Escena II
MONCADA, VICTORIA
VICTORIA.— (en pie, sin mirarle, continuando su labor.) Y qué, ¿te escribo más cartas? MONCADA.— (sentándose junto a la mesa.) Sí; dos o tres urgentísimas.
VICTORIA.— Pues dícteme. (Deja la labor y se sienta por el otro lado de la mesa, tomando la pluma y preparándose para escribir.) MONCADA.— No sé por dónde empezar... (Dictando.) "Señores Miró y Compañía...".
VICTORIA.— (escribiendo.) "Y Compañía... Muy señores míos...".
MONCADA.— "Tengo el sentimiento de participar a ustedes... que... por efecto de la liquidación del sábado...". (Da un puñetazo en el brazo del sillón y se levanta airado.) No puedo anunciar yo mismo mi descrédito, la deshonra comercial, la insolvencia.
VICTORIA.— Papá, ¿qué hablas ahí de deshonra? MONCADA.— Sí, hija de mi vida. Estoy arruinado... perdido...
VICTORIA.— ¿Pero es cierto que...? MONCADA.— Lo de menos es la riqueza. El caudal perdido puede ganarse otra vez. Pero la estimación, la pureza de un nombre intachable no se recobran una vez perdidas.
VICTORIA.— (con extrañeza.) ¡La estimación! Si Dios te estima, ¿qué te importa que no te estimen los hombres? MONCADA.— (muy excitado.) ¡Dios has dicho!... La religión me consolará de la pobreza; no puede consolarme del descrédito vergonzoso.
VICTORIA.— No te aflijas.
MONCADA.— Y esos pobres niños, los hijos de tu hermano Rafael, tendrán que ser recogidos por los amigos de casa, ¡o llevados a un hospicio! VICTORIA.— No me lo digas...
MONCADA.— ¡Y tu pobre hermana...! VICTORIA.— Se casará con Jaime, que no ha de rechazarla por pobre.
MONCADA.— Y Jaime tendrá que recogerme a mí... No; imposible que yo sobreviva a este inmenso desastre.
VICTORIA.— (cogiéndole las manos.) ¡Papá, por Dios crucificado...! MONCADA.— Déjame... No me prediques... No entiendo tu lenguaje... Ni tú entiendes el mío... Hiciste bien en ponerte en salvo, abandonando tu casa y tu familia antes de la catástrofe, que ya no te afecta, no puede afectarte.
VICTORIA.— (con efusión.) Papá, padre querido... No me hables así, que me destrozas el alma. Te dejé cuando vivías en la opulencia. Pobre, no te hubiera dejado nunca. Te quiero tanto, tanto, que daría mi vida mil veces por evitar tus penas, por aliviarlas tanto así... Y ahora que vas a ser un pobrecito, ahora... no sé cómo expresártelo... (Con calor y entusiasmo) no sé... porque el amor que te tengo no cabe en mí, ni en el mundo entero.
MONCADA.— (abrazándola tiernamente.) ¡Hija de mi vida! VICTORIA.— Ten fe, ten fe... y verás.
MONCADA.— Bueno: por fe no ha de quedar.
VICTORIA.— Pues nada temas; yo te salvaré.
MONCADA.— ¿Tú? VICTORIA.— (con resolución.) Yo, sí... ¿Te burlas? Yo, yo... Aquí tienes a la que llamabais la loca de la casa, a tu hijita caprichuda y soñadora; aquí la tienes, amenazándote con nuevos delirios de su imaginación arrebatada. (Con orgullo.) Yo, sí, yo te sacaré de penas.
MONCADA.— (con mucho interés.) ¿Cómo? VICTORIA.— Pidiéndoselo a Dios.
MONCADA.— (desalentado.) ¡Inocente, alma pura y sencilla! ¡Y crees tú que Dios...! VICTORIA.— Concede, sí, todo lo que se le pide.
MONCADA.— ¿Todo, todo? VICTORIA.— Sí, sí. Pero hemos de pedirlo con vivísima, con ardiente fe. Verás cómo imprime a nuestra voluntad una fuerza increíble, colosal, una fuerza que removerá todos los obstáculos...
MONCADA.— ¡Una fuerza! (Confuso.) ¡La voluntad! ¡Ah, si en la voluntad consistiera...! VICTORIA.— (con resolución graciosa.) Tú déjame a mí, y verás...
MONCADA.— (viendo entrar a Huguet.) ¡Ah!, gracias a Dios. (A Huguet.) ¡Qué hay?