Escena X
VICTORIA, GABRIELA
GABRIELA.— (cruzando las manos.) ¡Hermana querida, no puedo expresar cuánto te compadezco!... ¡Vivir con un marido así! ¡Qué mérito tan grande! ¡Gracias que los sobrinillos alegran un poco tu tristísima vida! VICTORIA.— Sí, son mi consuelo.
GABRIELA.— Te distraen.
VICTORIA.— Me distraigo con ellos, y además con otra cosa.
GABRIELA.— ¿Con qué? VICTORIA.— Te vas a reír...
GABRIELA.— (con mucha curiosidad.) Dímelo.
VICTORIA.— Pues me distraigo... con la administración. Cosa rara, ¿verdad? GABRIELA.— (comprendiendo.) Ya.
VICTORIA.— Llevo toda la contabilidad menuda de los talleres, y de la casa. Me ha impuesto esta obligación y la cumplo sin gran esfuerzo.
GABRIELA.— ¿Y llevas los libros?...
VICTORIA.— Ya lo creo... Todo muy ordenadito. Y cuidado con que se me escape alguna cantidad. No creas, el cargo no es cosa de juego. Me ha hecho también su cajera particular.
GABRIELA.— Hermana querida, déjame, déjame que te compadezca más, y que te admire. Tu vida es más árida y penosa que la de los anacoretas y padres del yermo.
VICTORIA.— No tanto... ¡Si vieras...! La pícara administración tiene sus encantos.
Mi rosario y los números son mi entretenimiento. Pasando cuentas, se me van las horas, y a la imaginación, la gran vagabunda, sólo le queda libre un caminito, el del espacio donde se ven flotar las cosas divinas.
GABRIELA.— ¡Ay, Dios mío! Tú no tienes la cabeza buena. O eres una santa, o no sé qué eres. Con tal vida, y al lado de ese adefesio de hombre, yo no duraba dos semanas... ¡Ah, se me olvidaba lo principal! La pobre Marquesa...
VICTORIA.— ¡Ah!... no me digas... ¡Qué pena! GABRIELA.— ¿Pero es posible que tú...? VICTORIA.— Le he dicho cuanto hay que decir... todo inútil. ¡Hombre extraño! Su exactitud a toda prueba tiene ese horrible contrapeso, la inflexibilidad con el infeliz que no puede cumplir. Ni a su padre perdonaría, ni a mí misma, que soy la persona que más quiere en el mundo; cuanto más a tu suegra.
GABRIELA.— Ya sé que nos aborrece, como aborrece a todo el género humano. Es muy triste que tú, su mujer, no puedas... (Recriminándola.) No, no eres su esposa, eres su esclava. Acabará por echarte una cuerda al cuello y amarrarte al pupitre de esa administración inicua y embrutecedora; acabará por cruzarte la cara.
(Levantándose.) No puedo, no puedo presenciar tu desdicha.
VICTORIA.— (sintiéndole venir.) Calla.