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Episodios Nacionales para Niños: IV

Episodios Nacionales para Niños
IV
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  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

IV

Nos albergó en su casa una prima de mi amo, doña Flora de Cisniega, señora muy amable y redicha, instruida, de finísimo trato social, ya un poco madura y muy compuesta y emperifollada. Caballeros elegantes frecuentaban su lujosa vivienda y con ellos y con doña Flora departía el buen don Alonso, examinando los sucesos presentes y entreteniéndose en presumir atrevidamente los futuros. Por lo poco que pude oírles entendí que la opinión en Cádiz revelaba intranquilidad, desconfianza. Se hablaba mal de Godoy, que nos había metido en la desatinada combinación con la marina francesa y se echaban pestes contra Napoleón por haber puesto las dos armadas debajo del mando de Villeneuve, el Musiú Corneta de mi amigo Marcial. A los dos días de nuestra llegada recibió mi amo la visita de un brigadier de Marina, amigo suyo, cuya fisonomía no olvidaré jamás. De este buen español quiero hablaros ahora, queridos niños, enalteciéndole a vuestros ojos para que le améis, para que toda la vida recordéis con veneración su nombre y sus hechos.

Era un hombre como de cuarenta y cinco años, de semblante hermoso y afable, con tal expresión de tristeza que era imposible verle sin sentir irresistible inclinación a amarle. No usaba peluca y sus abundantes cabellos rubios, no martirizados por las tenazas del peluquero para tomar la forma de ala de pichón, se recogían con cierto abandono en una gran coleta y estaban inundados de polvos con menos arte del que la presunción propia de la época exigía. Eran grandes y azules sus ojos; su nariz, muy fina, de perfecta forma y un poco larga, sin que esto le afeara; antes bien, ennoblecía su expresivo semblante. Su barba, afeitada con esmero, era algo puntiaguda, aumentando así el conjunto melancólico de su rostro oval, que indicaba más bien delicadeza que energía. Este noble continente era realzado por una urbanidad en los modales, por una grave cortesía de que no podrá daros idea la estirada fatuidad de los señores del día ni la movible elegancia de nuestra dorada juventud. El cuerpo era pequeño, delgado y como enfermizo. Más que guerrero aparentaba ser hombre de estudio, y su frente, que sin duda encerraba altos y delicados pensamientos, no parecía la más propia para arrostrar los horrores de una batalla. Su endeble constitución, que sin duda contenía un espíritu privilegiado, parecía destinada a sucumbir conmovida al primer choque. Y, sin embargo, según después supe, en aquel hombre igualaba el corazón a la inteligencia. Era Churruca.

El uniforme del héroe demostraba, sin ser viejo ni raído, algunos años de honroso servicio. Después, cuando le oí decir, por cierto, sin tono de queja, que el Gobierno le debía nueve pagas, me expliqué aquel deterioro. Mi amo le preguntó por su mujer, y de su contestación deduje que se había casado poco antes, por cuya razón le compadecí, pareciéndome muy atroz que se le mandara al combate en tan felices días. Habló luego de su barco, el «San Juan Nepomuceno», al que mostró igual cariño que a su joven esposa, pues, según dijo, él lo había compuesto y arreglado a su gusto, por privilegio especial, haciendo de él uno de los primeros barcos de la Armada Española.

Hablando luego del tema ordinario en aquellos días, de si salía o no salía la escuadra, dijo Churruca:

—El almirante francés, no sabiendo qué resolución tomar, y deseando hacer algo que ponga en olvido sus errores, se ha mostrado, desde que estamos aquí, partidario de salir en busca de los ingleses. El 8 de octubre escribió a Gravina, diciéndole que deseaba celebrar a bordo del «Bucentauro» un consejo de guerra para acordar lo que fuera más conveniente. En efecto, Gravina acudió al consejo, llevando al teniente general Alava, a los jefes de escuadra Escaño y Cisneros, al brigadier Galiano y a mí. De la escuadra francesa estaban los almirantes Dumanoir y Magon y los capitanes de navío Cosmao, Maistral, Villiegris y Prigny.

Habiendo mostrado Villeneuve el deseo de salir, nos opusimos todos los españoles. La discusión fue muy viva y acalorada, y Alcalá Galiano cruzó con el almirante Magon palabras bastante duras, que ocasionarán un lance de honor si antes no les ponemos en paz. Mucho disgustó a Villeneuve nuestra oposición… Es curioso el empeño de esos señores de hacerse a la mar en busca de un enemigo poderoso cuando en el combate de Finisterre nos abandonaron, quitándonos la ocasión de vencer si nos auxiliaran a tiempo…

Luego, en el seno de la confianza, el gran Churruca sorprendió a sus oyentes con estas graves declaraciones:

—Debemos confesar con dolor la superioridad de la Marina inglesa, por la perfección del armamento, por la excelente dotación de sus buques y, sobre todo, por la unidad con que operan sus escuadras. Nosotros, con gente en gran parte menos diestra, con armamento imperfecto y mandados por un jefe que descontenta a todos, podríamos, sin embargo, hacer la guerra a la defensiva dentro de la bahía. Pero será preciso obedecer conforme a la sumisión ciega de la Corte de Madrid y poner barcos y marinos a merced de los planes de Bonaparte.

Impresión melancólica dejaron en mí las palabras de aquel hombre tan grande en su sencillez. No estaba yo en edad de indagar fuera de mí mismo la razón de aquella singular tristeza, que pronto hubo de disiparse en mi alma sólo de pensar que se aproximaba el dichoso momento de embarcarme en el mayor navío de la poderosa escuadra. Mis sofoquinas pasé con este motivo, porque la emperegilada doña Flora, interesándose por mí más de lo que yo merecía, cuidadosa de los riesgos del mar y de la guerra, me instaba para que me quedase en su compañía y servicio. Protesté guardando el debido respeto al cariño maternal que la señora me mostraba; llegué hasta implorar con lágrimas que me dejara seguir mi guerrera inclinación, y al fin doña Flora consintió, recomendándome con ternura solícita que huyese de los sitios y ocasiones de peligro, poniéndome en el cuello un escapulario de la Virgen del Carmen y llenándome los bolsillos de golosinas para que comiese a bordo.

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