II
Al pasar la Sierra me sentí completamente restablecido. El temple dulce, el vivo sol, la hermosura del país, el ejercicio, equilibraron al punto las fuerzas de mi cuerpo; respiraba con desahogo, andaba con soltura, sin sentir malestar alguno en mis heridas. Todo rastro de dolor o debilidad desapareció y me encontré más fuerte que nunca. En nuestro tránsito por villas y lugares advertimos la inquietud febril y los preparativos de defensa. En La Carolina y en Santa Elena escaseaban mucho los hombres porque la mayor parte habían ido a incorporarse a la legión formada por don Pedro Agustín de Echevarri, partida cuya base fueron los valerosos contrabandistas del país. Quedaba, no obstante, en las angosturas de Despeñaperros, bastante gente para detener todos o la mayor parte de los correos, y en varios puntos, apostadas mujeres y chiquillos, avisaban la proximidad del convoy para que luego cayeran sobre él los hombres. Cerca de Guarromán vimos grandes sementeras quemadas, señal de que los franceses arruinaban el país para dominarlo más pronto.
Un domingo por la mañana llegamos a Bailén, residencia del ama de Marijuán, término del viaje de éste y del mío, pues yo había ligado estrechamente mi suerte a la del mozo aragonés. Recibidos fuimos por la señora con afable cortesía y benevolencia, y al enterarse del pacto de amistad que habíamos hecho Andrés y yo, mostrase benigna conmigo, brindándome hospitalidad en su casa. ¡Cuán agradecido quedé a la noble dama y cuán dispuesto a obedecerla en cuanto me mandase! Y ahora, queridos niños, en mi descanso de Bailén tomo aliento para describiros con rápida pintura la morada venerable y la nobilísima familia andaluza que dieron amparo a mi pobre existencia.
El palacio de Rumblar era un caserón de siglos pasados, de feísimo aspecto en su exterior. Las altas paredes, de ladrillo; las rejas, enmohecidas y rematadas en cruces; los dos escudos de piedra obscura que ocupan las enjutas de la puerta, cuyo marco apainelado y con vuelta de cordel parecía remontarse a fecha más antigua que el resto de la casa; las dos ventanas, angreladas junto a un mirador moderno; el farol, sostenido por pesada armadura de hierro dulce, en cuyo centro se retorcían algunas letras iniciales y una corona dibujadas con las vueltas del lingote; las guarniciones, jalbegadas alrededor de los huecos; los pequeños vidrios, las celosías, y la diversidad y variedad de aberturas practicadas en el muro, según las exigencias del interior, le asemejaban a todas las antiguas mansiones de nuestros grandes. Por dentro resplandecía el blanco aseo de las casas de Andalucía. Había gran sala baja, capilla, patio con flores, habitaciones con zócalo de azulejos amarillos y verdes; puertas de pino, lustradas y chapeadas, gran número de arcones, muchas obras de talla, cuadros viejos, jaulas de pájaros, finísimas esteras y, sobre todo, una tranquilidad, un reposo y plácido silencio que convidaban a residir largo tiempo en aquella mansión.
En la pintura reverente de la familia de Afán de Ribera ocupará el primer lugar la señora condesa viuda doña María Castro de Oro de Afán, etcétera, aragonesa de nacimiento, la cual era de lo más rígido, venerando y solemne que ha existido en el mundo. Parecía mayor de cincuenta años; alta, gruesa, arrogante, varonil; usaba para leer sus libros devotos o las cuentas de la casa, unas grandes antiparras, engastadas en gruesa armazón de plata, y vestía constantemente de negro, con traje que a las mil maravillas a su cara y figura convenía. Aquélla y ésta eran de las que tienen el privilegio de no ser nunca olvidadas, pues su curva nariz, sus cabellos entrecanos, su barba echada hacia afuera y la despejada y correcta superficie de su hermosa frente, hacían de ella un tipo cual no he visto otro.
Tras de la madre pinto al hijo primogénito y mayorazgo, joven de veinte años, niño aún por sus hábitos, su lenguaje, sus juegos y su escasa ciencia. Don Diego Hipólito Félix de Cantalicio había sido educado conforme a sus altos destinos en el mundo, bajo la dirección de un ayo, de que después hablaré, y aunque era voluntarioso y propenso a sacudir el cascarón de la niñez, arrastrando por el polvo de la travesura juvenil el purpúreo manto de la primogenitura, su madre le tenía metido en un puño, como suele decirse, y ejercía sobre él todos los rigores de su carácter. Verdad es que el muchacho, con su instinto y buen ingenio, había descubierto un medio habilísimo para atajar la severidad materna, y era que cuando su preceptor o la condesa no le hacían el gusto en alguna cosa, poníase los puños en los ojos, comenzaba a regar con pueriles lágrimas los veinte años de su cuerpo y exclamaba: «Señora madre, yo me quiero meter fraile». Estas palabras difundieron el pánico en la casa. Procuraban todos aplacarle, y la madre decía: «No seas loco, hijo mío. Vaya, puedes montarte a caballo en la viga del patio, y te permito que le pongas al gato las cáscaras de nuez en sus cuatro patitas».
A estos dos personajes seguirán forzosamente las dos hijas de la condesa: dos pimpollos, dos flores de Andalucía, lindas, modestas, pequeñas, frescas, sonrosadas, alegres, sin pretensiones, a pesar de su nobleza, rezadoras de noche y cantadoras por la mañana; dos avecillas que encantaban la vista con el aleteo de su inocente frivolidad y de cierta ingenua coquetería, de ellas mismas ignorada. Eran pequeñas como el resedá; pero como el resedá tenían la seducción de un aroma que se anuncia desde lejos, pues al sentirles los pasos se alegraba uno y su proximidad era aspirada con delicia. Asunción y Presentación eran dos angelitos con quienes se deseaba jugar para verles reír y para reírse uno mismo del grave gesto con que enmascaraban sus lindas facciones cuando su madre les mandaba estar serias.
Y, por último, no quiero dejar en la obscuridad al ayo del joven don Diego. Llamábanle comúnmente don Paco, y era un varón de gran sencillez y moderación en sus costumbres, aunque algo pedante. Estaba él convencido de que sabía latín y citaba a veces los autores más célebres, aplicándoles lo que estos desgraciados no pensaron nunca en decir. También se preciaba de enseñar a sus discípulos acertadamente la historia antigua y moderna. Creíase muy fuerte en la vida de Alejandro el Grande y además poseía en altísimo grado un arte que no a todos los mortales es dado cultivar con regular acierto. Era un consumado pendolista, que pudiera competir con esos colosos de la caligrafía, Torio, el Sublime, y Palomares, el Divino, y hasta con el moderno Iturzaeta; habilidad que en parte había transmitido a don Diego y a las niñas, cuyas planas llenaban de admiración al señor obispo de Guadix cuando iba a pasar unos días en la casa. El instruido y excelente preceptor temblaba de miedo delante de la condesa cuando ésta le achacaba las faltas del niño. Vestía de negro, siempre en traje ceremonioso, aunque no nuevo, usando asimismo peluca blanca, rematada en descomunal bolsa. A mí me trataba con gran dulzura, porque la hospitalidad —decía— fue don particular de los pueblos antiguos y debe ser practicada por los presentes para enseñanza de los venideros.