Escena X
VICTORIA; después SOR MARÍA DEL SAGRARIO.
VICTORIA.— Su inmenso dolor me traspasa el alma. Temo que en un rapto de desesperación... ¡Dios mío, aparta de su espíritu toda idea que no sea la de confiar ciegamente en tu infinita misericordia!... (Sintiendo nuevamente la vibración interior.) Otra vez... Otra vez la ráfaga... (Se aprieta la frente.) Esto no puede ser...
¡Oh!, sí... ¿por qué no? Lo difícil no existe... es una ilusión, un fantasma creado por nuestra flaqueza... Nada hay imposible... ¿Pero tendré valor para...? (Con mucho brío.) Sí, sí... por ver sonreír a mi padre sería yo capaz de arrojarme ahora mismo en una sima tenebrosa llena de culebras y de inmundos reptiles... sería yo capaz de arrojarme... (Meditabunda y vacilante.) ¡Ah! ¿Quién puede responder de su propio valor antes de probarlo? No sé, no sé... Mi mente se enturbia, mi voluntad desfallece... Dios, Redentor mío, dame luz. Que vea yo si esta temeraria idea viene de ti... Sí, de ti viene. ¿Pues de quién si no? SOR MARÍA.— (que entra por el foro.) Niña, adiós.
VICTORIA.— Pero ¿ya...? SOR MARÍA.— Sí, mi enferma murió anoche. Me voy con las dos hermanas del hospitalito de San Lázaro, que hoy regresan a Barcelona. Me ha dicho tu papá...
ahora salía de aquí con ese joven... que te quedas unos días más. No habrá inconveniente, creo yo. Se lo diré a la Superiora. Podrás irte con las dos hermanas que saldrán de servicio el sábado próximo.
VICTORIA.— (abstraída, siéntase fatigada.) ¿Sabe usted que...? (Apoyando la frente en palma de la mano, con muestras de desfallecimiento.) SOR MARÍA.— ¿Qué tienes? Ya... desconsuelo por verme partir. De buena gana te irías conmigo.
VICTORIA.— ¡Oh, no!... ahora no. SOR MARÍA.— ¿Estás enferma? VICTORIA.— No sé... Siento una inquietud, un sobresalto... Dios quiere someterme a una prueba tremenda, la más grande que es posible imaginar.
SOR MARÍA.— ¡Pobrecita! ¿Y qué prueba es esa? Ya me la contarás cuando vuelvas allá.
VICTORIA.— Dígame usted, hermana Sagrario, ¿y si no volviera? SOR MARÍA.— ¿Qué dices? VICTORIA.— Hábleme con franqueza. Si yo abandonara el Socorro... y como novicia bien puedo retirarme... si yo no profesara, digo, y volviera al siglo, ¿qué pensaría usted, qué las Hermanas y la Madre? SOR MARÍA.— ¡Qué disparates se te ocurren! (Ah, Virgen Santísima, ya entiendo... ese caballerito que salía de aquí con don Juan... sin duda, retoña la malicia de aquel noviazgo.) Pero dime, ¿de veras piensas...? VICTORIA.— No, no haga usted caso. Es una idea, una pícara idea que me acosa.
Se parece a la ambición en grado sublime; aseméjase también a la caridad. Trato de arrojarla de mí, y vuelve; se pone en acecho delante de mi alma, fascinándola con un mirar hermoso y terrible. El alma, al verse acometida de tal idea, tiembla, y al propio tiempo se llena de una luz... (Con arrobamiento.) No sé cómo expresarlo...
de una luz que no es esta lucecilla que en el mundo visible nos rodea.
SOR MARÍA.— ¿No estás contenta en el Socorro? VICTORIA.— Sí.
SOR MARÍA.— ¿Te parece demasiado estrecha y trabajosa nuestra vida? VICTORIA.— No lo bastante. Aún puede haber otra más trabajosa, más ruda, más difícil, aunque exteriormente no lo parezca.
SOR MARÍA.— (confusa.) No sé... no te entiendo.
VICTORIA.— Quizás no suceda lo que he dicho; pero si sucediese, dirán de mí las Hermanas: "¡Ah!, la extravagante, la soñadora, la de ambicioso espíritu, la que nunca se sacia de lo espinoso y difícil... nos abandona hostigada de su imaginación inquieta y voluble". Paréceme que las oigo... Pero no me importa. El Señor, que ve mis resoluciones, conoce la intención de ellas.
SOR MARÍA.— ¿Pero qué resoluciones? Hace poco, hablando un día las dos ante aquella pobre Hermana que murió de cáncer, me decías: "Yo quiero ser mártir, pero mártir de verdad".
VICTORIA.— Pues ahora se me presenta la ocasión.
SOR MARÍA.— ¿Ocasión de martirio? VICTORIA.— Sí.
SOR MARÍA.— ¿Te crucifican? VICTORIA.— Materialmente, no. Pero un suplicio lento es más atroz, y, por tanto, más meritorio que el de clavarnos manos y pies en un madero.
SOR MARÍA.— (asustada.) Victoria, hija mía, tu ánimo está perturbado... No resuelvas nada sin consultar... Mira, ahí tienes al padre Serra, tu confesor antes de entrar en el Socorro.
VICTORIA.— (levantándose presurosa.) ¿Dónde? ¿Le ha visto usted? SOR MARÍA.— Sí; por ahí. (Señalando al parque.) Hablamos un rato.
Contemplaba las flores, y se sentaba en todos los bancos que encontraba. El pobrecito es tan viejo, que apenas puede andar.
VICTORIA.— ¿Y entró en casa? SOR MARÍA.— Sí, por la puerta que conduce al oratorio de tu mamá; arriba.
Consúltale.
VICTORIA.— Ahora mismo. ¿A quién mejor que al grande amigo de mi familia, al que mi madre veneraba como a un santo...? SOR MARÍA.— Ea, yo me voy. No quiero hacer esperar a las Hermanas.
Reflexiona, Victoria; no te arrebates. Ya sabes lo que dice nuestra Madre. El entusiasmo es siempre un estado sospechoso, y hay que precaverse contra él. Vale más tomarlo todo con calma, hasta la salvación. Así es más segura. Porque en los raptos de la mente hay casos de equivocaciones, ¿sabes?... En fin, consulta, consulta con ese santo varón.
VICTORIA.— Consultaré... Adiós. (Le besa la mano llorando.) SOR MARÍA.— (¡Pobre criatura! Es toda bondad, pureza y amor... Pero su cabeza, digan lo que quieran, no rige bien.) Vamos, ¿por qué lloras? ¡Hermana mía, si nos hemos de ver allá... si has de volver! (Victoria continúa llorando sin poder hablar.) Pues acabarás por afligirme también a mí.
VICTORIA.— Adiós, adiós. (Haciendo un esfuerzo se separan. Vase Sor María del Sagrario por el foro.)