Escena XVI
LA MARQUESA, JAIME, DANIEL
LA MARQUESA.— (afligida.) ¡Ya vas el caso que nos hacen! JAIME.— (en alta voz, airado.) ¡Ya veo, sí... Esto no puede ser! DANIEL.— (amonestándole.) Cuidado... silencio... ¿Qué desentono es ese? JAIME.— Cállate... déjanos. Tu flamante misticismo no te permite entender de estos conflictos del corazón, de estas borrascas del amor propio, de nada en que palpite un sentimiento vivo y humano.
DANIEL.— Simple, no sabes lo que dices.
LA MARQUESA.— (muy apurada.) Hijo, no alborotes...
JAIME.— Quiero alborotar, quiero que me oigan; y si veo a esa monja sin seso, entrometida y revoltosa...
DANIEL.— (con ligera irritación.) Calla, te digo... No ultrajes a esa criatura sublime.
JAIME.— (burlándose.) ¡Sublime! DANIEL.— (con desdén.) No quiero, ni debo hacer caso de ti.
LA MARQUESA.— Calma, calma. Quizás nos engañemos... ¡Ah! ¿no sería lo mejor hablar con Gabriela?...
JAIME.— Pues es claro... Que nos saque de esta horrible incertidumbre...
LA MARQUESA.— Justo. Sepamos...
JAIME.— Pronto, sí. (Impaciente.) Debe de estar en el cuarto de la chiquillería.
LA MARQUESA.— No, no; está en el de la plancha.
JAIME.— Pues allá.
LA MARQUESA.— Vamos. (Vanse por la izquierda.)