Escena IV
Dichos. MONCADA, visiblemente envejecido, apoyándose en un bastón. Entra por la escalera.
HUGUET.— Aquí está Juan.
MONCADA.— Florentina... Alcalde... (Saludando a todos.) Facundo... Yo bien, muy bien.
LA MARQUESA.— Sí; ya le veo a usted tan contento.
MONCADA.— ¿Por qué no? (Se sienta fatigado.) Tiempo era ya de que mi ánimo gozara de esta placidez. No me ocupo de nada, cómo y duermo bien... los negocios de la casa marchan admirablemente; mis hijos y mis nietos tienen salud. Me paso el día en tranquila holganza, dando de comer a los faisanes, inspeccionando las hortalizas y viendo correr el agua por las acequias. Vida nueva para mí, descanso de mi vejez, en la cual siento retoñar una segunda infancia.
LA MARQUESA.— ¡Cuánto le envidio! ¿Y ahora viene usted de los Franciscanos? MONCADA.— Como que me paso allí horas muy gratas, sobre todo cuando llueve y no puedo pasear. Daniel me acompaña, y créanlo, me ha contagiado.
JORDANA.— ¿También místico, don Juan?... ¡usted! MONCADA.— También. Nada más delicioso que soltar el espíritu dentro de la iglesia sombría y apacible, y dejarlo volar allí libremente, subir, remontarse... No hay idea de lo consoladora que es la religión cuando uno no tiene dinero, es decir, cuando no lo maneja, cuando no se siente esclavizado por el metal infame... El rezar me entretiene; las prácticas del culto me deleitan, y allí me estoy... Charlo con los padres, hablamos de lo de allá... yo me enternezco... a veces murmuramos un poco de los que viven apegados a las riquezas... celebramos las virtudes, la humildad, la pobreza de este y del otro santo, y, en fin, salgo siempre de allí con ganas de volver.
HUGUET.— Buena vida...
MONCADA.— Dulcísima, sí.
LA MARQUESA.— Pues yo, querido Juan, siento mucho turbar su serenidad angélica con mis lamentaciones. Estoy desolada.
MONCADA.— ¡Ah!, sí, ya sé por Facundo... No puedo nada, nada... Soy en mi casa un asilado a quien tratan a cuerpo de rey... HUGUET.— (a la Marquesa.) No tiene usted más solución que la que le he dicho; reunir el dinero...
LA MARQUESA.— ¿Pero cómo... dónde? MONCADA.— ¡Ah!, se me ocurre una idea. Creo que está usted salvada.
LA MARQUESA.— ¡Ay, qué alegría! MONCADA.— Mi hermana tiene dinero.
LA MARQUESA.— (desalentada.) Eulalia...
MONCADA.— Sí; yo le hablaré... Aquí está.