Skip to main content

Episodios Nacionales para Niños: XII

Episodios Nacionales para Niños
XII
    • Notifications
    • Privacy
  • Project HomeBenito Pérez Galdós - Textos casi completos
  • Projects
  • Learn more about Manifold

Notes

Show the following:

  • Annotations
  • Resources
Search within:

Adjust appearance:

  • font
    Font style
  • color scheme
  • Margins
table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

XII

El capitán de nuestra compañía quedó también inerte sobre el pavimento. Precipitadamente nos retiramos a una capilla. Algunos opinaron que con los bancos, las imágenes y la madera de un retablo viejo, que fácilmente podía ser hecho pedazos, debíamos levantar una barricada en el arco de la capilla y defendernos hasta lo último; pero dos Padres agustinos se opusieron a este esfuerzo inútil, y uno de ellos nos dijo:

«Hijos míos, no os empeñéis en prolongar la resistencia, exponiéndoos a perder vuestras vidas sin ventaja alguna. Los franceses están atacando en este instante el edificio por la calle de las Arcadas. Corred allí a ver si lográis atajar sus pasos; pero no penséis en defender la iglesia, profanada por esos cafres».

Estas exhortaciones nos obligaron a salir al claustro, y todavía quedaban en el coro algunos soldados de Extremadura tiroteándose con los franceses, que ya invadían toda la nave.

Por orden del general Saint-March abandonamos San Agustín, cuya defensa era ya humanamente imposible. Cuando pasábamos por la calle del mismo nombre, paralela a la del Palomar, vimos que desde la torre de la iglesia arrojaban granadas de mano sobre los franceses, establecidos en la plazoleta inmediata a la última de aquellas dos vías. ¿Quién lanzaba aquellos proyectiles desde la torre? Para decirlo brevemente y con más elocuencia, abramos la Historia y leamos. «En la torre se habían situado y pertrechado siete u ocho paisanos con víveres y municiones para hostigar al enemigo, y subsistieron verificándolo por unos días sin querer rendirse».

Allí estaba el insigne Pirli. ¡Oh, Pirli! Más feliz que el tío Garcés, tú ocupas un lugar en la Historia.

Incorporados al batallón de Extremadura, se nos llevó por la calle del Palomar hasta la plaza de la Magdalena. Como nos habían dicho, el enemigo procuraba extenderse por la calle de Pabostre para apoderarse de Puerta Quemada, punto importantísimo que le permitía enfilar con su artillería la calle del mismo nombre hasta la plaza de la Magdalena; y como la posesión de San Agustín y las Mónicas les permitía amenazar aquel punto céntrico por el fácil tránsito de la calle de Palomar, ya se conceptuaban dueños del barrio.

Después de una breve espera, nos llevaron a la calle de Pabostre; y como la lucha era combinada entre el interior de los edificios y la vía pública, entramos por la calle de los Viejos a la primera manzana. Desde las ventanas de la casa en que nos situaron no se veía más que humo, y apenas podíamos hacernos cargo de lo que allí pasaba; mas luego advertí que la calle estaba llena de zanjas y cortaduras de trecho en trecho, con parapetos de tierra, muebles y escombros.

Por no ser prolijo, no referiré aquí las peripecias de aquel combate de la calle de Pabostre. Dentro de las casas ocurrían escenas como las que en otro lugar se refieren, pero con mayor encarnizamiento, porque el triunfo se creía más definitivo. La ventaja adquirida en una pieza perdíanla los imperiales en otra; la acción trabada en la buhardilla descendía peldaño por peldaño hasta el sótano, y allí se remataba al arma blanca, con ventaja siempre para los paisanos. Las voces de mando con que unos y otros dirigían los movimientos dentro de aquellos laberintos, retumbaban de pieza en pieza con ecos espantosos.

En una de las zanjas abiertas en la calle, una mujer, más que ninguna valerosa, Manuela Sancho, después de hacer fuego de fusil, disparó varios tiros en la pieza de a 8. Mantúvose ilesa durante gran parte del día, animando a todos con sus palabras y sirviendo de ejemplo a los hombres; pero serían las tres de la tarde cuando cayó en la zanja, herida en una pierna, y durante largo tiempo confundióse con los muertos, porque la hemorragia la dejó exánime y con apariencia de cadáver. Más tarde, advirtiendo que respiraba, la retiramos, y fue curada, quedando tan bien, que años después tuve el gusto de verla viva.

Poco después de las tres, horrísona explosión conmovió las casas que los franceses nos habían disputado tan encarnizadamente durante la mañana, y entre el espeso humo y el polvo, más espeso aún que el humo, vimos volar en pedazos mil las paredes y el techo, cayendo todo al suelo con un estruendo del que no puede darse idea. Los franceses empezaban a emplear la mina para conquistar lo que por ningún otro medio podía arrancarse de las manos aragonesas.

Cuando reventó la primera casa, nos mantuvimos serenos en las inmediatas y en la calle; pero cuando con estallido más fuerte aún vino a tierra la segunda, inicióse el movimiento de retirada con bastante desorden. Al considerar que eran sepultados entre las ruinas lanzados al aire tantos infelices compañeros, que no se habrían dejado vencer por la fuerza del brazo, nos sentimos débiles para luchar con aquel elemento de destrucción; creíamos que en todas las demás casas y en la calle, minadas ya también, iban a estallar horribles cráteres, que nos esparcirían desgarrados en sangrientos girones.

Palafox se presentó a la entrada de la calle, y su presencia nos contuvo algún tanto. El mucho ruido impidióme oír lo que nos dijo.

—Ya oís, muchachos, ya oís lo que dice el capitán general —vociferó a nuestro lado un fraile de los que venían en la comitiva de Palafox—. Dice que no habrá en Zaragoza una mujer que os mire, si al punto no os arrojáis sobre las ruinas de las casas y echáis de allí a los franceses.

Estas y otras patrióticas expresiones enardecieron nuestros ánimos extenuados. Ocasión es esta de hablaros de este personaje eminente, cuyo nombre va unido al de las célebres proezas de Zaragoza. Debía en gran parte su prestigio a su gran valor; pero también a su hermosa y arrogante presencia, y a la nobleza de su origen, al respeto con que siempre fue mirada allí la familia de Lazán. Lo que ante todo hacía simpático al caudillo zaragozano era su indomable y serena valentía, aquel ardor juvenil con que acometía lo más peligroso y difícil, por simple afán de tocar un ideal de gloria.

Los zaragozanos habían simbolizado en él sus virtudes su patriotismo ideal y un tanto místico, y su fervor guerrero. Lo que Palafox disponía todos lo encontraban bueno y justo. Era en realidad como un soberano constitucional, que reinaba y no gobernaba. Gobernaban de hecho el Padre Basilio, O’Neilly, Saint-March y Butrón, clérigo escolapio el primero, generales insignes los otros tres.

Como te dicho, Palafox nos detuvo, y aunque abandonamos casi toda la calle de Pabostre, nos mantuvimos firmes en Puerta Quemada. Si encarnizada fue la batalla hasta las tres, hora en que nos encontramos hacia la plaza de la Magdalena, no lo fue menos desde dicha ocasión hasta la noche. Los franceses emprendieron trabajos en las casas arruinadas por los hornillos, y era curioso ver cómo entre las masas de cascote y vigas se abrían pequeñas plazas de armas, caminos cubiertos y plataformas para emplazar la artillería. Aquella era una guerra que cada vez se iba pareciendo menos a las demás guerras conocidas.

Sitiadores y sitiados, deseosos de rematarse pronto, y no pudiendo conseguirlo en la laberíntica guerra de las madrigueras, empezaron a destruirlas, unos con la mina, otros con el incendio, quedándose a descubierto como el impaciente gladiador que arroja su escudo.

¡Qué tarde, qué noche! Al llegar aquí me detengo cansado y sin aliento, y mis recuerdos se nublan, como se nublaron mi pensar y mi sentir en aquella tarde espantosa. Hubo, pues, un momento en que, agotada la resistencia física, mi pobre cuerpo se arrastraba sobre el arroyo, tropezando con cadáveres insepultos o medio inhumados entre los escombros. Mis sentidos, salvajemente lanzados a los extremos del delirio, no me representaban claramente el lugar donde me encontraba, y la noción del vivir era un conjunto de vagas confusiones, de dolores inauditos. No me parecía que fuese de día, porque en algunos puntos lóbrega oscuridad envolvía la escena; mas tampoco me consideraba en medio de la noche, porque llamas semejantes a las que suponemos en el infierno enrojecían la ciudad por otro lado.

Sólo sé que me arrastraba pisando cuerpos, yertos unos, con movimientos otros, y que más allá, siempre más allá, creía encontrar un pedazo de pan y un buche de agua. ¡Qué desfallecimiento! ¡Qué hambre! ¡Qué sed! Vi correr a muchos con ágiles movimientos; les oí gritar; vi proyectadas sus inquietas sombras formando espantajos sobre las paredes cercanas: iban y venían no sé adónde ni de dónde. Algunos, más felices que los demás, tuvieron fuerza para registrar entre los cadáveres, y recoger mendrugos de pan, piltrafas de carne envuelta en tierra, que devoraban con avidez.

Algo reanimados seguimos buscando y pude alcanzar una parte en las migajas de aquel festín. Por fin encontramos unas mujeres que nos dieron a beber agua fangosa y tibia. Nos disputamos el vaso de barro, y luego en las manos de un muerto descubrimos un pañuelo liado que contenía dos sardinas secas y algunos bollos de aceite.

Me sentí con algún brío y pude andar, aunque difícilmente. Advertí que todo mi vestido estaba lleno de sangre, y sintiendo un vivo escozor en el brazo derecho, juzguéme gravemente herido; pero aquel malestar era de una contusión insignificante, y las manchas de mis ropas provenían de haberme arrastrado entre charcos de fango y sangre.

Los incendios continuaban. Sobre la ciudad pesaba una densa niebla, formada de polvo y humo, la cual, con el resplandor de las llamas, formaba perspectivas horrorosas que jamás se ven en el mundo; en sueños, sí. Las casas despedazadas, con sus huecos abiertos a la claridad como ojos infernales; las recortaduras angulosas de las ruinas humeantes; las vigas encendidas eran espectáculo menos siniestro que el de aquellas figuras saltonas e incansables, que no cesaban de revolotear allí delante, allí mismo, casi en medio de las llamas. Eran los paisanos de Zaragoza que aún se estaban batiendo, y les disputaban a los franceses ferozmente un palmo del infierno.

Me encontraba en la calle de Puerta Quemada. Di algunos pasos; pero caí otra vez rendido de fatiga. Un fraile, viéndome cubierto de sangre, se me acercó y empezó a hablarme de la otra vida y del premio eterno destinado a los que mueren por la patria. Díjele que no estaba herido; pero que el hambre, el cansancio y la sed me habían postrado, y que creía tener los primeros síntomas de la epidemia. Entonces el buen religioso, en quien al punto reconocí al Padre Mateo del Busto, se sentó a mi lado.

—«¿Está vuestra paternidad herido? —Le pregunté, viendo un lienzo atado a su brazo derecho».

—Sí, amigo Araceli: una bala me ha destrozado el brazo y el hombro. Siento grandísimo dolor, pero es preciso aguantarlo. Más padeció Cristo por nosotros. Desde que amaneció no he cesado de curar heridos y encaminar moribundos al Cielo. Una mujer me ató este lienzo en el brazo derecho, y seguí mi tarea. Creo que no viviré mucho… ¡Cuánto muerto, Dios mío! ¿Has visto aquella zanja que hay al fin de la calle de los Clavos? Pues allí yace sin vida mi perrillo, el desgraciado Coridón. Fue víctima de su arrojo. Pasábamos por allí para recoger unos heridos, cuando vimos hacia las eras de San Agustín un grupo de franceses que pasaban de una a otra. Coridón, siempre impetuoso hasta el heroísmo, se lanzó ladrando sobre ellos. ¡Ay!, ensartándolo en una bayoneta lo arrojaron exánime dentro de la zanja… ¡Cuántas víctimas en un solo día, Gabriel! ¡Pues no tiene usted poca suerte en haber salido ileso! Pero se morirá usted de la epidemia, que es peor. Joven, ánimo: el Cielo se abre para recibirle a usted, y la Virgen del Pilar le agasajará con su manto de estrellas. La vida no vale nada… En nombre de Dios le perdono a usted todos sus pecados.

Pronunció, bendiciéndome, el ego te absolvo, y extendiéndose luego cuan largo era sobre el suelo. Su aspecto era tristísimo, y aunque yo no me encontraba bien, juzguéme en mejor estado de salud que el buen fraile. Le llamé gritando en su oído, y como no me respondiese sino con lastimeros quejidos, apartéme de allí para buscar quien fuera en su ayuda. Encontré a varios hombres y mujeres y les dije:

«Ahí está el Padre Fray Mateo del Busto que no puede moverse».

Pero no hicieron caso y siguieron adelante. Por fin, con dos amigos que se me juntaron, fui a prestar auxilio al pobre Fraile Mínimo. Cuando le preguntamos cómo se encontraba, nos contestó así:

«¿Qué es eso? ¿Ya tocan a maitines? Todavía es temprano. Yo me duermo. Estoy rendido».

Entre los tres le cargamos; pero al poco trecho se nos quedó muerto entre los brazos.

Mis compañeros acudieron al fuego, y yo a seguirles me disponía, cuando alcancé a ver un hombre cuyo aspecto llamó mi atención. Era el tío Candiola, que salió de una casa cercana con los vestidos chamuscados. Le detuve en medio de la calle preguntándole por su hija y por Agustín, y con gran agitación me respondió:

—¡Mi hija!… No sé… Allá, allá está… ¡Todo, todo lo he perdido! ¡Los pagarés! ¡Se han quemado los pagarés! ¡Santa Virgen del Pilar, y tú, Santo Dominguito de mi alma!, ¿por qué se han quemado mis recibos? Todavía se pueden salvar… ¿Quiere usted venir a mi casa? Debajo de aquella gran viga ha quedado la caja en que guardo algunos dinerillos…, pocos…, no vayan a creer… ¿Dónde hay por ahí media docena de hombres?… ¡Dios mío! Pero esa Junta, esa Audiencia, ese capitán general, ¿en qué están pensando?… ¡Eh, paisano, amigo, hombre caritativo…, a ver si levantamos la viga que cayó en el rincón!… ¡Eh!, dejen ahí en un ladito ese moribundo que llevan al hospital, y vengan a ayudarme. ¿No hay un alma piadosa? Parece que los corazones se han vuelto de bronce… Ya no hay sentimientos humanitarios… ¡Oh!, zaragozanos sin piedad, ¡ved cómo Dios os está castigando!

Annotate

Next / Sigue leyendo
XIII
PreviousNext
Powered by Manifold Scholarship. Learn more at
Opens in new tab or windowmanifoldapp.org