles elegantes.— Piso entarimado.— Es de día.
    1. Escena primera
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
  6. Acto segundo La misma decoración del acto primero.
    1. Escena primera
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
    18. Escena XVIII
    19. Escena XIX
  7. Acto tercero
    1. Escena primera
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
    18. Escena XVIII
    19. Escena XIX
  8. Acto cuarto
    1. Escena primera
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena última
  9. Autor
  10. Otros textos
  11. CoverPage

Escena XVI

CRUZ, VICTORIA, comiéndose un bizcocho.

VICTORIA.— ¡Cómo me gustan hoy los bizcochos! ¡No sé cuántos me he comido!... Y comería más.

CRUZ.— Antojadiza estás... Ea, concluyamos. No admito la separación.

VICTORIA.— (con la boca llena.) Me sorprende esa conducta después de haber dudado de mí.

CRUZ.— ¡Dudar! ¿Y quién no duda alguna vez, y ciento y mil? Pues ¿por qué existe la fe, sino porque existió primero su madre, la duda? Yo dudé, es cierto; pero ya creo en ti. ¿Qué más quieres? VICTORIA.— Quiero más, mucho más. Tu aversión al prójimo, tu crueldad, tu codicia, tu barbarie son una barrera infranqueable que me separa de ti.

CRUZ.— ¿Pero qué pretendes? ¿Que me vuelva otro? ¿Soy acaso la Naturaleza, soy yo quien ha hecho las cosas como son? ¿Puedo yo mudar las causas, quitar y poner los efectos? Si soy así, ¿qué remedio hay más que tomarme o dejarme?... Tú también tienes defectos, Victoria; al menos yo veo defectos en lo que otros ven perfecciones. Eres demasiado religiosa, me acosas, me mareas con tu idea de la caridad, tan distinta de las mías; me sermoneas, me contradices, me abrumas... Y sin embargo, yo me llevo bien con tus defectos, y te quiero a pesar de ellos, y quizás por ellos... Acéptame tú a mí con mis asperezas, como yo te acepto a ti con las tuyas... Porque si mis escamas o aletas de dragón infernal te pinchan y raspan y cortan, a mí... el plumaje de tus alas de ángel, también me... me punza, me roza, me hiere. (Retírase a la izquierda del proscenio, donde está la mesa. Siéntase junto a ella en actitud reflexiva.) VICTORIA.— (Su carácter no puede cambiar. ¿Podría acaso suavizarse un poco?...

Para conseguirlo más valdrá la astucia que la fuerza. (Observándole.) No puede vivir sin mí... Esto ya es algo... ¿Será cierto, Dios mío, que yo tampoco puedo vivir sin él, sin esa rudeza que me lastima, cuando trato de domarla?... Sí, es ley de vida, ley también de educación, amar a los que corregimos.) CRUZ.— (como asaltado de una idea.) Bueno: accedo a la separación con tal que me libres de una duda que me atormenta. Dime si tu papá se burlaba de mí cuando me indicó hace un rato que...

VICTORIA.— ¿Qué, hombre? CRUZ.— Que...

VICTORIA.— Parece que estás lelo.

CRUZ.— Que quizás me darías un hijo.

VICTORIA.— (afectando indiferencia.) ¿Ya fue papá con el cuento? CRUZ.— (vivamente.) ¡Luego... es verdad!...

VICTORIA.— No he dicho que sea verdad. Es una previsión de papá... (bromeando) un por si acaso...

CRUZ.— ¡Victoria... basta de bromas! ¿Es cierto que...? VICTORIA.— Siéntate...

CRUZ.— (sentándose.) Ya estoy.

VICTORIA.— Hablemos claro. (Coge una silla y se sienta a su lado. Pausa.

Expectación de Cruz.) ¿A cómo lo pagas? CRUZ.— ¿Qué? VICTORIA.— Eso que tanto deseas... Así hay que tratarte a ti... Al lado tuyo me he vuelto muy mercachifle, y todo lo cotizo, como tú.

CRUZ.— (inquietísimo.) ¡Mujer... mira que...! VICTORIA.— (obligándole a sentarse.) Quieto... Los negocios se tratan con calma y frialdad.

CRUZ.— Pero los hijos no sé yo que se hayan cotizado nunca.

VICTORIA.— Los hijos también, sobre todo cuando los padres son como tú. A ver, clarito, ¿cuánto das? CRUZ.— (irritado, levantándose.) Victoria, no me vuelvas loco. Ahora sí te digo que antes se hundirá el firmamento que consentir yo en la separación.

VICTORIA.— No podrás evitarla sino cotizándome también a mí. Vaya, hombre, me vendo. ¿Cuánto das por mí, ahora que seguramente valgo más que antes, mucho más? CRUZ.— No compro mercancía que me pertenece.

VICTORIA.— ¿A que sí? CRUZ.— Bueno: pues propón tú. El que ofrece el artículo, que manifieste en cuánto lo valora.

VICTORIA.— Pues pido... (reflexiona un instante, con expresión picaresca) pido...

Prepárate, que voy a pedir mucho...

CRUZ.— Preparado estoy.

VICTORIA.— Pues... empiezo por una pretensión muy justa de papá. La perpetuidad por sucesión directa de la casa Cruz Moncada bien merece que reconozcas como nominativas y pertenecientes a mi padre la quinta parte de las acciones del Banco Industrial...

CRUZ.— (vivamente.) Concedido. (Le daré toda la broza...) VICTORIA.— Bien.

CRUZ.— Las acciones letra D. VICTORIA.— (vivamente.) No, no; eso no.

CRUZ.— ¿Por qué? VICTORIA.— ¿Pero tú te has creído que yo soy tonta, o que no entiendo de negocios?... Las acciones letra D son lo que llamas broza, porque están gravadas con el canon de Foxá.

CRUZ.— (asombrado.) Pero...

VICTORIA.— Ándate con cuidado conmigo... Mira que a mí no hay quien me engañe... En fin, las de letra B.

CRUZ.— (haciendo un gran esfuerzo.) Sea.

VICTORIA.— Adelante... (sonriendo.) ¡Si vieras!... Grabada tengo aquí la última cantidad que escribí en el libro de la fábrica. ¡Tengo una memoria...! Era el saldo a tu favor de la cuenta del último trimestre... ¡Bonita cifra! Beneficio líquido: pesetas 27.433 con 78 céntimos.

CRUZ.— Justo, sí.

VICTORIA.— ¡Qué hermosura de trimestre! Parece un sueño, una ilusión...

CRUZ.— Pero no lo es.

VICTORIA.— Pues... ese pico ha de ser para mí.

CRUZ.— ¿El pico? ¿Los 78 céntimos? VICTORIA.— No...

CRUZ.— ¡Ah, el pico de 433 pesetas! Bien, hija mía... sí... (muy conciliador) sí.

Puedes repartirlo entre los pobres. Sí, sí... concedido. (Como sintiéndose tranquilizado.) VICTORIA.— Siéntate. No me entiendes. Se te ha metido en la cabeza que tu mujer es una simple, una pobre beata que no sabe más que rezar... y... El pico que quiero, que reclamo, es el total, las 27 mil...

CRUZ.— ¡Y a eso llamas pico! ¡Victoria! (Levántase airado.) Vaya; no concedo.

Quieres arruinarme... ¡Esto es horrible, Victoria! VICTORIA.— Bueno, hombre, bueno. Calma: no es para alborotarse. (Levántase muy tranquila.) Puesto que no podemos entendernos, adiós.

CRUZ.— (sujetándola por un brazo.) Aguarda... ¿Pero tú sabes...? ¡Sino hay en el mundo pobres para limosna tan colosal! ¿Acaso piensas salir a un balcón, y arrojar el dinero a puñados? VICTORIA.— Venga el pico.

CRUZ.— ¡Es mucho cuento! ¿Pero qué entiendes tú por picos, desventurada? VICTORIA.— Sé lo que digo. Si soy yo una gran hacendista, y sé más, mucho más que tú. Llamo pico a esa cantidad, considerándola en la cuenta total de tus ganancias. En la liquidación de Bolsa, por diferencias, a fin de mes, has ganado...

CRUZ.— (interrumpiéndola.) ¿Tú qué sabes? VICTORIA.— Es que hay en Bolsa un pajarito que viene volando, y me lo cuenta todo.

CRUZ.— (burlándose.) El Espíritu Santo.

VICTORIA.— Justo; el Espíritu Santo. Le vi en éxtasis, y en el pico llevaba un papelito que decía: Pesetas 257.308, con 23 céntimos.

CRUZ.— (con vivísimo asombro.) ¿Sabes...? VICTORIA.— Tonto, ¿crees que no vi la nota que te llevó Huguet el miércoles...? CRUZ.— (corrido.) Pero quia... Tú no sabes... Si no fue tanto... ¡Qué simple eres! Si de esa suma hay que deducir...

VICTORIA.— Lo que te ganó Fábregas... Si estoy en ello. También sé la cifra al céntimo... Mira que te la suelto, y te confundo.

CRUZ.— No, no: basta. Bueno, mujer, maldigo tus actos infernales, o celestiales, o lo que sean; y para que veas que soy conciliador, te doy eso que llamas pico, con tal que cierres el tuyo, y no me pidas más.

VICTORIA.— Pero si ahora empiezo...

CRUZ.— ¿Pero más? (Aterrado dirígese al otro lado del proscenio. Síguele Victoria.) VICTORIA.— Sí, más. Pido que cedas a los Franciscanos el terreno que creen suyo.

CRUZ.— (Vuelve al otro lado del proscenio.) No puede ser... Ea... que no.

VICTORIA.— Que sí.

CRUZ.— (deteniéndose.) Lo más, lo más que haré en obsequio tuyo es... Vamos, doy a los frailes la mitad... ¡Ya ves...! VICTORIA.— Todo, todo.

CRUZ.— (como deseando concluir.) Pues todo... ¡No dirás ahora...! Ya ves... Me dejo saquear sin compasión.

VICTORIA.— ¡Sí, sí; espléndido está el mozo! CRUZ.— Me parece que te he pagado bien...

VICTORIA.— Valgo yo mucho más. Y en prueba de que no me taso a desprecio, te exijo que establezcas un Montepío para los obreros inutilizados...

CRUZ.— (muy conciliador.) Pues mira; yo también había pensado en eso.

VICTORIA.— Y que dotes a este hospital con diez o doce camas...

CRUZ.— También, también, VICTORIA.— Y que edifiques dos escuelas...

CRUZ.— Una para niños y otra para... Concedido... Sí, sí... No dirás... Ya ves... Si estoy aterrado de mi prodigalidad.

VICTORIA.— Oh, sí; eres muy pródigo...

CRUZ.— Me parece...

VICTORIA.— No, no te alabes, no te engrías. La prontitud con que has accedido a mis deseos, me prueba que no hay en tu generosidad mérito alguno.

CRUZ.— ¿Cómo?... ¿Qué dices? VICTORIA.— ¡Si yo te conozco! Si a mí no puedes ocultarme nada... Vas a verlo.

Anteayer, poco antes del desagradable suceso que nos separó, recibiste una carta de Mazatlán...

CRUZ.— Sí; anunciándome la muerte del primo Ripoll... VICTORIA.— (con picardía.) Dime, ¿y no dejó alguna cantidad para obras benéficas en Barcelona? CRUZ.— (absorto.) ¿Pero como sabes...? VICTORIA.— No sé: adivino. Soy maga, sibila, profetisa... ¿No lo habías conocido hasta ahora? CRUZ.— (corrido.) Pues sí, ha dejado... algo sí... vamos, veinte mil duros para obras de beneficencia.

VICTORIA.— Nombrándote su ejecutor testamentario para ese fin...

CRUZ.— Con facultades omnímodas.

VICTORIA.— Lo comprendí, lo adiviné. ¿De qué me serviría este numen, luz del Cielo más bien, si no me sirviera para explorar el fondo de tu alma... y toda la trama oculta de tus negocios? CRUZ.— Pero si lo que te he concedido vale más, mucho más...

VICTORIA.— Eso... lo veríamos.

CRUZ.— (exagerando.) Muchísimo más.

VICTORIA.— Muy poco significan tus regateadas mercedes, José María. Prepárate: tu antojadiza esposa, si por tal la quieres y la estimas, te va a dar un pellizco...

CRUZ.— (rugiendo.) Vive Dios... ¡Victoria! ¿Pero más? VICTORIA.— Sí, más, más. Pido que concluyas las obras de este Santo Asilo.

CRUZ.— (airado, violento.) Mujer... basta... ¡Pero tú te propones dejarme en la miseria! (Recorriendo agitadísimo la escena.) ¿Concluir esto?... ¿Estás loca? ¿Pero tu sabes...? VICTORIA.— Sí; conozco bien el plano.

CRUZ.— (nervioso, excitadísimo, mirando hacia el claustro.) Pues ahí es una friolera... Falta el ala derecha... falta la iglesia definitiva... con dos torres muy grandes... que llegan al cielo... No, no, imposible... Hija mía, no, no puede ser.

Hasta aquí llegué... Ni Cristo pasó de la Cruz, ni esta Cruz pasa de aquí.

VICTORIA.— Pues no podemos entendernos.

CRUZ.— Cierto que no hay manera de entendernos... Mejor... Porque sería mi ruina, y... No, no...

VICTORIA.— Pues, hijo, yo no transijo.

CRUZ.— Ni yo... ni yo tampoco.

VICTORIA.— Rotas las negociaciones.

CRUZ.— Pues rotas... ea...

VICTORIA.— Separación.

CRUZ.— Pues separación... y cada cual por su lado... Pues no faltaba más.

VICTORIA.— (dándole el sombrero y señalándole la salida.) Estoy en mi casa.

Toma... por allí se sale.

CRUZ.— (toma el sombrero y luego lo deja.) Victoria... aguarda... oye...

Busquemos una transacción. Daré a Jordana una cantidad...

VICTORIA.— (con energía.) No, no; has de terminar por tu cuenta el edificio, cueste lo que cueste.

CRUZ.— No, no, no... Yo estoy loco... Déjame... ¿Qué es esto?... Paréceme que la armonía del mundo se trastorna... la tierra se resquebraja... el cielo se desquicia...

No, no; yo quiero ser siempre José María Cruz... Victoria, óyeme... ¿No podríamos...? VICTORIA.— (sentándose.) ¿Qué? CRUZ.— Encontrar un medio, una fórmula... simplificando las obras, modificando el plano y el presupuesto...

VICTORIA.— Todo ha de ser como está proyectado...

CRUZ.— (pateando.) ¡Por vida de...! Pero, mujer, siquiera... ¿A qué esas dos torres? Con una basta... y chiquita... y de ladrillo.

VICTORIA.— Han de ser dos, y de piedra, y grandes, grandes... y en los cimientos de la iglesia, una cripta...

CRUZ.— ¡Una cripta! VICTORIA.— (cariñosamente.) Sí, en la cual labraremos nuestros sepulcros, el tuyo, el mío, y los de nuestros hijos; y cuando muy viejecitos ya, cargados de años y de méritos, nos muramos...

CRUZ.— Nos enterrarán allí...

VICTORIA.— Sí... yo así (indicando la actitud de una estatua yacente), tú a mi lado.

CRUZ.— Eternamente juntos...

VICTORIA.— Nuestros huesos; que las almas... En el cielo estará la mía.

CRUZ.— La mía también... ¿Eh?, qué crees... Me colaré como pueda... Sobornaré a San Pedro...

VICTORIA.— Sí: bueno estás tú para sobornar. En fin...

CRUZ.— (trastornado.) Victoria... me fascinas... me enloqueces, me... Pero no, no puedes conquistarme, no me conquistarás...

VICTORIA.— ¿A que sí? CRUZ.— (sentado, indicando confusión y abatimiento.) No, no.

VICTORIA.— (cariñosamente, pasándole la mano por los hombros.) Si mi monstruo es mejor de lo que parece, y...

CRUZ.— (con abatimiento.) Eso me agrada, sí...

VICTORIA.— ¿Qué? CRUZ.— Que me llames tú monstruo...

VICTORIA.— Mi monstruo... sí... Si aunque no quieras, mío has de ser por los siglos de los siglos. Y ahora, has de prometerme terminar esta casa de Dios.

CRUZ.— (luchando y casi sin fuerzas ya.) Victoria, por piedad... ¡Ay, no puedo más!, remátame de una vez...

VICTORIA.— ¿Convencido? CRUZ.— (con desaliento.) Y anonadado... No me conozco... no sé lo que me pasa...

Mujer mía, yo te suplico, por lo que más quieras, por San Pedro y San Juan y San Francisco, y todos los santos, que no me atormentes más... Mira que entrego el alma...

VICTORIA.— (acariciándole.) Monstruo mío querido, cálmate...

CRUZ.— (angustiado.) Pero ¿no más...?, ¿ya no más? VICTORIA.— Ay, quisiera poner punto final. Pero no puede ser...

CRUZ.— ¡Cómo! VICTORIA.— Lo siento, lo siento mucho... Me duele verte padecer... Padezco yo tanto como tú.

CRUZ.— (desesperado.) Todavía más...

VICTORIA.— Sí... no hay otro remedio. Dios me lo manda. Ya sabes que mis actos obedecen a un impulso superior, misterioso... Yo bien quisiera no mortificarte más; pero... tengo que darte otro pellizquito... otro, sí... será leve, suavecito... Resígnate.

Ya ves que lo siento, que me duele tanto como a ti.

CRUZ.— A ver... di... despacha pronto.

VICTORIA.— Necesito el Clot...

CRUZ.— (levantándose airado.) ¡Oh, el Clot!... Es burla... ¡Rayos y truenos...! No...

Victoria. ¡Maldita sea mi condescendencia, maldita tu terquedad! Quieres que acabemos por pedir limosna. ¡Oh, quitarme esa hermosa finca...! VICTORIA.— (calmándole.) Sosiegate... por Dios... Monstruo querido... dragoncito mío... Déjame que te explique...

CRUZ.— (cae en el sillón y se golpea la cabeza.) ¡Negación de mí mismo!... No puede ser, no VICTORIA.— (sujetándole las manos para que no se dé golpes en el cráneo.) ¡Pero no te pegues... pobrecito! (Le besa la cabeza.) Óyeme... Necesito esa finca, para un regalo que tendré que hacer... ¿Sabes? Dentro de cuatro meses, día más, día menos...

CRUZ.— (alelado.) ¡Cuatro meses...! VICTORIA.— Sí, hijo mío... Tengo que obsequiar dignamente a una persona, a una excelente amiga mía, que en la fecha que te indico se unirá a nosotros con parentesco espiritual... Ya comprendes.

CRUZ.— Sí, sí... comprendo... Muy bonito; soy feliz... pero a pesar de todo... no puedo darte el Clot; yo te suplico que no me lo pidas. Tengo el proyecto de establecer en él una gran industria, y... Te daré otra cosa... pide, saquéame, devórame, arruíname. Pero eso, ¡ay!... eso no...

VICTORIA.— Siento mucho que no puedas... porque sin esa concesión, no volveré a tu lado... Pobre monstruo mío, te morirás de pena sin mí... y yo... yo, ¿a qué negarlo? yo sin ti, también... (Con emoción. Se aleja de él y se sienta.) CRUZ.— (corriendo a su lado.) Victoria, no digas que...

VICTORIA.— Quisiera ceder, transigir; pero es imposible, ay...

CRUZ.— Considera... yo, yo, como jefe de la familia, yo, el padre, debo velar por la propiedad, por los intereses.

VICTORIA.— (levantándose orgullosa.) ¡Ah!, no... eso es una antigualla. Dios me ilumina, y me dice que las madres gobiernan el mundo.

CRUZ.— ¡Las madres! VICTORIA.— (con brío.) Sí... Basta. Sométete... pero en absoluto, sin condiciones... Silencio...

CRUZ.— Pero, por Dios, no lo digas a nadie. Guarda el secreto de mi conquista. Me avergüenzo de la traición que hago a mi carácter.

VICTORIA.— Déjame a mí. Soy tu ángel bueno... No temas... Ea, vengan todos acá.

(Gritando.) ¡Papá, Gabriela, Florentina, Jordana!

Annotate

Next / Sigue leyendo
Escena última
PreviousNext
Powered by Manifold Scholarship. Learn more at
Opens in new tab or windowmanifoldapp.org