VII
Silencio en las filas. Detuviéronse los cuerpos que ya iban en marcha, y desde el primero al último soldado prestamos atención al tiroteo, que sonaba delante de nosotros, a la derecha del camino y a bastante distancia. Corrieron por las filas versiones contradictorias. Yo me alzaba sobre los estribos, procurando distinguir algo. Sonó nuevamente el tiroteo, más vivo aún, y más cercano, y en la vanguardia se operaron varios movimientos, cuyas oscilaciones llegaron hasta nosotros. Sin duda, algo grave ocurría; el ejército todo se estremeció desde su cabeza hasta su cola. Largo rato permanecimos en la mayor ansiedad, pidiéndonos unos a otros noticias… Por último, un oficial, que a escape venía del Estado Mayor, nos sacó de dudas, confirmando lo que en todo el ejército no era más que una halagüeña sospecha. ¡Los franceses, los franceses venían a nuestro encuentro! Teníamos enfrente a Dupont con todo su ejército, cuyas avanzadas principiaban a escaramucear con las nuestras. Cuando nosotros nos preparábamos a salir para buscarle en Andújar, llegaba él a Bailén, de paso para la Carolina, donde creía encontrarnos. Todos pusimos atento el oído, y al fin nos reconocimos, sin vernos, porque el corazón a unos y a otros nos dice: «Ahí están».
Los generales empezaron a señalar posiciones. Todas las tropas que aún permanecían en la entrada del pueblo se pusieron en marcha. Corrimos un rato por terreno de ligera pendiente; bajamos después, volvimos a subir, y al fin se nos mandó hacer alto. Sentimos camino abajo, y como a distancia de tres cuartos de legua, más vivo tiroteo, que cesó al poco rato, reproduciéndose después a mayor distancia. Las avanzadas francesas retrocedían y Dupont tomaba posiciones.
No veíamos nada, a no ser vagas formas del suelo a lo lejos; las manchas de olivos nos parecían gigantes y las lomas de los cerros el perfil de un gigantesco convoy. Un accidente noté que prestaba extraña tristeza a la situación: era el canto de los gallos que a lo lejos se oía, anunciando el día y llamando a los hombres a la guerra.
De repente, una granada visitó con estruendo nuestro campo, reventando hacia la izquierda, por donde estaban los generales. Era como un saludo de cortesía entre dos guerreros que se van a matar; un tanteo de fuerzas una bravata echada al aire para explorar el ánimo del contrario. Nuestra artillería, poco amiga de fanfarronadas, calló. Sin embargo, los franceses, ansiando tomar la ofensiva, con ánimo de aterramos, acometieron a una columna de la vanguardia que se destacaba para ocupar una altura.
La claridad del naciente día nos permitió apreciar todo el campo. El centro de la fuerza española ocupaba la carretera con la espalda hacia Bailén, de allí poco distante; a la derecha del camino, por nuestra parte, se alzaban pequeñas lomas, que a lo lejos subían lentamente hasta confundirse con los primeros estribos de la sierra; a la izquierda también había un cerro, pero éste caía después en la margen del río Guadiel, casi seco en verano, y que desemboca en el Guadalquivir cerca de Espeluy. Teníamos a un lado y otro del camino, poderosa batería de cañones, apoyada por considerables fuerzas de infantería; a la izquierda estaba Coupigny con los regimientos de «Bujalance», «Ciudad Real», «Trujillo», «Cuenca», «Zapadores» y la caballería de «España»; a la derecha estábamos, además de la caballería de «Farnesio», los tercios de «Tejas», los «suizos», los «valones», el regimiento de «Ordenes», el de «Jaén», «Irlanda», y voluntarios de «Utrera». Mandábanos el brigadier don Pedro Grimarest. Los franceses ocupaban la carretera por la dirección de Andújar, y tenían su principal punto de apoyo en un espeso olivar situado frente a nuestra derecha: por consiguiente, servía de resguardo a su ala izquierda. Asimismo, ocupaban los cerros del lado opuesto con numerosa infantería y un regimiento de coraceros, y a su espalda tenían el arroyo de Herrumblar, también seco en verano, que habían pasado. Tal era la situación de los dos ejércitos cuando la primera luz nos permitió vernos las caras. Creo que unos a otros nos vimos recíprocamente muy feos.
—¿Sabéis lo que me ordenó mi señora madre que hiciera al comenzar la batalla? —nos dijo nuestro amo don Diego—. Pues que rezara un Avemaría con toda devoción. Ha llegado el momento. «Dios te salve, María…, etc.».
El mayorazguito continuó en voz baja el Avemaría que había empezado en alta voz, y todos los de la fila, amparando nuestro apego a la vida con un pensamiento religioso, nos descubrimos y mascullamos la respuesta: «Santa María…».
Aún resonaba en el aire la fervorosa invocación cuando un estruendo formidable retumbó en las avanzadas de ambos ejércitos. Las columnas francesas del ala derecha se desplegaron en línea y rompieron el fuego contra nuestra izquierda.
Tras las primeras descargas de las líneas francesas, éstas se replegaron y avanzando la artillería disparó varios tiros a bala rasa. Ponían ellos en ejecución su táctica propia, consistente en atacar con mucha energía sobre el punto que juzgaban más débil, para desconcertar al enemigo desde los primeros momentos. Algo de esto lograron al principio, pero nosotros teníamos excelente artillería, y disparando también con bala rasa las seis piezas colocadas en la carretera y a sus flancos; el centro francés se resintió al instante y para reforzarlo tuvo que replegar su ala derecha, produciendo esto un pequeño avance de la división de Coupigny. Entre tanto, las columnas ocultas entre los árboles salieron y se desplegaron, arrojando un diluvio de balas sobre el frente del ala derecha. Desde entonces, el fuego, corriéndose de un extremo a otro, se hizo general en el frente de ambos ejércitos. La caballería, brazo de los momentos terribles, permanecía detrás, quieta y relinchante, conteniéndose con sus propias riendas.
Atacada nuestra izquierda por los franceses con valentía pasmosa, nuestros batallones de línea retrocedieron un momento. Creyérase que abandonaban su posición al enemigo, pero bien pronto se rehicieron, tomando la ofensiva al amparo de dos bocas de fuego y de la caballería de «España», que cargó a los franceses por el flanco. Vacilaron un tanto los imperiales de aquella ala, y gran parte de las fuerzas que habían salido del olivar se transportaron al otro lado. Su artillería hizo grandes estragos en nuestra gente, mas con tanta intrepidez se lanzó ésta sobre las lomas que ocupaba el enemigo y el río Guadiel, con tanta bravura y desprecio de la vida afrontaron los soldados de línea la mortífera bala rasa y las cargas de la caballería del general Privé, que llegaron a dominar tan fuerte posición.
Mientras esto pasaba, los de la derecha se sostenían a la defensiva y el centro cañoneaba para mantener en respeto al enemigo, porque casi gran parte de la fuerza había acudido a la izquierda; pero una vez que se oyeron los gritos de júbilo de los soldados de ésta, posesionados de la altura, antes en poder de los franceses, y cuando se vio a éstos aglomerarse sobre su centro, dióse orden de avance a las seis piezas del nuestro, y por un instante el pánico y desorden del enemigo fueron extraordinarios. Para concertarse de nuevo y formar otra vez sus columnas tuvieron que retroceder al otro lado del puente del Herrumblar. Viéndoles en mal estado se trató de lanzar toda la caballería en su persecución, pero varias de sus piezas, desmontadas por nuestras balas, obstruían el camino, también entorpecido por los espaldones que habían empezado a formar. Hasta entonces sólo habíamos sido atacados por una parte de las fuerzas enemigas, pues la división de Barbou, algo rezagada, no estaba aún en el campo francés.
Los franceses no tardaron en intentar la adquisición del puente perdido. Su primer ataque fue débil, pero el segundo violentísimo. Oí contar, en la tarde de aquel mismo día, a un soldado de los tiradores de Utrera, presente en aquel lance, que los franceses, en su mayor parte militares viejos, cargaron a la bayoneta con furia sublime, que producía en los nuestros, además del desastre físico, una gran inferioridad moral. Me dijo que se espantaron, que en un momento viéronse pequeños, mientras que los franceses se agrandaban, presentándose como una falange de millones de hombres; que los vivas al emperador y los gritos de cólera eran tan furiosamente pronunciados que parecían matar también por el solo efecto del sonido, y que, últimamente, sintiendo los de acá desfallecer su entusiasmo y al mismo tiempo un repentino, invencible cariño a la vida, abandonaron aquel puente mezquino, ardientemente disputado por dos naciones, y que al fin quedó por Francia. El efecto moral de esta pérdida fue muy notable entre nosotros. Advirtióse claramente en todo el ejército como un estremecimiento de inquietud que, partiendo de aquel gran corazón de diez y ocho mil corazones, se transmitía al tembloroso fusil, asido por la indecisa mano.
La pérdida del puente sobre el Herrumblar motivó un cambio de nuestras posiciones. Los generales conocían la inminencia de un ataque terrible, los soldados viejos la preveían, los bisoños la sospechábamos, y nuestros caballos, reculando y estrechándose unos contra otros, olían en el espacio, digámoslo así, la proximidad de una gran carnicería.
Eran las seis de la mañana, y el calor principiaba a dejarse sentir con mucha fuerza. Sentíamos ya en las espaldas aquel fuego que más tarde había de hacernos el efecto de tener por médula espinal una barra de metal fundido. No habíamos probado cosa alguna desde la noche anterior, y una parte del ejército ni aún en la noche anterior había comido nada. Pero este malestar era insignificante comparado con otro que desde la mañana principió a atormentamos: la sed, que todo lo destruye, alma y cuerpo, infundiendo una rabia inútil para la guerra, porque no se sacia matando. Es verdad que de Bailén salían en bandadas multitud de mujeres con cántaros de agua para refrescarnos; pero de este socorro apenas podía participar una pequeña parte de la tropa, porque los que estaban en el frente no tenían tiempo para ello.