Escena V
Dichos. DOÑA EULALIA, vestida de negro, con sombrilla y un libro de rezos. Es señora de cabellos blancos, de rostro pálido y sin movilidad.
EULALIA.— ¿Pero qué? ¿No ha vuelto Florentina? MONCADA.— No; yo creí que estaba contigo.
EULALIA.— (secamente.) No; sólo he visto a Jaime. Buenas tardes, Facundo. (A Moncada.) ¿Y tú, qué tal te encuentras? Fuertecito... animado. ¡Ay cómo te admiro! MONCADA.— (alarmado.) A mí, ¿por qué? EULALIA.— Por tu tesón, por tu estoicismo, por esa firmeza heroica con que recibes los tajos y mandobles de la adversidad.
MONCADA.— (impaciente y mal humorado.) Pero qué, ¿me preparas para alguna mala noticia? EULALIA.— No se trata de eso. A no ser que tengas por mala noticia la de que tu hija Victoria profesará dentro de quince días. (Gesto de indiferencia en Moncada.) ¿Y tampoco te importa saber que la Superiora le permite pasar tres días en tu compañía? MONCADA.— ¿A Victoria? EULALIA.— Sí... La tendrás aquí esta tarde con Sor María del Sagrario, la hermanita del Socorro que ha pedido Rius para asistir a su suegra.
MONCADA.— Bien venida sea mi adorada hija... Pero de veras, ¿no tienes alguna nueva desastrosa que comunicarme? EULALIA.— ¿Y qué?... ¿No hemos nacido para padecer? Tus penas son mis penas.
¿No estoy aquí para compartirlas, para consolarte? HUGUET.— ¡Oh!, sí... el consuelito espiritual.
EULALIA.— ¿Qué tiene que decir el bueno del agente? (Amoscada.) Estos hombres descreídos, metalizados, idólatras del becerro de oro...
HUGUET.— ¿Pero dónde está ese becerro, señora! Dígame usted dónde está el becerro.
EULALIA.— A usted, Facundo, que es ya cosa perdida, nada tengo que decirle...
Tú, querido hermano mío, te salvarás porque has padecido y padeces... El Señor te ha probado.
MONCADA.— Bien lo veo... Pero dime, ¿ha concluido ya? Tú, que conoces lo de arriba, ¿puedes asegurarme que terminaron las pruebas? EULALIA.— (con severa convicción.) Quizás no... Mejor para tu alma. Alégrate.
MONCADA.— Alegrémonos pues.
EULALIA.— Y bendice la mano que te hiere.
MONCADA.— Pues la bendigo... Ahora... pega.
HUGUET.— (con intención.) No; si hoy no trae el rayo de las malas noticias.
EULALIA.— ¿Y si trajera el iris de las esperanzas risueñas? MONCADA.— (incrédulo.) ¿Iris, tú...? EULALIA.— Yo, sí.
MONCADA.— (esperanzado.) ¿De veras? EULALIA.— (con sequedad.) No, no es nada. (No debe saberlo todavía.) MONCADA.— (resignado.) Adelante la adversidad.
EULALIA.— Adelante. (Con afectada emoción.) Querido hermano mío, cuando Dios te pone en el yunque, y bate y machaca, por algo será.
MONCADA.— (meditabundo.) Por mis pecados... sí.
EULALIA.— Tú lo has dicho... ¿Quieres oír un juicio sano y leal?... Pues llueven sobre ti tantas desdichas por el olvido en que tienes las prácticas religiosas.
(Movimiento de disgusto en Moncada y de sorpresa en Huguet.) No, si ya sé que eres dadivoso... Pero no basta dar dinero a los franciscanos para que acaben el campanario... No se llega al Cielo elevando torres para encaramarse por ellas.
MONCADA.— Déjame, te digo.
EULALIA.— Diré la verdad aunque te duela, la verdad, medicina que entra por los oídos y anida en el cerebro, como la paciencia anida en el corazón... El Señor te aflige y te afligirá más todavía porque has olvidado sus leyes sacrosantas, devorado por la fiebre mercantil y por el afán de acumular riquezas. (Con acrimonia.) Y no estás ya en edad de atender más a los negocios que a la suprema especulación de salvar tu alma, porque el mejor día viene la cobradora fea con la libranza del vivir vencida, y tienes que pagar a toca teja, dando tu cuerpo a los gusanos y tu alma a la eternidad. Y te llaman a juicio; y allá, el ángel que pesa y apunta, te preguntará por tus buenas acciones, no por las del Banco, ni por el mayor o menor capital que tengas en cuenta corriente o en caja... Y entonces será el rechinar de dientes y el decir... ¡maldita riqueza, malditos negocios, y maldito tanto por ciento...! (Moncada se ha sentado con muestras de fatiga, y aguanta el sermón sin decir nada.) HUGUET.— ¡Basta, por Dios!...