Escena IX
CRUZ, DOÑA EULALIA
EULALIA.— ¿A qué vienen esos alardes de fiereza, señor gigante Goliat?...
También me ha disgustado, en las manifestaciones de usted, que no mostrara más cariño a esta casa, donde corrió inocente y plácida su infancia...
CRUZ.— ¡Mi infancia! Señora mía, ¿cree usted que es muy grata esa memoria?...
¡Si yo era en esta casa poco menos que un animal doméstico!... Tratábame mi padre con rigor excesivo. Recuerdo que teníamos un burro, al cual yo quería como si fuera mi hermano. Mi padre le trataba con más cariño que a mí; desigualdad que no me lastimaba. Los palos que al animal correspondían hubiéralos yo recibido en mi cuerpo por aliviarle a él.
EULALIA.— ¡Gracias a Dios que veo en usted un rasgo de amor al prójimo... digo...
de...! CRUZ.— Cosas de la niñez... Acuérdome bien de las dos niñas, y aún me parece que las estoy viendo, tan monas, tan lindas... frescas, tiernecitas, como los tallos nuevos de las plantas cuando retoñan en primavera. Las miraba yo como a seres de raza superior, a los cuales no podía tocar, y me creía indigno hasta de fijar en ellas mis ojos. Bien grabadas conservo en mi memoria algunas impresiones de aquel tiempo.
Verá usted: una tarde hallábanse las dos en la alcoba de su papá (señalando a la derecha hacia lo alto.) Yo pasaba por el jardín, llevando la carretilla... Me decían mil cosas. "Pepet, bestia, zángano, borrico, qué sé yo...". Mandome el jardinero que abriera un hoyo junto a la pared, a plomo de la ventana, y mientras cavaba, las dos niñas se entretenían en echarme salivitas... Aún me parece que siento el golpe del salivazo tibio... aquí, sobre mi cogote.
EULALIA.— Una broma inocente.
CRUZ.— No; si me agradaba... ya lo creo que me sabía muy bien. Algunas tardes tiraba yo de un carrito en que ellas se paseaban; y yo relinchaba... y...
EULALIA.— Que llegaba usted a creerse caballo.
CRUZ.— Que lo era realmente... yo estoy en que lo era. Paréceme aún que veo a Gabriela y a Victoria dándome trallazos, y tirándome de las riendas... Eran monísimas entonces.
EULALIA.— Y hoy lo son más. La monjita es un encanto.
CRUZ.— No he vuelto a verla desde entonces, ni verla deseo. Ya sabe usted que detesto a toda la caterva de frailes, clérigos y beatas, cualquiera que sea su marca, etiqueta o vitola...
EULALIA.— ¡Cruz, por Dios, y me lo dice usted a mí, sabiendo que...! CRUZ.— Que es usted mojigata... quiero decir, religiosa. Pues no haremos buenas migas... Pero dejemos esto. Sigo contando: hace cuatro meses, cuando llegué aquí, vi un día a Gabriela en la huerta de Jordana, y... lo diré seco. Pues me prendé, me enamoré de ella como un salvaje (con alarde de ingenuidad.) Diré a usted todo lo que siento. En mis sueños de hombre rico, que si el pobre sueña el rico más, he vislumbrado siempre una como rehabilitación gloriosa y triunfante de aquellas tristezas de mi niñez. Mi ilusión constante, mientras viví en América, fue poseer Santa Madrona, ser señor donde fui criado, casi igual a las bestias. Transplantada a Europa, parece que la ilusión revive y florece, fertilizada por el caudal que traigo...
No sé si me explico.
EULALIA.— Sí, sí... ¿Pero acaso usted guarda rencor a mi hermano? CRUZ.— Ninguno. Miro con respeto la casa, el jardín. Respeto también a la familia... Deseo asimilarme todo esto sin ofender a las personas, al contrario, haciéndolas mías, o que ellas me hagan a mí... suyo... ¿Es esto claro? EULALIA.— Sí, sí...
CRUZ.— En fin, que cuando vi a Gabriela, pensé que la única mujer del mundo con quien yo me casaría es ella... Porque yo quiero casarme, fundar una familia...
EULALIA.— Es muy natural.
CRUZ.— Tener muchos hijos...
EULALIA.— (riendo.) Vamos; competencia con Jordana.
CRUZ.— Hijos, sí... y criarlos robustos, sanotes, para que aventajen a estas generaciones tísicas...
EULALIA.— ¡Qué idea, qué orgullo! ¿Cree usted que por tener tanto barro a mano podrá fabricar una humanidad nueva?... Por mi parte, no me entusiasma ver aumentado bárbaramente el número de pecadores. Por eso no he querido casarme.