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La Loca de la Casa: Escena II

La Loca de la Casa
Escena II
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Comedia en cuatro actos
  4. Personajes
  5. Acto primero Salón de planta baja en la torre o casa de campo de Moncada, en Santa Madrona.— Al fondo, galería de cristales que comunica con una terraza, en la cual hay magníficos arbustos y plantas de estufa, en cajones.— En el foro, paisaje de parque, frondosísimo, destacándose a lo lejos las chimeneas de una fábrica.— A la derecha, puertas que conducen al gabinete y despacho del señor de Moncada.— A la izquierda, la puerta del comedor, el cual se supone comunica también con la terraza.— A la derecha de esta, se ve el arranque de la escalera, que conduce a las habitaciones superiores de la casa y al oratorio.— A la derecha, mesa grande con libros, planos y recado de escribir.— A la izquierda, otra más pequeña con una cestita de labores de señora.— Muebles elegantes.— Piso entarimado.— Es de día.
    1. Escena primera
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
  6. Acto segundo La misma decoración del acto primero.
    1. Escena primera
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
    18. Escena XVIII
    19. Escena XIX
  7. Acto tercero
    1. Escena primera
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
    18. Escena XVIII
    19. Escena XIX
  8. Acto cuarto
    1. Escena primera
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena última
  9. Autor
  10. Otros textos
  11. CoverPage

Escena II

GABRIELA, JAIME

JAIME.— Ya rabiaba por verte.

GABRIELA.— ¡Ocho días sin venir! JAIME.— Que me han parecido ocho siglos. Habrás recibido mis ocho cartas, a carta por siglo.

GABRIELA.— Sí, y sólo te he contestado cuatro letras... ya ves; no tengo tiempo para nada. Con la anexión de los sobrinitos, necesito Dios y ayuda para atender a todo...

JAIME.— (con entusiasmo.) ¡Mujer extraordinaria, sublime, excelsa! GABRIELA.— Tonto, no adules, JAIME.— Déjame, déjame que te eche muchísimo incienso...

GABRIELA.— ¡Fastidioso! JAIME.— Dime: cuando nos casemos, ¿seguirás de reina Gobernadora en la casa de tu papá? GABRIELA.— Es natural que sí. ¿Cómo quieres que le deje solo? JAIME.— ¡Ah!, no... de ninguna manera... ¡Don Juan de mi alma! Pero es mucho trabajo para ti. ¿Por qué no había de ayudarte tu tía doña Eulalia? GABRIELA.— ¡Mi tía! (riendo.) No la saques de sus rezos, de su labor de gancho, de sus visitas a todas las monjas y frailes que hay en tres leguas a la redonda; no la saques de dar buenos consejos y traer malas noticias, y de opinar siempre en contra de los demás. Es buenísima; pero al nivel de su virtud, y un poquito más arriba, pongamos su inutilidad.

JAIME.— Bueno... Pues no nos acobardemos por el exceso de trabajo... ¡Ah! ¿Sabes que voy teniendo clientela? Decididamente, me dedico a la especialidad de enfermedades nerviosas.

GABRIELA.— Pues empieza por tu hermano... ¿Sabes que no me gusta nada su aspecto? JAIME.— Pasión de ánimo. Lo que dijo mamá: soltero, y viudo inconsolable.

Créelo, tu hermanita le desquició con el dichoso monjío. Lo más raro es que a Daniel le ataca también ese terrible asolador del humano cerebro: el bacillus mística.

GABRIELA.— ¿De veras? JAIME.— Los Franciscanos de Barcelona cuidan de inoculárselo.

GABRIELA.— ¿Qué me cuentas? JAIME.— Sí; mañana y tarde le tienes entre frailes más o menos descalzos, platicando de cosas abstrusas y enrevesadas, cháchara espiritualista, que yo, disector de cadáveres, no he podido entender nunca.

GABRIELA.— No desatines.

JAIME.— Y a propósito de enfermos. ¿Qué tiene tu papá? GABRIELA.— (con asombro.) ¿Papá? Nada... Ah, sí; algo tiene... Padece insomnios, tristezas... Apenas habla... Se me figura que ha sufrido estos días algún contratiempo gravísimo.

JAIME.— El incendio de los almacenes de Barceloneta.

GABRIELA.— No... algo más será... Presumo que pérdidas considerables en Bolsa.

Huguet, su agente y amigo, viene casi todas las tardes.

JAIME.— Hoy también.

GABRIELA.— ¿Con vosotros? JAIME.— No.

GABRIELA.— (con interés.) ¿En qué coche venía Huguet? JAIME.— En el de ese bárbaro... ¿Cómo se llama?... ¡Ah! Cruz, José María Cruz, que vive ahí, en casa de Jordana.

GABRIELA.— (recelosa.) ¿Venía también Cruz? JAIME.— Sí... Sabrás que mis amigos le llaman el gorilla, porque moral y físicamente nos ha parecido una transición entre el bruto y el homo sapiens.

GABRIELA.— Hombre de baja extracción, alma sórdida y cruel, facha innoble, la riqueza no le ha enseñado, como a otros, a sobredorar la grosería de sus modales, la vulgaridad zafia de sus pensamientos.

JAIME.— Mala persona, según dicen. ¿Y es cierto que se crió aquí, en tu torre? GABRIELA.— Sí, hombre. Es hijo de un carretero que tuvimos en casa. Yo era muy niña entonces. Apenas me acuerdo.

JAIME.— ¡Qué cosas se ven! GABRIELA.— Es de esos que van cerriles a América, y luego vuelven cargados de dinero. La Providencia nos ofrece a cada instante estas ironías horribles.

JAIME.— La riqueza en perfecto consorcio con la barbarie.

GABRIELA.— (con vehemencia.) En fin, es hombre el tal Cruz, cuya presencia y cuya voz me atacan los nervios... Apenas cambio el saludo con él... Y el muy bruto no conoce la antipatía, la repugnancia que me inspira... y... vamos, ¿te lo cuento? JAIME.— (receloso.) ¿Qué? Me asustas.

GABRIELA.— Anteayer iba yo por el jardín... ¡Pasé un susto...! Estaba sola.

Presentóseme saliendo de unas matas, como res brava perseguida de cazadores; y al verle delante de mí quedeme fascinada, sin poder hablar. Quise dar un grito; pero no lo di, hijo, no lo di.

JAIME.— Eso es lo que no sabe ninguna mujer: gritar a tiempo.

GABRIELA.— Pues con una inclinación muy torpe de cabeza y cuerpo me saludó, y al querer ser fino y galán, parecía que se iba a poner a cuatro patas.

JAIME.— (con repentina cólera.) Gabriela... ¿ese animal tiene el atrevimiento increíble de prendarse de ti? GABRIELA.— Algo de eso me dio a entender con sus gruñidos...

JAIME.— No me lo digas...

GABRIELA.— ¿Pero yo que culpa tengo...? JAIME.— (muy inquieto.) ¡Enamorado de ti! ¡Ay, qué idea me asalta, qué recelo, qué presentimiento horrible! Gabriela, ese hombre te quiere comprar. Dime, por tu vida, dímelo; dime que no te vendes... que no cambiarás mi honrada personalidad por la de ese alcornoque cargado de bellotas de oro...

GABRIELA.— ¿Pero estás loco? (viendo salir a Moncada.) Cállate... Mi padre...

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