Escena XIV
Dichos. JAIME
JAIME.— Ya estoy aquí. He venido en media hora. Mamá. (Besándole las manos.) Doña Eulalia...
EULALIA.— Repito que no intervengo... No hay que culparme...
JAIME.— (a su madre.) ¿Qué es esto? HUGUET.— (llevando aparte a doña Eulalia.) Eulalia, por Dios, chitón. Podría frustrarse...
EULALIA.— Mejor. Como cosa tramada a escondidas de mí, bonito ciempiés saldrá.
LA MARQUESA.— (a Jaime, llevándole aparte.) ¡Hijo!...
JAIME.— ¿Qué, mamá? LA MARQUESA.— Aquella conspiración... ¿sabes? JAIME.— (muy inquieto.) Sí... ¿qué? ¿Revive?... Doña Eulalia quizás...
LA MARQUESA.— Eulalia no.
JAIME.— ¡Ah! Victoria. (Durante el resto del diálogo, Huguet y Doña Eulalia hablan retirados hacia el fondo.) LA MARQUESA.— Que te quemas.
JAIME.— (con súbita exaltación.) Mamá, no puedo contenerme.
LA MARQUESA.— Hijo mío, no te exaltes... Considera...
JAIME.— No considero nada. Yo me vuelvo loco, mamá, yo haré cualquier barbaridad... Yo mato a alguien, a Cruz, a Huguet, a Doña Eulalia.
LA MARQUESA.— ¡Por los clavos de Cristo! JAIME.— Pero no. La que mueve los hilos de esta intriga es la otra, la beata, esa romántica de la fe, esa histérica, visionaria, alumna de Lucifer, disfrazada con el nimbo de los ángeles.
LA MARQUESA.— Por Dios, no desvaríes... Juan viene.