Escena XVII
DANIEL, poco después VICTORIA
DANIEL.— Loco está ese infeliz... ¡Y mi madre se deja contagiar de su demencia! Si algo anómalo pasa aquÃ, procuraré apartarme de toda intervención activa.
¡Cuánto desdén me inspiran estos afanes pueriles, este bullir y pelearse... por nada, por el reparto de la miseria humana!... ¡Cuán rico es el que dice: "no quiero nada, no poseo nada, no sé lo que es tener!". (DirÃgese al foro, en el momento en que baja Victoria; la ve y se detiene apartándose.) VICTORIA.— (que avanza en actitud de arrebato o transporte mÃstico, cruzadas las manos, mirando al cielo.) Firme ya en mi resolución... Segura ya de que de Dios me ha venido esta idea... (Con ardiente entusiasmo.) Siento en mà un valor heroico, y nada temo, ni a Satanás con sus malicias traidoras, ni al mundo con sus sátiras acerbas.
DANIEL.— (Ninguna emoción me causa ya su presencia. Curado estoy a fe.) (Da un paso hacia ella.) VICTORIA.— Daniel. (Asustada) (¡En qué momento!) (Se aleja.) DANIEL.— ¿Por qué huyes de mÃ? Ya no puede haber peligro en que nos veamos, en que hablemos. Del afecto humano que un dÃa nos unió, sólo cenizas quedan ya.
La parte tuya supiste sofocarla con una santa resolución; la mÃa... más rebelde sin duda, ha sido ahogada por mà a fuerza de tiempo y de violentÃsima presión sobre mi propia alma... Te abominé cuando me abandonaste... Ahora te bendigo, porque me has enseñado la verdad, la única verdad accesible a nuestra miseria.
VICTORIA.— ¿De modo que...? ¿Luego es cierto que también tú...? De todo corazón te felicito, Daniel, por tus nuevas ideas.
DANIEL.— (con frase reposada y dulce en toda la escena.) Y yo te doy gracias por tu ejemplo. Por ti he adquirido la difÃcil ciencia de transformar los sufrimientos en goces, la muerte en vida, la desesperación en esperanza, la soledad en compañÃa dulcÃsima.
VICTORIA.— Daniel, ¡qué hermosa idea! DANIEL.— Aunque mi exterior es el mismo todavÃa, he cambiado radicalmente.
Pronto mis apariencias variarán también. Conviene que parezcamos lo que somos.
Sé que el mundo me encuentra ridÃculo, y que mi familia me censura. Nuevos motivos de mortificación, que acepto con placer.
VICTORIA.— Todo eso lo he pasado yo. Lo conozco bien.
DANIEL.— Tu ejemplo me guÃa. En mi camino veo una luz, que eres tú.
VICTORIA.— ¿Yo? DANIEL.— Tú, sÃ, que vas delante.
VICTORIA.— Tal vez no.
DANIEL.— ¿Por qué? VICTORIA.— Porque yo quizás tome por una senda más áspera, mucho más angosta... y erizada de horrorosos peligros.
DANIEL.— No te entiendo.
VICTORIA.— Ni es fácil por ahora. Muy pronto, Daniel, has de juzgarme con severidad.
DANIEL.— ¿Yo?, imposible.
VICTORIA.— Porque no me comprenderás. En fin, no hablemos de eso; déjame. Tú entras en una vida serena, y has pasado lo peor. Yo empiezo ahora, y mis luchas serán horribles, mis padecimientos extremados, mi martirio tan grande, que ni tú, con toda tu piedad, puedes sentirlo y comprenderlo.
DANIEL.— ¿Martirio has dicho...? VICTORIA.— SÃ, y pruebas extraordinarias, de las que no sé si saldré victoriosa.
DANIEL.— ¿No te cegará el entusiasmo, el ardor mismo de tu fe? VICTORIA.— Debo decirte que mi fe es un tanto ambiciosa, que aspiro a mucho; que pretendo llegar a los linderos de lo imposible, y aun traspasarlos. No sé si te reirás de mÃ.
DANIEL.— ¡ReÃrme... nunca! VICTORIA.— Aspiro a que Dios, por mi mediación, realice algún estupendo prodigio... convirtiendo las bestias en seres humanos, los corazones de piedra en...
(Turbada.) Pero no sé explicarme... y por mucho que te dijera, no me entenderÃas.
DANIEL.— (con entusiasmo.) Cuanto tú hagas y pienses divino tiene que ser.
VICTORIA.— No te parecerá muy divina cuando...
DANIEL.— ¿Cuando qué? VICTORIA.— Cuando sepas... Pero tú, que tantas cosas has de aprender en tu comunicación diaria y ferviente con Dios, aprenderás quizás a entenderme; y si al principio quizás digas, como otros: "esa mujer está loca", luego dirás... qué sé yo...
dirás... algo que me sea más favorable.
DANIEL.— Yo diré siempre... (Con ardiente curiosidad.) Pero explÃcame...
VICTORIA.— Es muy difÃcil de explicar. Vete, y no vuelvas hoy a esta casa... Y para concluir: puesto que tu determinación de ser religioso es sincera y firme, ocasión tendrás de pedir a Dios que me dé fuerzas para... (Conmovida.) DANIEL.— (perplejo, sin entender nada.) ¿Para qué? VICTORIA.— Oye... mira... (Se quita el rosario que lleva al cinto.) DANIEL.— La insignia de tu congregación.
VICTORIA.— SÃ. (Después de una pausa.) Tómalo... quiero que sea para ti.
DANIEL.— (sin decidirse a tomarlo.) ¡Para mÃ! VICTORIA.— De cuantas personas conozco, tú eres la única que debe llevarlo, después de haberlo llevado yo. Con él rezarás por mÃ.
DANIEL.— (besando la cruz.) Por esta cruz, te juro...
VICTORIA.— (vivamente.) No jures nada, y vete.
DANIEL.— ¡Que esta imagen de Jesús crucificado (mostrando el crucifijo) me transmita tu espÃritu sublime y el fuego de tu fe! (Lo besa otra vez.) VICTORIA.— Adiós... adiós. (Vase Daniel por el fondo, se encuentra con Cruz, que entra. Se miran los dos un instante, sorprendidos, sin decir nada.)