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La Loca de la Casa: Escena IX

La Loca de la Casa
Escena IX
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table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Comedia en cuatro actos
  4. Personajes
  5. Acto primero Salón de planta baja en la torre o casa de campo de Moncada, en Santa Madrona.— Al fondo, galería de cristales que comunica con una terraza, en la cual hay magníficos arbustos y plantas de estufa, en cajones.— En el foro, paisaje de parque, frondosísimo, destacándose a lo lejos las chimeneas de una fábrica.— A la derecha, puertas que conducen al gabinete y despacho del señor de Moncada.— A la izquierda, la puerta del comedor, el cual se supone comunica también con la terraza.— A la derecha de esta, se ve el arranque de la escalera, que conduce a las habitaciones superiores de la casa y al oratorio.— A la derecha, mesa grande con libros, planos y recado de escribir.— A la izquierda, otra más pequeña con una cestita de labores de señora.— Muebles elegantes.— Piso entarimado.— Es de día.
    1. Escena primera
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
  6. Acto segundo La misma decoración del acto primero.
    1. Escena primera
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
    18. Escena XVIII
    19. Escena XIX
  7. Acto tercero
    1. Escena primera
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
    18. Escena XVIII
    19. Escena XIX
  8. Acto cuarto
    1. Escena primera
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena última
  9. Autor
  10. Otros textos
  11. CoverPage

Escena IX

CRUZ, DOÑA EULALIA

EULALIA.— ¿A qué vienen esos alardes de fiereza, señor gigante Goliat?...

También me ha disgustado, en las manifestaciones de usted, que no mostrara más cariño a esta casa, donde corrió inocente y plácida su infancia...

CRUZ.— ¡Mi infancia! Señora mía, ¿cree usted que es muy grata esa memoria?...

¡Si yo era en esta casa poco menos que un animal doméstico!... Tratábame mi padre con rigor excesivo. Recuerdo que teníamos un burro, al cual yo quería como si fuera mi hermano. Mi padre le trataba con más cariño que a mí; desigualdad que no me lastimaba. Los palos que al animal correspondían hubiéralos yo recibido en mi cuerpo por aliviarle a él.

EULALIA.— ¡Gracias a Dios que veo en usted un rasgo de amor al prójimo... digo...

de...! CRUZ.— Cosas de la niñez... Acuérdome bien de las dos niñas, y aún me parece que las estoy viendo, tan monas, tan lindas... frescas, tiernecitas, como los tallos nuevos de las plantas cuando retoñan en primavera. Las miraba yo como a seres de raza superior, a los cuales no podía tocar, y me creía indigno hasta de fijar en ellas mis ojos. Bien grabadas conservo en mi memoria algunas impresiones de aquel tiempo.

Verá usted: una tarde hallábanse las dos en la alcoba de su papá (señalando a la derecha hacia lo alto.) Yo pasaba por el jardín, llevando la carretilla... Me decían mil cosas. "Pepet, bestia, zángano, borrico, qué sé yo...". Mandome el jardinero que abriera un hoyo junto a la pared, a plomo de la ventana, y mientras cavaba, las dos niñas se entretenían en echarme salivitas... Aún me parece que siento el golpe del salivazo tibio... aquí, sobre mi cogote.

EULALIA.— Una broma inocente.

CRUZ.— No; si me agradaba... ya lo creo que me sabía muy bien. Algunas tardes tiraba yo de un carrito en que ellas se paseaban; y yo relinchaba... y...

EULALIA.— Que llegaba usted a creerse caballo.

CRUZ.— Que lo era realmente... yo estoy en que lo era. Paréceme aún que veo a Gabriela y a Victoria dándome trallazos, y tirándome de las riendas... Eran monísimas entonces.

EULALIA.— Y hoy lo son más. La monjita es un encanto.

CRUZ.— No he vuelto a verla desde entonces, ni verla deseo. Ya sabe usted que detesto a toda la caterva de frailes, clérigos y beatas, cualquiera que sea su marca, etiqueta o vitola...

EULALIA.— ¡Cruz, por Dios, y me lo dice usted a mí, sabiendo que...! CRUZ.— Que es usted mojigata... quiero decir, religiosa. Pues no haremos buenas migas... Pero dejemos esto. Sigo contando: hace cuatro meses, cuando llegué aquí, vi un día a Gabriela en la huerta de Jordana, y... lo diré seco. Pues me prendé, me enamoré de ella como un salvaje (con alarde de ingenuidad.) Diré a usted todo lo que siento. En mis sueños de hombre rico, que si el pobre sueña el rico más, he vislumbrado siempre una como rehabilitación gloriosa y triunfante de aquellas tristezas de mi niñez. Mi ilusión constante, mientras viví en América, fue poseer Santa Madrona, ser señor donde fui criado, casi igual a las bestias. Transplantada a Europa, parece que la ilusión revive y florece, fertilizada por el caudal que traigo...

No sé si me explico.

EULALIA.— Sí, sí... ¿Pero acaso usted guarda rencor a mi hermano? CRUZ.— Ninguno. Miro con respeto la casa, el jardín. Respeto también a la familia... Deseo asimilarme todo esto sin ofender a las personas, al contrario, haciéndolas mías, o que ellas me hagan a mí... suyo... ¿Es esto claro? EULALIA.— Sí, sí...

CRUZ.— En fin, que cuando vi a Gabriela, pensé que la única mujer del mundo con quien yo me casaría es ella... Porque yo quiero casarme, fundar una familia...

EULALIA.— Es muy natural.

CRUZ.— Tener muchos hijos...

EULALIA.— (riendo.) Vamos; competencia con Jordana.

CRUZ.— Hijos, sí... y criarlos robustos, sanotes, para que aventajen a estas generaciones tísicas...

EULALIA.— ¡Qué idea, qué orgullo! ¿Cree usted que por tener tanto barro a mano podrá fabricar una humanidad nueva?... Por mi parte, no me entusiasma ver aumentado bárbaramente el número de pecadores. Por eso no he querido casarme.

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