Escena IV
Dichos. GABRIELA, que sale precipitadamente por la izquierda, con delantal.
GABRIELA.— (a Victoria.) Tú aquí de parola, y yo allá consumiéndome la figura, sofocada, sin poder hacer carrera de esos chiquillos.
MONCADA.— Pero hija, ¿qué es eso? GABRIELA.— Nada, papá, han perdido el respeto a la institutriz, y a mí me lo perderían también sin las solfas que les doy. (A Victoria.) Pero tú, aprendiz de maestra angélica, ¿por qué no vas allá? A ver, domestícame a esos serafines diabólicos.
HUGUET.— Pues no vienes poco fuerte.
GABRIELA.— Mira, mira, (mostrándole su delantal, desgarrado de arriba a bajo) lo que acaba de hacerme Aurorita.
MONCADA.— ¡Qué gracioso! VICTORIA.— Por poco te afanas.
GABRIELA.— Pues anda tú.
VICTORIA.— Ya lo creo que iré. ¡Valiente cuidado me dan a mí travesuras de chiquillos! GABRIELA.— Ya no puedo, no puedo atender a tantas cosas. (Revolviendo precipitadamente la cesta de costura, saca hilo y aguja y se cose el delantal.) ¿Sabes, papá, lo que hizo Pepito? Pues meter las dos manos en un plato de natillas, y después ir marcando uno a uno todos los muebles del comedor.
MONCADA.— Ja, ja...
HUGUET.— ¡Qué mono! GABRIELA.— Merceditas, a quien no puedo quitar la costumbre de hablar como un carretero, me ha llamado... No lo puedo decir. (Todos sueltan la risa.) Y Pepito, cuando le pongo de rodillas por no saber la lección, se entretiene en arrancar las hojas de la Gramática... para poner rabos a las moscas.
HUGUET.— Lo mismo hacía yo.
MONCADA.— Y yo.
GABRIELA.— Y a todas estas, la institutriz pone morros, y Celedonia riñe con el ama, y esta se atufa y me amenaza con irse; y se presenta el marido perdonándonos la vida... En fin, que tengo ya la cabeza como un bombo.
VICTORIA.— (bromeando.) ¿Quieres apostar a que voy yo y todo lo arreglo? GABRIELA.— Pues anda, anda... Te cedo la plaza. A ti todo te parece facilísimo.
VICTORIA.— Todo no, eso sí, porque lo es.
GABRIELA.— Quisiera yo verte aquí... (Acabando la costura y cortando el hilo con los dientes.) Para estos trajines, tienes tú demasiado... espíritu... ¡Ay, es un gran comodín eso del espíritu, y hacer todas las cosas con el pensamiento, en vez de hacerlas con las manos, con estas! VICTORIA.— Yo también tengo manos. (Con viveza las dos.) GABRIELA.— No es censura... pero hay que probarse.
VICTORIA.— Probarse, sí.
GABRIELA.— En la vida práctica.
VICTORIA.— En ella estoy.
HUGUET.— (interponiéndose.) Vamos, no riñan por cual de las dos vale más.
Ambas son excelentes, inapreciables, cada cual en su hechura y estilo.
GABRIELA.— (riendo.) Si no reñimos... ¡Pero qué tonto! MONCADA.— ¿Reñir mis hijas? Nunca.
HUGUET.— (Aquí están las dos, la divina y la humana. Ninguna de las dos le sirve para nada. ¡Pobre Juan!) MONCADA.— (a Huguet.) No nos descuidemos, Facundo, por si viene...
HUGUET.— ¿Tienes ahí la titulación de los terrenos de la fábrica? MONCADA.— Creo que sí.
HUGUET.— Pues examinémosla.
MONCADA.— Vamos... (Dirigiéndose al despacho.) Preparémonos para la decapitación.