IV
Serían las nueve cuando rompimos filas los de mi batallón, porque, faltos de acuartelamiento, se nos permitía dejar el puesto por algunas horas, siempre que no hubiera peligro. Corrimos Agustín y yo hacia el Pilar, donde se agolpaba un gentío inmenso, y entramos difícilmente. Quedéme sorprendido al ver cómo forcejeaban las personas allí reunidas para abrirse paso hacia la capilla en que mora la Virgen del Pilar. Los rezos, las plegarias y las demostraciones de agradecimiento formaban un conjunto que no se parecía a los rezos de ninguna clase de fieles. Más que rezo era un hablar continuo, mezclado de sollozos, gritos, palabras tiernísimas y otras de íntima, de ingenua confianza, como suele usarlas el pueblo español con los santos que le son queridos. Caían de rodillas, besaban el suelo, se asían a las rejas de la capilla, dirigíanse a la santa imagen llamándola con los nombres más familiares y más patéticos del lenguaje. Los que por la aglomeración de la gente no podían acercarse hablaban con la Virgen desde lejos, agitando sus brazos. Allí no había sacristanes que prohibieran los modales descompuestos y los gritos irreverentes, porque éstos y aquéllos eran hijos del desbordamiento de la emoción, semejante a un delirio. Faltaba el silencio solemne de los lugares sagrados: todos estaban allí como en su casa; como si la casa de la Virgen querida, madre, ama y reina de los zaragozanos, fuese también la casa de sus hijos, siervos y súbditos.
Asombrado de aquel fervor, que la familiaridad hacía más interesante, pugné por abrirme paso hasta la reja, y vi la célebre imagen. ¿Quién no la ha visto, quién no la conoce al menos por las estampas y esculturas que la han reproducido hasta lo infinito de un extremo a otro de las Españas?… Contemplé la Virgen, admirando su portentosa incrustación dentro del alma aragonesa, y a empujones nos apartamos de la capilla. Por la inquietud de Agustín y su rápido mirar a una parte y otra, comprendí que en el Pilar se había citado con Mariquita. Así era. De improviso, apretándome el brazo, me dijo: «Mírala…, ahí está con la vieja Guedita». Diciendo esto, codeaba a un lado y otro para abrirse paso, estropeando espaldas y pechas, pisando pies, chafando sombreros y arrugando vestidos. Yo seguí tras él, causando iguales estragos a derecha e izquierda, y por fin llegamos junto a la joven, que era realmente hermosa, según pude reconocerlo en aquel momento por mis propios ojos. Junto a ella, vi a la vieja guardiana, doña Guedita, desdentada y risueña, boca y nariz copiadas del perfil de una cabeza de tortuga, negro manto, manos sarmentosas armadas de rosario… Sedientos de conversación, se trabaron de tiernas palabras los novios; pero no habían pronunciado veinte cuando un hombre se nos acercó de súbito, nos miró con ojos centelleantes, y cogiendo a la niña bonita por un brazo, enojadamente, le dijo: «¿Qué haces aquí?… Y usted, tía Guedita, ¿por qué la trae a el Pilar sin mi permiso? ¡A casa, a casa, pronto!».
Empujándolas con muy malos modos, las llevó hasta la puerta, y por ella desaparecieron los tres. En mi memoria quedaron grabados el rostro y facha del tío Candiola, que eran, en verdad, harto desapacibles. Su flaqueza, la forma ganchuda de su nariz, su mirar oblicuo, los largos pelos de las cejas blanquinegras, la tez amarilla, el ronco metal de voz, el pelucón de bolsa con que ocultaba su calva, le hacían atrozmente antipático y un tanto siniestro.
Causábame extrañeza la hostilidad de aquel tipo al noviazgo de su niña con el hijo de un señor tan alto como don José de Montoria, y Agustín me sacó de dudas diciéndome: «Este avariento miserable guarda a su hija como un saco de onzas y no está dispuesto a darla a nadie. Además, tiene antiguos resentimientos con mi padre, porque éste libró de sus garras a unos infelices deudores». Añadió luego, con más intenso dolor y melancolía esta otra confidencia. «Por la parte de mi familia son mayores aún los obstáculos… ¡Pues no te digo nada si mi señor padre y mi señora madre llegan a saber que quiero a Mariquilla! Me tiemblan las carnes sólo de pensarlo. ¡Un hijo de don José de Montoria enamorado de la hija del tío Candiola! ¡Qué horrible pensamiento! ¡Un joven que formalmente está destinado a ser obispo…, obispo, Gabriel; yo voy a ser obispo en el sentir de mis padres!». Diciendo esto, Agustín golpeó con su cabeza el sagrado muro en que nos apoyábamos.
—Difícil arreglo tiene esto —dije yo, buscando la salida entre el apretado gentío.
Y él, enamorado y creyente, me contestó:
—Arreglo puede haber, Gabriel amigo, si de ello se encarga la Virgen del Pilar.
El día siguiente, 22, fue cuando Palafox dijo al parlamentario de Moncey que vino a proponerle la rendición: No sé rendirme; después de muertos hablaremos de eso… Muy envalentonados estaban los defensores con la brillante acción del 21 en el Arrabal. Era preciso dar desahogo al ardor de los sitiados disponer algunas salidas. Hizo una Renovales el 24, otra el 25 don Juan O’Neille con los voluntarios de Aragón y de Huesca, y tuvo la suerte de coger descuidado al enemigo, matándole bastantes hombres, y el 31 hicimos la más eficaz de todas, por dos distintos puntos y con fuerzas considerables. En ésta le tocó a mi batallón marchar de los primeros, a las órdenes de Renovales. Nuestro objetivo era mortificar a los franceses en su centro, desde Torrero al camino de la Muela, mientras el brigadier Butrón lo hacía por la Bernardona, con bastantes piezas de infantería y caballería.
Para distraer la atención de los franceses, mandó el jefe que un batallón se desplegase en guerrillas por las Tenerías. Así lo hicimos, y cuando los imperiales se percataron de nuestra presencia ya estábamos sobre ellos, veloces como gamos, y arrollábamos la primera tropa enemiga que nos salió al paso. Tras una torre medio destruida se hicieron fuertes algunos, y dispararon con encarnizamiento y buena puntería. Por un instante permanecimos indecisos, pero Renovales se lanzó delante y nos llevó, matando a boca de jarro y a bayonetazos a cuantos defendían la casa. En el momento en que pusimos el pie dentro del patinillo delantero, advertí que mi fila se clareaba: vi caer, exhalando el último gemido, a algunos compañeros; miré a mi derecha, temiendo no encontrar entre los vivos a mi querido amigo; pero Dios le había conservado. Montoria y yo salimos ilesos.
Sin perder tiempo, Renovales nos dio orden de seguir hacia la línea de atrincheramientos que los imperiales estaban abriendo. Se comprende, por lo que llevo referido, que los franceses no esperaban aquella salida, y que, completamente descuidados, sólo tenían allí las escoltadas cuadrillas de ingenieros que abrían las zanjas de la primera paralela. Les embestimos con horroroso fuego, aprovechando muy bien los minutos antes que llegasen fuerzas temibles; cogíamos prisioneros a los que encontrábamos sin armas; matábamos a los que las tenían; recogíamos los picos y azadas, todo esto con ligereza sin igual, animándonos con palabras ardientes y exaltados por la idea de que nos veían desde la ciudad.
En aquel lance todo fue afortunado, porque mientras nosotros destrozábamos a los trabajadores de la primera paralela, las tropas que por el Portillo habían salido a las órdenes del brigadier Butrón, empeñaban un combate muy feliz contra los destacamentos del enemigo en la Bernardona. Mientras los voluntarios de Huesca y los granaderos de Palafox arrollaban la infantería francesa, aparecieron los escuadrones de Numancia y Olivenza, cautelosamente salidos por la puerta de Sancho. Describiendo una gran vuelta, habían venido a ocupar el camino de Alagón, por una parte, y el de Muela por otra, precisamente cuando los franceses retrocedían en demanda de mayores fuerzas que les auxiliaran. Hallándose en su elemento los briosos caballos, lanzáronse por el arrecife, destruyendo cuanto encontraban al paso, y allí fue el caer y el atropellarse de los desgraciados infantes que huían hacia Torrero. En su dispersión, unos corrían, arrojándose en las acequias por no poder saltarlas; otros se entregaban a discreción, soltando las armas; algunos se defendían con heroísmo, dejándose matar antes que rendirse.
Todo esto que he referido con la mayor concisión posible pasó en brevísimo tiempo… Tocaron a generala en Monte Torrero, y vimos que venía contra nosotros fuerte caballería. Pero los de Renovales, lo mismo que los de Butrón, habíamos conseguido nuestro deseo, y no teníamos para qué esperar a los que tan tarde llegaban a la función.
Cuando volvíamos a la ciudad, vimos la muralla invadida de gozoso gentío. Recibidos éramos con exclamaciones delirantes, y desde San José hasta más allá de Trinitarios, la larga fila de ancianos, mujeres y niños, mirando hacia el campo, encaramados sobre la muralla y batiendo palmas a nuestra llegada, o saludándonos con sus pañuelos, presentaba un golpe de vista magnífico. Después tronó el cañón; los reductos hicieron fuego a la vez sobre el llano que acabábamos de abandonar, y aquel estruendo formidable parecía una salva triunfal, según se mezclaban con él los cantos, los vítores, las exclamaciones de júbilo.