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Episodios Nacionales para Niños: VIII

Episodios Nacionales para Niños
VIII
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  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

VIII

Sentimos detrás de nosotros pasos precipitados, y volviéndonos vimos mucha gente, entre cuyas voces reconocimos la de don José de Montoria, el cual, al vernos, muy encolerizado nos dijo:

—¿Qué hacéis, porra? Tres hombres sanos y rollizos se están aquí mano sobre mano, cuando hace tanta falta gente para el trabajo. Vamos, largo de aquí. Adelante, caballeritos. ¿Veis aquellos dos palos que hay junto a la subida del Trenque, con una viga cruzada encima, de la que penden seis dogales? ¿Veis la horca que se ha puesto esta tarde para los traidores? Pues es también para los holgazanes. A trabajar o a puñetazos os enseñaré a mover el cuerpo.

Seguimos con ellos. Montoria, cogiéndonos del brazo a su hijo y a mí, nos ordenó que fuésemos a trabajar en la zanja para enterrar muertos. Un señor de los que iban con él indicó que era más apremiante atender al socorro de los enfermos de la desastrosa epidemia, a lo cual dijo el gran Montoria:

—Yo no sé qué pensar de esto que llaman epidemia los facultativos, y que yo llamo miedo, señores, puro miedo, porque eso de quedarse uno frío y entrarle calambres y calentura y ponerse verde y morirse, ¿qué es sino efecto del miedo? Ya se acabó la gente templada, porra. ¡Qué gente aquélla la del primer sitio! Ahora, en cuanto hacen fuego nutrido y lo reciben por espacio de diez horas, ¡una friolera!, ya se caen de fatiga y dicen que no pueden más. Hay hombres que sólo por perder media pierna se acobardan, y empiezan a llamar a gritos a los Santos Mártires diciendo que lo lleven a la cama… ¡Cuando digo que se acabó la gente de pelo en pecho, aquella gente, porra, mil porras!…

En esto, un horroroso estrépito señaló estallido de bomba en las inmediaciones de la Torre Nueva. Ibamos por junto a la Escuela Pía. Agustín, movido sin duda por un fuerte estímulo de su corazón, quiso la dirección de la plazuela de San Felipe, siguiendo a la mucha gente que hacia este sitio corría; pero detenido enérgicamente por su padre, continuó, mal de su grado, en nuestra compañía. Algo ardía indudablemente cerca de la Torre Nueva, y en ésta, los preciosos arabescos y las facetas de los ladrillos brillaron enrojecidos por la cercana llama. Aquel monumento elegante, aunque cojo, descollaba en la negra noche, vestido de púrpura, y al mismo tiempo su colosal campana lanzaba al aire prolongados lamentos.

Llegamos a San Pablo y emprendimos el trabajo, sacando tierra de la zanja que se abría en el patio de la iglesia. Agustín cavaba como yo, y a cada instante volvía sus ojos a la Torre Nueva.

—Es un incendio terrible —me dijo—. Mira, parece que se extingue un poco, Gabriel: yo me quiero arrojar en esta gran fosa que estamos abriendo.

—No haya prisa —le respondí—, que tal vez mañana nos echen en ella sin que lo pidamos. Con que fuera tonterías y a trabajar.

Cuando se creyó que la zanja era bastante profunda, empezó la traída de cadáveres depositados en la iglesia. Uno a uno fueron arrojados en su gran sepultura, mientras algunos clérigos, de rodillas y rodeados de mujeres piadosas, recitaban lúgubres responsos. Cayeron dentro todos y no faltaba sino echar la tierra encima. Don José Montoria, con la cabeza descubierta y rezando en voz alta un Padrenuestro, echó el primer puñado y luego nuestras palas y azadas cubrieron la tumba a toda prisa. Concluida nuestra operación, todos nos pusimos de rodillas y rezamos en voz baja. Agustín Montoria me dijo al oído:

—En cuanto mi padre se retire nos iremos allá.

Así fue. Del patio de San Pablo salimos ya muy avanzada la noche, porque la inhumación que acabo de referir duró más de tres horas. Pronto llegamos a la plazuela de San Felipe. Como la luz del incendio ya se había extinguido, la Torre Nueva, desnuda de su traje de púrpura, se nos apareció vestida de oscuridad. Se me antojó que era menor su inclinación y que moviendo el capacete nos decía: me inclino por asustaros: pasad sin miedo que no me caigo.

Apenas llegamos a la plazuela, vimos que el incendio era en la calle del Temple: aún humeaba el techo. En la casa de Candiola nada había ocurrido, y la calle estaba poco menos que desierta. Mi amigo solía tener sus entrevistas con la doncellita de Candiola en plena noche, protegido por la vieja Guedita, que mediante conquibus le franqueaba la entrada de un patio, separado de la calle por tapia de ladrillo. Como aquella noche era de las presupuestas en el programa del noviazgo, bastó que Agustín hiciera la señal convenida y discretamente usada en anteriores noches, para que la dueña, ya prevenida y estimulada de su maternal tercería, nos diese paso. Entramos quedamente, como ladrones, y ladrones éramos de la confianza del perverso Candiola, que a tal hora roncaba en el alto aposento, y a los primeros pasos nos encontramos a la niña, hada o angélica, protagonista del cuento de Agustín Montoria.

En el centro del patio se alzaba un alto y picudo ciprés; a un lado y otro, diversos arbustos sin hoja, y matas rastreras. En el fondo se veía la casa, que a la luz de la luna menguante me pareció vulgarísima y pobre. Una escalera de piedra daba acceso a una galería baja. En la escalera me senté yo, y a la galería subieron los novios y la guardiana, doña Guedita, para resguardarse del frío y relente de la noche. No necesito deciros que la charla de mi amigo y la Candiolita fue de una inocencia seráfica, como a sus almas adornadas de pureza correspondía… Sin mi presencia y la de la vieja habría sido lo mismo. ¿De qué hablaron? Recuerdo menos esos tiernos pormenores que las asperezas trágicas del Sitio… Creo no equivocarme diciendo que uno y otro lamentaron con palabras y con suspiros la rivalidad irreductible entre los padres, don José y don Jerónimo, agravada por la violencia con que Montoria arrebató al avaro los costales de harina. Con nueva emisión de suspiros hondos, expresaron la dificultad de llegar al Santo Matrimonio. ¿Qué harían para vencer tan formidables obstáculos? Con toda su fe, casi dudaban de que arreglarlo pudiera la Virgen del Pilar… Oí que Guedita, con ronca voz de coneja constipada, les decía que no desconfiasen de la Santísima Patrona de la ciudad…

Toda la conversación giró en derredor de este capital tema. Cuando ya nos retirábamos, obedientes a la orden de la guardiana, oí las últimas protestas amorosas. Al aproximarnos a la puerta, desde donde se distinguía la Torre Nueva sobresaliendo de los tejados vecinos, los inocentes novios, un tantico apartados de Guedita y de un servidor, repitieron con solemne acento la fórmula de juramento que sellaba su acendrada fidelidad: «Cuando esa torre se ponga derecha dejaré de quererte…». Adiós, adiós, cuentecillo de Hadas… En el momento de salir a la calle, la campana de la Torre cantó: «¡Bomba!».

Y ahora viene mi cuento de los terribles lances de guerra que inmortalizaron el barrio de las Tenerías. Oíd antes una breve descripción de aquellos lugares vulgarísimos y épicos.

El arrabal de las Tenerías se extiende al oriente de la ciudad, entre la Huerva y el recinto antiguo, perfectamente deslindado aún por el Coso. Componían el caserío, a principios de siglo, edículos endebles, habitados por labradores y artesanos, y las construcciones religiosas no tenían allí la suntuosidad de otros monumentos de Zaragoza. Sus principales calles eran las de Palomar y San Agustín. Con estas se enlazaban, sin plan ni simetría, las de Añón, las Arcadas, la Diezma, Barrio Verde, Ollerías, Pabostre, etc. Algunas de estas calles se hallaban determinadas, no por hileras de casas, sino por largos tapiales, y a veces faltaban una cosa y otra; las calles se resolvían en informes plazuelas, mejor dicho, corrales o patios donde no había nada. El aspecto general de las Tenerías evocaba en la imaginación los tiempos arábigos. La profusión del ladrillo, los largos aleros, el ningún orden de las fachadas, las ventanuchas con celosías, la completa anarquía arquitectural, el no saberse dónde acababa una casa y empezaba otra; la imposibilidad de distinguir si el tejado de aquélla servía de apoyo a las paredes de las de más allá; las calles que a lo mejor acababan en un corral sin salida, los arcos que daban entrada a una plazuela, todo era del estilo cordobés o toledano.

Pues bien: esta amalgama de casuchos fabricados por generaciones de labriegos y curtidores, según el capricho de cada uno y sin orden ni armonía, estaba preparada para la defensa en los días 24 y 25 de enero, una vez que se advirtió la gran pompa de fuerzas ofensivas que desplegó el francés por aquella parte. Y he de advertir que todas las familias habitadoras de las casas del barrio procedían a ejecutar obras, según su propio instinto estratégico, y allí había ingenieros militares con faldas, que dieron muestras de un profundo saber de guerra, tabicando ciertos huecos o abriendo otros al fuego y a la luz. Los muros de Levante estaban en toda su extensión aspillerados.

Muchos pasos fueron obstruidos, y los dos principales edificios religiosos del arrabal, San Agustín y las Mónicas, eran verdaderas fortalezas. La tapia había sido reedificada y reforzada; las baterías se enlazaban unas con otras; nuestros ingenieros habían calculado hábilmente las posiciones y el alcance de las obras enemigas, para acomodar a ellas las defensivas. Dos puntos avanzados tenía la línea, y eran el molino de Goicoechea y una casa que ha quedado en la historia con el nombre de Casa de González. Recorriendo dicha línea desde Puerta Quemada, se encontraba primero la batería de Palafox; luego, el molino de la ciudad; luego, las Eras de San Agustín; enseguida, el molino de Goicoechea; después, la tapia de la huerta de las Mónicas, y a continuación, las de San Agustín; más adelante, una gran batería y la casa de González. Dentro de estas ringleras de ladrillos frágiles, poned, amados niños, toda la fuerza anímica que podáis imaginar.

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