Escena IV
MONCADA, HUGUET
MONCADA.— (impaciente.) ¿A ver...? ¿Qué hay? ¿Qué nueva desgracia me traes hoy? HUGUET.— (cohibido.) Hombre, aguarda...
MONCADA.— Tu cara no puede engañarme. De tanto leer en ella me la sé de memoria.
HUGUET.— Te diré... La cosa es grave; pero aún...
MONCADA.— (con firmeza.) Déjate de atenuaciones, Facundo. No las necesito.
HUGUET.— Bueno. Pues... lo que temíamos, Juan, un pánico horroroso, que no hemos podido contener comprando hasta comprometernos con ciega temeridad.
Artús y yo hemos hecho verdaderas locuras. ¡Esfuerzo inútil! Las acciones del Banco Mercantil y Naval, ofrecidas a veinticinco.
MONCADA.— (llevándose las manos a la cabeza.) ¡A veinticinco! HUGUET.— Ya me lo temía...
MONCADA.— (con ansiedad.) Di: ¿podré esperar que la Compañía Insular y Continental me apoye para evitar el último desastre? HUGUET.— ¡Ay, querido Juan!, pues tienes un alma bien templada para el infortunio, te diré que...
MONCADA.— (vivamente.) No sigas. Mi pesimismo me da un gran poder de adivinación. Hace un rato, pensaba en la espantosa baja... ¡La veía! Y he visto que la Compañía Insular es también cosa muerta... ¿Acerté? HUGUET.— (con honda tristeza.) Sí. (Pausa.) Han venido para ti tiempos malos, compensación de los buenos que gozaste. Así es el mundo.
MONCADA.— ¡Ay, sí! La fortuna me halagó con increíble perseverancia durante treinta años. Tú, todos, yo mismo, nos asombrábamos de mi loca fortuna.
HUGUET.— Sí... Tanta ventura no podía seguir. Decíamos que el Destino... ¿Te acuerdas de la broma?...
MONCADA.— Que el Destino me cebaba para comerme después. Acertasteis.
Llegó un día en que eso que llamamos suerte, ese misterio eterno, por todos temido, por nadie descifrado, se volvió contra su favorito. Empezaron mis desdichas con la muerte de mi esposa, mi idolatrada Luisa. ¡Ay! La prosperidad entró con ella en mi casa, y con ella se fue... Cuatro meses después de aquel golpe, recibí otro que también me hirió en lo más vivo del alma. Mi hija Victoria, la más parecida a su madre, la que me reproducía su bondad, su inteligencia, su viveza y gracia seductoras, es bruscamente, asaltada de un religioso entusiasmo que más bien parece exaltación insana. Su jovial carácter sufre una crisis profunda, que termina con la resolución de tomar el hábito en el Socorro. Mi cariño y el de su hermana y su tía, no pueden nada contra su piedad despiadada. Comprometida a casarse con Daniel de Aransis, a quien amaba desde que ambos eran jovenzuelos, lo abandona todo, padre, hermanos, novio, casa, familia y amigos...
HUGUET.— Su apasionada vocación es digna de respeto.
MONCADA.— Si no digo nada contra su vocación... Allá la tienes a punto ya de cumplir el plazo del noviciado y profesar. ¡Hija de mi alma!... ¡Perderte viva!...
(Desechando una idea triste.) Pues sigo: al mes de ver partir a mi Victoria para el convento, (...¡cómo se eslabonan en esta cadena infame de la suerte las cosas divinas con las profanas!...) ocurre la espantosa baja de los algodones, que me hace perder en un día... ya lo sabes. Al mes siguiente, una inundación hace estragos en la fábrica de Igualada. Pasan veinte días, y el fuego me destruye parte de los almacenes de Barceloneta. Y así continúan estos que bien puedo llamar arañazos del monstruo, comparados con la inmensa desventura del mes anterior. Mi hijo, mi único varón, el hereu, la esperanza y el orgullo de mi casa, inteligencia poderosa, corazón grande, el que puso la fábrica de cerámica (señalando el paisaje del fondo) en el pie de prosperidad en que la ves... (La aflicción no le permite concluir la frase.) HUGUET.— ¡Tristísimo recuerdo! MONCADA.— Sucumbió, víctima de una rápida enfermedad infecciosa... Ahí tienes a sus seis niños, también huérfanos de madre, sin más amparo ya que su abuelo...
HUGUET.— (animándole.) Y les basta y les sobra... Vamos, Juan, ánimo.
MONCADA.— ¡Ay, Facundo! ¿no te parece a ti que Dios debe darme algún descanso? HUGUET.— Y te lo dará.
MONCADA.— (con desaliento.) No; ya no espero nada. Me arrojo en brazos de la ciega fatalidad. Me siento incapaz de prevenir nuevos males, y de poner remedio a los que ya me agobian... Aquel tino mío para los negocios, aquel golpe de vista, Facundo, ya no existen. Soy todo indecisión, torpeza. Ya no tengo ideas. Sólo queda en mí una especie de estupefacción terrorífica, el continuo, el angustioso esperar de nuevos golpes. No me atrevo a dar un paso: creo que la casa se me cae encima. Cuantas personas veo paréceme que expresan el duelo de una desdicha que por compasión no quieren revelarme. Siento caer un plato, y me suena como si se hundiera un tabique. Temo al aire que respiro y a la luz que me alumbra. Tiemblo por mi hija, por Gabriela, mi solo consuelo ya. Tiemblo también por esos pobres niños. Pienso que jugando en el jardín se caen al estanque, o que les muerde un perro rabioso...
HUGUET.— (cortándole la palabra.) No más, no más ideas lúgubres. Lucharemos contra la adversidad... Más sereno que tú, yo veo caminos de salvación.
MONCADA.— (desconfiado.) ¿Cuáles? La venta de inmuebles de que hablamos el otro día?, ¿el préstamo hipotecario? HUGUET.— Sí.
MONCADA.— Ya es tarde. Tendría que ser en condiciones ruinosas.
HUGUET.— Quién sabe... Te diré. He hablado con Cruz.
MONCADA.— (vivamente.) ¿Y tiene noticia del horrible crack de hoy? HUGUET.— Si todo lo sabe. No creas que se presenta mal. Insiste en comprarte la fábrica y los terrenos de la Gran Vía.
MONCADA.— ¿Pero en qué condiciones? Es usurero. Se enroscará en mí, como el boa, y me ahogará.
HUGUET.— Y también parece dispuesto, si no quieres vender tus inmuebles, a hacerte el empréstito con garantía...
MONCADA.— Facundo, por Dios, no me des esperanzas que luego resultan fallidas... ¿Y crees tú que podrá...? HUGUET.— (asombrado.) ¡Que si puede! Es hombre de inmenso capital...
MONCADA.— (ensimismado.) Inmenso, sí... ¿Habéis venido juntos de Barcelona? HUGUET.— Y juntos entramos en tu parque. Ahí le dejó paseándose con Jordana, que no le suelta.
MONCADA.— ¿A ver? (Aproximándose al foro para mirar hacia el parque.) HUGUET.— (solo en el proscenio.) (¿Cuajará mi proyecto? Atrevidillo es. Pero Eulalia conspira conmigo, y es mujer que lo entiende.) MONCADA.— No veo a nadie... Mi hermana es la que viene ahí. (Volviendo al proscenio, desalentado.) Ya estoy temblando. ¡Si me traerá malas noticias!...
HUGUET.— ¡Oh, no!