Skip to main content

La Loca de la Casa: Escena XVII

La Loca de la Casa
Escena XVII
    • Notifications
    • Privacy
  • Project HomeBenito Pérez Galdós - Textos casi completos
  • Projects
  • Learn more about Manifold

Notes

Show the following:

  • Annotations
  • Resources
Search within:

Adjust appearance:

  • font
    Font style
  • color scheme
  • Margins
table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Comedia en cuatro actos
  4. Personajes
  5. Acto primero Salón de planta baja en la torre o casa de campo de Moncada, en Santa Madrona.— Al fondo, galería de cristales que comunica con una terraza, en la cual hay magníficos arbustos y plantas de estufa, en cajones.— En el foro, paisaje de parque, frondosísimo, destacándose a lo lejos las chimeneas de una fábrica.— A la derecha, puertas que conducen al gabinete y despacho del señor de Moncada.— A la izquierda, la puerta del comedor, el cual se supone comunica también con la terraza.— A la derecha de esta, se ve el arranque de la escalera, que conduce a las habitaciones superiores de la casa y al oratorio.— A la derecha, mesa grande con libros, planos y recado de escribir.— A la izquierda, otra más pequeña con una cestita de labores de señora.— Muebles elegantes.— Piso entarimado.— Es de día.
    1. Escena primera
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
  6. Acto segundo La misma decoración del acto primero.
    1. Escena primera
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
    18. Escena XVIII
    19. Escena XIX
  7. Acto tercero
    1. Escena primera
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena XVII
    18. Escena XVIII
    19. Escena XIX
  8. Acto cuarto
    1. Escena primera
    2. Escena II
    3. Escena III
    4. Escena IV
    5. Escena V
    6. Escena VI
    7. Escena VII
    8. Escena VIII
    9. Escena IX
    10. Escena X
    11. Escena XI
    12. Escena XII
    13. Escena XIII
    14. Escena XIV
    15. Escena XV
    16. Escena XVI
    17. Escena última
  9. Autor
  10. Otros textos
  11. CoverPage

Escena XVII

CRUZ, VICTORIA

CRUZ.— La traidora sospecha se agarra a mí, me pica, me taladra, como un insecto que quiere labrar su casa dentro de mí... y me va comiendo y horadando... y horadándome y comiendo... (Inquieto y con fiereza.) Siento en mí la crueldad de mis tiempos de lucha... Bien venida sea. Así me gusto más, porque me reconozco en mi ser efectivo. Me pesa, sí, me pesa haberme dejado inclinar a ciertas blanduras de carácter... ¡Si es lo que digo! Donde quiera que entra una hembra, sobre todo, si es mestiza de ángel y mujer, se trastorna la armonía humana, desaparece la estricta rectitud, y los malos pagadores sacan los pies del plato.

VICTORIA.— (entrando presurosa.) ¿Pero ya concluiste? CRUZ.— (disimulando.) Si no he podido empezar... Traté de meterme en uno de los hornos; pero están aún muy calientes. Por poco me abraso. (Mostrando sus manos y cara.) VICTORIA.— ¿Quieres lavarte? CRUZ.— Ahora no. Estoy echando fuego.

VICTORIA.— Bien se ve. Tu cara despide lumbre.

CRUZ.— Estoy horrible, ¿verdad? VICTORIA.— Horroroso.

CRUZ.— Mejor. (¡Si me vieras por dentro!) VICTORIA.— ¿Quieres tomar algo? CRUZ.— Dame vino. Necesito refrescar mi sangre.

VICTORIA.— Echándole más fuego... Voy.

CRUZ.— (deteniéndola.) Dime, ¿quién ha estado aquí mientras yo...? VICTORIA.— ¿Aquí?, no sé; no he visto a nadie.

CRUZ.— Tráeme el vino. (Sale Victoria por la izquierda.) Me engaña. Ya me iba yo acostumbrando a no temer su santidad, a mirarla como un juego infantil, una monada, vamos... Pero si me vende con sus arrumacos de criatura celestial... No sé lo que haría... Creo que se me quitará el amor que le tengo... sí... se me quitará. Y si no se me quita, me lo quitaré yo, me lo arrancaré...

VICTORIA.— Aquí tienes. (Deja sobre la mesa botella y vaso.) No bebas mucho.

CRUZ.— (llenando el vaso.) No te vayas... Tengo que hablarte.

VICTORIA.— ¿Qué quieres? CRUZ.— El talón que te di... (Bebe tranquilamente.) VICTORIA.— (¡Jesús sea conmigo!) CRUZ.— ¿Ha venido Rius por él? VICTORIA.— No.

CRUZ.— Pues devuélvemelo.

VICTORIA.— (después de una pausa en la cual recobra su serenidad.) No lo tengo.

CRUZ.— ¡Que no lo tienes! VICTORIA.— No. Bien claro te lo digo.

CRUZ.— ¿Con toda esa frescura? ¡Ah, me lo temí! Has dado el talón a esa familia de intrigantes y santurrones para que puedan seguir burlándose de las leyes, poseyendo lo que por sus desórdenes deben perder.

VICTORIA.— (con resolución.) Se lo he dado a esa valerosa mujer, a esa heroína, para que se defienda de tu codicia infame.

CRUZ.— (con violencia, que quiere dominar.) ¿Cómo se llama lo que has hecho? VICTORIA.— (con firmeza.) ¡Justicia! CRUZ.— (con sarcasmo.) ¡Justicia!... ¿Y esa manera de entenderla es lo que, según tus ideas, debemos llamar santidad...? VICTORIA.— Dale el nombre que quieras. (Con perfecta entereza.) Lo que hice...

bien hecho está. Somos ricos, y todo nos sobra. Florentina es pobre, y todo le falta.

Dios me ha inspirado este acto, y ha querido, por mediación de la loca de la casa, confundir tu soberbia y castigar tu brutalidad.

CRUZ.— (levantándose airado.) ¿Y me lo dices así? ¿No tiemblas? VICTORIA.— ¡Temblar yo! No me conoces. ¿Qué puedes hacerme? Quitarme la vida, esta vida que... con decir que te la he dado, se dice lo poco que vale...

Mátame. Preparada estoy. Bien cerca tienes el arma.

CRUZ.— ¡Victoria! (Vacilando entre la fiereza y la confusión o desconcierto de la voluntad.) ¿Crees que me conmueves con esas trapacerías de santita remilgada? Bien sabes tú que no he de matarte. ¿A qué te haces la víctima heroica? (En tono severo.) En fin, cabeza destornillada, imaginación enferma, reconoce que has cometido una grave falta, y disponte a restituirme lo que me has quitado.

VICTORIA.— ¿Restituir? No; está en buenas manos.

CRUZ.— (descomponiéndose.) No sé cómo tengo calma. Yo te mando que vayas en busca de esa vieja embaucadora, y le digas que te equivocastes... Aún será tiempo.

(Victoria hace signos negativos con la cabeza.) ¿No?... ¿No me obedeces? VICTORIA.— En esto no puedo.

CRUZ.— (amenazador.) Pues yo te juro que así no quedará... No mereces mi cariño; no lo mereces; debiera aborrecerte... como tú a mí.

VICTORIA.— Yo no te aborrezco. Mi Dios me prohibe el odio. Tú no comprendes esto, alma petrificada en el egoísmo. Tú no quieres a nadie; te adoras a ti propio, contemplándote en el espejo de tu riqueza.

CRUZ.— (después de dar vueltas por la escena, como aturdido.) No es eso, no.

Óyeme... Ya sabes... te lo he dicho mil veces en nuestros coloquios íntimos: la riqueza es en mí la pasión dominante, el ser de mi ser. Nada puedo contra esa pasión. ¿Será por ley de mi naturaleza? ¿Será por vicio adquirido con la virtud del trabajo? No sé mas, sino que soy como soy. Y si alguien me quita lo mío, paréceme que el cielo se desploma, y la idea de perdonar se me representa como una negación de mí mismo... Fuera de esto, yo te quiero: bien lo sabes. Eres la única persona que ha despertado en mí un sentimiento... ¿cómo llamarlo?, no sé.

Soy muy torpe para encontrar términos de galantería. Pero el cariño que te tengo no disminuye la otra pasión, la principal, la madre, sino que más bien la fortifica.

Amo mi dinero por mí, por ti, y por los hijos que has de darme.

VICTORIA.— No te los daré... ¡Perpetuar tu raza! Dios no lo consentirá.

CRUZ.— (airado y receloso.) No me lo digas, que me vuelves loco. Todo menos eso, Victoria. (Cogiéndole la mano y sacudiéndola con fuerza.) VICTORIA.— Suéltame.

CRUZ.— Pues no me quites la ilusión que me alienta... VICTORIA.— ¡Imposible cegar el abismo que se abre entre nosotros! (Llorando.) ¡Si tú aprendieras a ser compasivo, si tu corazón perdiera esa insensibilidad marmórea, y llegaras a curarte del estúpido orgullo de poseer, y poseer, y poseer...! CRUZ.— (interrumpiéndola.) Imposible, imposible. Porque si desaparecieran del mundo el oro y la plata, y volviéramos al estado salvaje, yo, José María Cruz, sería siempre el mismo: con cuatro piedras y un par de troncos constituiría nueva propiedad al instante, y con rugidos, dentelladas y zarpazos de fiera, andando a cuatro patas, la defendería de quien intentara quitármela. No te empeñes en que yo sea de otro modo que como soy... Sométete y no me prediques más, ni trates de corregirme... (Bruscamente.) Ea, diles que te devuelvan el talón... Ve... pronto, antes que vayan a cobrarlo...

VICTORIA.— No puede ser.

CRUZ.— (con fiereza.) ¡Te lo mando! VICTORIA.— Si sabes que no te temo, ¿a qué esos rugidos? CRUZ.— ¡Ah!, te casaste conmigo sin amor, por el vil interés, como decís los beatos...

VICTORIA.— ¡Y me lo echas en cara! Pues bien, reconozco que es cierto. Me casé contigo... porque eras millonario... nada más que por eso. Ya ves si soy franca. Fue una locura, una genialidad. Llevome hacia ti... ¿Te lo digo? ¿Quieres conocer hasta los últimos repliegues de mi pensamiento?... Arrastrome hacia ti una vaga aspiración religiosa, y además de religiosa... (Buscando la palabra.) CRUZ.— ¿Qué? VICTORIA.— (encontrando la palabra.) Socialista... así se dice... la idea de apoderarme de ti, invadiendo cautelosamente tu confianza, para repartir tus riquezas, dando lo que te sobra a los que nada tienen... para ordenar las cosas mejor de lo que están, nivelando ¿sabes?, nivelando...

CRUZ.— (con violencia.) Cállate; no me provoques... Si eso fuera verdad tendría que exterminarte...

VICTORIA.— Pues empieza ya tu obra de exterminio... Dime, fuera de mi locura de hoy, ¿tienes alguna queja de mí? CRUZ.— Ninguna. Pero esta es atroz, horrorosa...

VICTORIA.— Déjame seguir. ¿Te he dado motivo de celos? CRUZ.— (receloso.) ¿Por qué me lo preguntas? VICTORIA.— Por preguntarlo.

CRUZ.— Pues hasta hoy no... Hoy sí... Te miraba como una mujer exceptuada de las flaquezas humanas. (Después de mirarla atentamente a los ojos, es asaltado de violenta zozobra.) Dime; dímelo pronto. Mientras yo estaba en la fábrica, ¿hablaste con la Marquesa y con su hijo? Ellos de aquí salían.

VICTORIA.— Te he dicho que no les vi.

CRUZ.— Antes creía en tu palabra. Ya no. La verdad, quiero la verdad. ¿Ese beato ha estado aquí alguna vez? VICTORIA.— No recuerdo...

CRUZ.— ¡También desmemoriada! Me hieres en lo más vivo... Yo te quiero, yo te quise...

VICTORIA.— ¡Celos tú!... Si en tu corazón no hay más que una fibra sensible, la que te duele cuando no cobras...

CRUZ.— No, no, que hay más... hay otras, que también me duelen... ¡Y en tu conducta se juntan dos agravios, y los dos van derechos al corazón!... Me sustraes mi propiedad para dársela... ¡a quién!... ¿Qué es esto?, explícamelo... Te creí pura, ya no... Dudo... ¿Cómo no dudar? ¡Desdichada, arrodíllate delante de mí, y pídeme perdón! Devuélveme lo que me quitaste. (Con desvarío brutal.) Pruébame que desprecias a ese hombre... Discúlpate... ¡Mi dinero, mi honor!... Lo mío, lo mío, lo que me pertenece, lo que nadie me puede quitar, lo que es... yo mismo...

(Cogiéndola por los hombros, la sacude violentamente.) Victoria, que me trague ahora mismo la tierra si no hago un escarmiento horrible, una justicia de estas que satisfacen por entero... hartarme de castigo, de venganza, de legalidad, porque esto es ley, justicia... Debo defenderme, debo castigarte, debo corregirte, debo...

VICTORIA.— (sofocada, logrando desasirse.) ¡Ay!... espera, oye.

CRUZ.— ¿Qué... te disculpas...? ¿Confiesas tu delito? VICTORIA.— ¡Delito... disculparme! ¿De qué, si soy inocente? Sólo te digo que he mandado el talón a la Marquesa, y que nada me importa su hijo.

CRUZ.— ¡Me engañas...! VICTORIA.— Puedes creerlo o no, según te acomode.

CRUZ.— Buscaré la verdad... (Llamando.) A ver, ¡Lluch!

Annotate

Next / Sigue leyendo
Escena XVIII
PreviousNext
Powered by Manifold Scholarship. Learn more at
Opens in new tab or windowmanifoldapp.org