Escena III
Dichos. JORDANA
LA MARQUESA.— ¿Pero cuándo empieza esto, Jordana? JORDANA.— Son las tres, señora.
LA MARQUESA.— ¡Qué satisfacción sentirá usted al convocar a sus amigos para ceremonia tan bella, en este soberbio edificio...! DANIEL.— Habrá usted perdido la esperanza de que ese sátrapa de Cruz lo termine.
JORDANA.— Las perdí; pero las he recobrado otra vez. Yo no desmayo; yo siempre espero. (En tono confidencial.) Ya tienen ustedes noticia de la disidencia matrimonial.
LA MARQUESA.— Sí.
JORDANA.— Yo aspiro a conseguir la reconciliación.
DANIEL.— ¡Usted!...
JORDANA.— Sí; me meto a componedor y a diplomático, con la esperanza de que mis buenos oficios se me paguen en ladrillo contante y sonante, o en sillería.
DANIEL.— ¡Ay, qué inocente! JORDANA.— No tanto como usted cree. He descubierto que el publicano ama locamente a su mujer... Anoche, me le encontré en un estado de locura que daba miedo. Rugía como un tigre de malas pulgas, y toda silla en que se sentaba se partía en sin fin de pedazos. Tiznado y sudoroso de haber andado en los hornos de la fábrica, con la blusa hecha girones, que agrandaba clavándose las uñas en los brazos, era la estampa de un Lucifer de la clase obrera, enviado del Infierno para traernos la nivelación social. Su fuerza física parece duplicarse con la cólera que arde en su pecho hercúleo, y esta mañana... a un infeliz capataz que no entendía sus órdenes, le cogió... así... y ¡zas!, al estanque de remojo.
LA MARQUESA.— ¿Y le tiró? JORDANA.— Como que por poco se ahoga. Hoy ha despedido a mucha gente. La mitad de los operarios en la calle.
DANIEL.— Es un castigo del cielo ese hombre.
JORDANA.— Hoy no se oyen en la fábrica más que llantos, gemidos, imprecaciones. Parece aquello el cautiverio de Babilonia.
UNA HERMANA DE LA CARIDAD.— (entrando por la puerta pequeña del fondo. Esta queda abierta, y por ella se ve mesa puesta como para un refresco.) Don Manuel, a ver si la mesa está a su gusto.
JORDANA.— Voy en seguida. (Vase la Hermana de la Caridad.)