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La Loca de la Casa: Escena X

La Loca de la Casa
Escena X
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Comedia en cuatro actos
  4. Personajes
  5. Acto primero Salón de planta baja en la torre o casa de campo de Moncada, en Santa Madrona.— Al fondo, galería de cristales que comunica con una terraza, en la cual hay magníficos arbustos y plantas de estufa, en cajones.— En el foro, paisaje de parque, frondosísimo, destacándose a lo lejos las chimeneas de una fábrica.— A la derecha, puertas que conducen al gabinete y despacho del señor de Moncada.— A la izquierda, la puerta del comedor, el cual se supone comunica también con la terraza.— A la derecha de esta, se ve el arranque de la escalera, que conduce a las habitaciones superiores de la casa y al oratorio.— A la derecha, mesa grande con libros, planos y recado de escribir.— A la izquierda, otra más pequeña con una cestita de labores de señora.— Muebles elegantes.— Piso entarimado.— Es de día.
    1. Escena primera
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
  6. Acto segundo La misma decoración del acto primero.
    1. Escena primera
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
    18. Escena XVIII
    19. Escena XIX
  7. Acto tercero
    1. Escena primera
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
    18. Escena XVIII
    19. Escena XIX
  8. Acto cuarto
    1. Escena primera
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena última
  9. Autor
  10. Otros textos
  11. CoverPage

Escena X

CRUZ, DANIEL

DANIEL.— Señor Cruz, la casualidad ha vuelto a reunirnos. ¿Quiere usted que resolvamos nuestra querella por la forma usual del duelo? CRUZ.— ¡Estúpida forma la del duelo! DANIEL.— ¿Pues cuál?... ¿Hay otra? CRUZ.— Sí; si le encuentro a usted en las inmediaciones de mi casa, le mato...

DANIEL.— Pues iré prevenido, y bien podría suceder que le matase yo a usted. No, señor Cruz, eso es un duelo a estilo de salvajes...

CRUZ.— (después de recapacitar.) Pues corriente. Batámonos a estilo civilizado.

DANIEL.— Bien.

CRUZ.— Elija usted armas.

DANIEL.— Elíjalas usted. Yo no manejo ninguna. Lo mismo me da, pues siendo usted tan diestro en todas ellas, es seguro que me matará.

CRUZ.— Así lo creo.

DANIEL.— De modo que iré al duelo como víctima indudable; voy al asesinato, mejor dicho.

CRUZ.— Y lo dice tan fresco.

DANIEL.— Sí, porque deseo morir.

CRUZ.— (flemático.) Pues entonces, ¿a qué ese duelo, que vuelvo a llamar estúpido? Porque seguramente he de matarle yo, exponiéndome a andar en líos con la justicia. Si de veras apetece la muerte, lo más lógico y llano es que se mate usted. ¡Me parece...! DANIEL.— (con efusión ardiente.) La deseo... sí... No puedo vivir.

CRUZ.— Pues nada más sencillo. Váyase usted por casa. Yo lo doy, digo, le presto un rifle, segurísimo, arma admirable, con la cual da usted el salto al otro mundo casi sin sentirlo.

DANIEL.— Acepto.

CRUZ.— ¿De veras? DANIEL.— Sí; nada me interesa de la eternidad para acá.

CRUZ.— ¿Nada? Usted ama. Quizás es amado.

DANIEL.— ¡Oh, no! ¡Extraña cosa que yo tenga que declarar ante mi enemigo que no soy amado, y que este horrible vacío de mi vida obra es del despecho!... ¿A qué más explicaciones? Debo perecer... Me llama el abismo. En su fondo veo el descanso.

CRUZ.— Pues... bueno. Quedamos en que va usted por el rifle... Créalo, para mí es muy cómodo desembarazarme con tanta sencillez de la persona que más me carga en el mundo... Pero explíqueme usted mejor... (interesándose gradualmente en las manifestaciones de Daniel) los motivos de su desesperación.

DANIEL.— Mi vida... toda equivocaciones. ¿En dónde está la lógica? Para mí hace tiempo que no existe. Persigo fantasmas que se desvanecen cuando los toco. Amé a Victoria, que me abandonó para vestir el hábito monjil.

CRUZ.— Y la pasión que sentía por ella se le torció, como el vino de mala calidad, convirtiéndose en santurronería.

DANIEL.— En fe. Caigo en este lazo que me tendía mi perverso destino, y cuando me creo salvado, Victoria se pasa al enemigo.

CRUZ.— Ya...

DANIEL.— Pero aún me defiendo con la idea mística... Llega por fin un día en que la cólera sacude mi ser. Se desvanece aquel artificio en que yo vivía... Siéntome hombre... Abandona Victoria la casa conyugal... El demonio me tienta... Mi conciencia desconoce la rectitud... La maldad me atrae; me ilusiona el delito.

Propongo... encuentro en esa mujer una indiferencia glacial... Ni antes me valió el bien, ni el mal ahora me vale. Estoy perdido, no sé lo que es esperanza. Ya lo ve usted, no puedo ni quiero vivir... (Con desesperación.) Deme usted esa arma... pero al instante... (Queriendo llevarle.) CRUZ.— (le coge fuertemente por la muñeca.) No.

DANIEL.— Suélteme usted.

CRUZ.— No quiero.

DANIEL.— ¿No desea mi muerte? ¿No me aborrece, como yo a usted? CRUZ.— Ya no.

DANIEL.— ¿De veras? CRUZ.— (con calma.) No, porque ya no tengo celos. Usted me los quita.

DANIEL.— ¿Yo? CRUZ.— Sí... Y se han extinguido de golpe en mí las ganas de matarle.

DANIEL.— ¿Por qué? CRUZ.— Porque veo bien claro que mi mujer no le ama a usted, que nunca le amó.

Así me lo había dicho, y lo creí. Después dudé... Pero usted me ha librado en un instante del suplicio de la duda.

DANIEL.— (como lelo.) ¡Yo...! CRUZ.— Porque si mi mujer le amase, aunque fuera con el pensamiento, usted lo conocería... eso se conoce siempre... y conociéndolo, usted no se entregaría a la desesperación, ni pensaría en matarse.

DANIEL.— (con profunda tristeza.) Cierto, sí.

CRUZ.— Soy muy rudo, pero a manejar bien la lógica no me gana nadie. (Daniel, abrumado, se sienta, sosteniendo la cabeza con ambas manos.) Y ahora, ni acepto el duelo a que antes me provocaba, ni le dejo matarse, ni le presto el rifle.

DANIEL.— (con rabia sorda.) (¡Me perdona la vida!) CRUZ.— Y ya no me falta más que proponer las paces a mi mujer.

DANIEL.— (con súbito arranque de ira.) Pues ahora insisto en que nos batamos, sí.

No soy tan torpe, no, en el manejo de las armas... ¡Quién sabe!... el demonio que llevo dentro moverá mi brazo.

CRUZ.— (con calma desdeñosa.) Reverendo joven, no me bato.

DANIEL.— Le obligaré, injuriándole públicamente.

CRUZ.— Que no, y que no.

DANIEL.— Pasará usted por un cobarde.

CRUZ.— Como sé que no lo soy, no me importa que lo digan.

DANIEL.— (frenético.) De modo que no hay manera de romperse la crisma con usted...

CRUZ.— Cuando yo no quiero, no... No le queda a usted más recurso que el suicidio, y yo me permito aconsejarle que no haga la tontería de marchar tan pronto al otro barrio. ¡Flojillo susto para su mamá! DANIEL.— Mi madre no necesita de mí.

CRUZ.— Es pobre.

DANIEL.— Usted ha devorado los últimos restos de su fortuna.

CRUZ.— Mejor. Admirable ocasión para que usted trabaje. Soy el instrumento de la Providencia, el Dios destructor... Destruyo para que los demás tengan suelo y materiales para edificar...

DANIEL.— (perplejo.) (¿Qué dice?) CRUZ.— Que vuelva usted a la vida ordinaria, que trabaje.

DANIEL.— ¡Vivir, trabajar! ¿Qué significa eso? CRUZ.— Váyase usted a América... Le daré cartas de recomendación.

DANIEL.— (con asombro, como vislumbrando una solución.) ¡Ah! CRUZ.— ¿Qué? ¿No lo parece mal? DANIEL.— (desalentado.) (Me protege, me humilla... Esto es imposible.) CRUZ.— América digo. La ausencia suele ser buen médico, como el tiempo.

DANIEL.— (absorto, la mirada perdida en el espacio.) ¡América...! CRUZ.— ¿Qué tal la idea? DANIEL.— (apartándose de Cruz como temeroso.) (Temo que su horrible lógica me conquiste.) CRUZ.— ¿Qué resuelve? DANIEL.— Déjeme usted.

CRUZ.— ¿Insiste en matarse? DANIEL.— Sí... no... no sé... Resueltamente, no.

CRUZ.— Me alegro... ¿Y se va...? DANIEL.— No sé... (Lleno de confusión, fluctuando entre sentimientos contradictorios.) Déjeme... Iré... No, no; no sé... De usted no acepto nada. Iría... sin duda me conviene... Podré vivir, curarme... Mi madre... ¡Cabeza, no te me escapes! (Oprimiéndola con ambas manos.) Razón, ¿dónde estás? CRUZ.— (con calma.) Usted lo pensará...

DANIEL.— Lo pensaré... quiero estar solo.

CRUZ.— Y me agradecerá el consejo...

DANIEL.— ¡Agradecer! (Mirando fijamente, con estupor y recelo.) No me queda duda: es el demonio, el espíritu tentador, astuto, sabio, fuerte, lógico... ¿Pero cómo, Dios mío, me sugiere la idea salvadora?... Porque sí... me salvaré... América, vida... el mar... tierras lejanas, sí, sí... Lo pensaré: hay que pensarlo. (Cruz le mira.

Daniel, temiendo su mirada, que le fascina, se va alejando, hasta que se arranca a la influencia sugestiva de Cruz, y sale precipitadamente.) CRUZ.— (solo.) Aceptará la idea. La lógica es lógica.

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