Escena II
LA MARQUESA, DANIEL, que sale de la iglesia poniéndose el sombrero. Calla el órgano.
LA MARQUESA.— Pronto te has cansado por cierto. El hermoso ritual, que antes era tu delicia, te aburre ya.
DANIEL.— (con desabrimiento.) Sí, me fastidia, me causa pena. No sé qué siento, ni qué nueva crisis es esta por que pasa mi espíritu, después de la horrible escena de anteayer en la fábrica.
LA MARQUESA.— Horrible, sí; (alarmada) pero sin consecuencias.
DANIEL.— Salvo la gran enseñanza que me ha traído. (Asombro de la Marquesa.) Sí; aquel arrebato, en que a punto estuve de cometer un homicidio, ha sido para mí revelación del mayor engaño de mi existencia. Te lo diré más claro. Yo creía sujetas y para siempre vencidas mis pasiones; creíme llamado a una vida pura y a la gloriosa obscuridad del estado eclesiástico... ¡Mentira, farsa! Un instante de cólera ciega destruyó la ilusión en que por tantos meses he vivido. Fue como el despertar de un estúpido sonambulismo. Aquel sacudimiento me hizo volver en mí; y al resquebrajarme, como la tierra después de un terremoto, salieron otra vez las pasiones, los deseos desordenados, todo mi ser antiguo... Claramente veo ya que mi religioso entusiasmo era un artificio del espíritu para engañarse a sí propio...
transformación mágica de mi idolatría por esa mujer; idolatría que no disminuye, más bien aumenta, al dejar de creerla celestial.
LA MARQUESA.— (asustada.) ¡Hijo mío, por Dios!... Desecha esas ideas...
DANIEL.— En fin, mamá, ya no seré religioso. Me lo impide este nidal de serpientes que en mí he descubierto, que ya me invaden, me cogen por aquí y por allá. Están hambrientas, y en un instante se han comido todo el misticismo que encontraron dentro de mí.
LA MARQUESA.— Pues mejor. Sosiégate. (Acariciándole.) ¡Daniel, hijo mío!...
DANIEL.— (con efusión.) Madre querida, necesito revelarte todo lo que siento, todo, todo, hasta lo más horrible. ¿A quién sino a ti puedo y debo descubrirme por entero? LA MARQUESA.— Sí, dímelo todo. Yo te consolaré.
DANIEL.— La salida de Victoria de la casa conyugal me trae un nuevo sacudimiento, un nuevo trastorno. ¡Increíbles fases de la pasión en nuestra alma, según se nos va presentando la persona que la inspira! ¿Ella religiosa?, yo también.
¿Ella casada?, yo demente... y por fin...
LA MARQUESA.— (asustada.) ¿Qué quieres decir? DANIEL.— Que al verla huir de su tirano pensé que me amaba; creí que me sería fácil arrastrarla a la infidelidad...
LA MARQUESA.— (horrorizada.) ¡Hijo mío, tú, tú, tan piadoso... tan bueno...! DANIEL.— (con exaltación.) ¿Piadoso yo? ¡Vana, ridícula ilusión! Con ella, con Victoria... me gustaría el Infierno.
LA MARQUESA.— Calla... Temo por tu razón...
DANIEL.— Satanás entró en mí... Aquí, aquí le tengo. Si Victoria confirmase con una palabra el ansia que me devora, huiría con ella al último confín del mundo.
LA MARQUESA.— ¿Y me abandonarías? ¿Abandonarías a tu madre? DANIEL.— (después de vacilar.) Sí... ya ves cómo no te oculto nada, ni lo más indigno.
LA MARQUESA.— (llorando.) ¡Increíble ingratitud! DANIEL.— (abrazándola cariñosamente.) No, no temas. Ya no hay peligro.
LA MARQUESA.— ¿Por qué? DANIEL.— Porque esa palabra, que a las mayores locuras me lanzaría... Victoria no la ha pronunciado (con profunda amargura) ¡ni la pronunciará! Acerqueme a ella ayer, muerto de ansiedad. Su mirada, el timbre de su voz, sus palabras terminantes me revelaron los sentimientos que le inspiro... Nada; una afabilidad compasiva que me dejó helado, yerto... arrancándome hasta la última esperanza. Ni por el camino del bien, ni por el del mal, ni por Dios, ni por Satán, será mía esa mujer... Y esta firme persuasión me convierte en un ser mecánico... Un resto de razón me dice que debo vivir, y volver a la vida seglar y ordinaria, al trabajo y a las obligaciones.
LA MARQUESA.— Eso... eso... ¡Gracias a Dios!... Victoria no te ama. Es casada y virtuosa. No pienses en ella, no te dejes tentar del Demonio maldito.
DANIEL.— (con profunda tristeza.) ¡Ay! Si no te hubiera tenido presente en mi alma, ayer, después de la entrevista con Victoria, me habría quitado la vida.
LA MARQUESA.— (abrazándole conmovida.) No digas tal... ¡Ay, me matas! DANIEL.— No temas... Debo vivir para ti, madre querida... Verás, verás cómo me porto. En un par de años de bufete ganaré lo bastante para comprarte una finquita mejor que el Clot.
LA MARQUESA.— (con amargura.) ¡Ay, no me recuerdes el bien perdido! DANIEL.— (exaltándose.) ¡Vil, execrable usurero, publicano infame! LA MARQUESA.— (calmándole.) No le nombres... calla. Víctimas inocentes, condenamos al olvido a nuestro verdugo.
DANIEL.— No puedo olvidarle, no puedo. Es mi pesadilla, mi idea dominante.
Amarga savia de mi existencia, es el odio que le tengo... Y si me tropiezo con él otra vez, si me provoca, aunque sólo sea con su mirar insolente, soy hombre perdido.
LA MARQUESA.— Por Dios, no me asustes... Mira, hijo; conviene que nos volvamos pronto a Barcelona...
DANIEL.— ¡Oh!, sí, mañana...
LA MARQUESA.— Esta tarde misma... ¿Quieres? DANIEL.— Sí... Sácame de este suplicio, de este peligro inmenso.