Escena VIII
VICTORIA, GABRIELA
GABRIELA.— ¿Y los nenes? VICTORIA.— No tardarán en venir por acá. (Asomándose por la derecha.) GABRIELA.— ¿Siguen en casa? VICTORIA.— Sí; me los traen acá dos veces al día.
GABRIELA.— ¡Qué ganas tengo de comérmelos a besos!... Con que cuéntame.
(Sentándose las dos en el proscenio.) Tus cartas son tan discretas que por ellas no sé nada de lo que te pasa. ¿Sigue tan pesadita la cruz de tu Cruz? ¿No me das noticias de algún alivio en la carga que llevas? VICTORIA.— ¡Ay, no! Cuando me casé... cuando me crucifiqué, como tú dices, acepté esta vida de lucha, y en justicia no debo quejarme de ella.
GABRIELA.— Ya... Te gusta el dolor, como si fuera un dulce. ¡Qué alma tienes! VICTORIA.— Aún no puedo decir qué me fascinó más, si la idea del mal que a mí propia me causaba, o la del bien que quería ofrecer a la persona que más quiero en el mundo.
GABRIELA.— La verdad... todos esperaban de ti mayor influencia sobre tu tirano...
que le modificaras poquito a poco.
VICTORIA.— ¡Modificar! (Con tristeza.) ¡Ah, lo intento! ¡Empresa magna! Figúrate que te propones abrir un túnel de ferrocarril con la punta de una aguja...
Cierto que cumple con la Iglesia, por compromiso que contrajo conmigo... por fórmula, sin fe... como se cumplen las reglas de policía urbana; es decir, que Dios viene a tener para él una significación semejante a la del Ayuntamiento.
GABRIELA.— ¡Qué hombre!... ¿Acaso te trata mal? VICTORIA.— Eso no: conmigo es afectuoso... a su manera... No deja de serlo sino cuando se interpone el maldito interés.
GABRIELA.— ¿Y tú...? VICTORIA.— ¿Yo... qué? GABRIELA.— ¿Le quieres?...
VICTORIA.— Te diré... ¡Sobre eso hay tanto que hablar! No me sería fácil explicártelo. Mi conciencia ha pasado por tremendas luchas y desfallecimientos horribles. Al principio, asustome la aversión terrible que me inspiraba. Mi alma perdió toda serenidad; creí que el demonio me había cogido en sus garras feroces, y que lo que yo miraba como acto heroico era una tremenda caída... Después, mis sentimientos han ido variando poquito a poco.
GABRIELA.— ¿Y ya no te inspira aversión? VICTORIA.— Ninguna... Algo así como lástima piadosa... Le miro casi como a un niño.
GABRIELA.— ¡Vaya un bebé! VICTORIA.— Y, la verdad, no me gusta que le pase nada malo.
GABRIELA.— Vamos, que le vas queriendo... Pues, hija, ahí tienes el milagro: sólo que en vez de realizarse en él, se va realizando en ti. ¿Y puedes mirarle cara a cara? VICTORIA.— Me voy acostumbrando.
GABRIELA.— ¿Y soportas su tosquedad, su falta de delicadeza? VICTORIA.— Por grados a todo se llega... figúrate... Procediendo gradualmente, puede una usar, como borla de polvos para la cara... la pata de un elefante.
GABRIELA.— (riendo.) ¡Qué cosas tienes!