Escena XV
DANIEL, LA MARQUESA, que entra afanadísima, por la escalera; después LLUCH
LA MARQUESA.— Hijo, ¿has visto a Gabriela?... ¿Te ha dicho algo? DANIEL.— Mamá, es preciso que comprendas... No sé cómo decírtelo. LA MARQUESA.— Ya, ya sé... Que debemos ser pobres... ¡Ay, bastante lo somos ya! DANIEL.— Resígnate, por Dios... ten grandeza de alma.
LA MARQUESA.— (con inflexión patética.) No puedo resignarme a perder la ilusión, el amor de mi vida, aquel suelo sagrado, la humilde casita vieja que tantas cosas dulces me dice cuando en ella entro... ¿Qué perfección es esa que me propones? ¡Ay, hijo mío, ya no ajusto, no encajo en ese marco de sublimidad que quieres ponerme! Pertenezco a la raza humana, y no levanto ni tanto así del nivel del vulgo. Tengo pasiones, anhelos, antipatías... aborrezco y amo. Si esto es pecar, sea. Quiero el Clot para morirme en él, porque en él nací, naciste tú...
DANIEL.— Pues no lo tendrás. Déjame, déjame a mí.
LA MARQUESA.— (espantada.) La ferocidad de tu ascetismo me hiela la sangre.
DANIEL.— Renuncia a lo que más deseas; y si el rico avariento quiere quitarte tu propiedad, déjasela. No aceptes de él favor alguno.
LA MARQUESA.— De él no; de Victoria.
DANIEL.— Tampoco de su mujer.
LA MARQUESA.— (con viva ansiedad.) ¿Pero qué... sabes algo? Sácame de dudas.
¿Gabriela le habló?...
LLUCH.— (entrando presuroso por el fondo.) ¡El amo...! LA MARQUESA.— (azorada.) ¡Jesús me salve! Huyamos de aquí.
DANIEL.— ¡Que no me vea el maldito!... Salgamos. (Vanse apresuradamente.
Antes que desaparezcan, entra Cruz por el fondo y les ve, bajando la escalera.)