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Episodios Nacionales para Niños: I

Episodios Nacionales para Niños
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  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

I

Fatigosas marchas, con no pocas desviaciones y cambios de ruta, nos llevaron a un pueblo llamado Dios-le-guarde, donde por primera vez vimos las tropas inglesas. Por el camino de Ciudad Rodrigo apareció falange numerosa de hombres vestidos de colorado, caballeros en ligerísimos corceles. Era la caballería de Cótton, de la división del general Graham. Llegaron hasta nosotros los jinetes rojos, a quienes saludamos con vivas al Lord y a Inglaterra, y el jefe de ellos, que hablaba español como Dios quería, cumplimentó a don Carlos España, diciéndole que Su Excelencia el señor Duque de Ciudad Rodrigo no tardaría en llegar a Sancti Espíritu. En dirección de este pueblo marchamos al instante; llegamos de noche; no se nos pudo facilitar alojamiento; hube de dormir al raso, y a la mañana siguiente, varios oficiales fuimos en busca de don Carlos España, y no hallándole en el suntuoso pajar donde le habíamos dejado la noche anterior, acudimos al alojamiento del Duque, ansiosos de saber si nos agregaríamos pronto al Cuartel General como era nuestro deseo.

Aposentábase lord Wellington en la casa-ayuntamiento, la única decorosa para tan insigne persona. Llenaban la plazoleta, el soportal, el vestíbulo y la escalera, multitud de oficiales de todas graduaciones, españoles, ingleses y lusitanos, que entraban, salían, formaban corrillos y bromeando unos con otros en amistosa intimidad, cual si todos perteneciesen a una misma familia. Subimos, y después de una hora de antesala, salió España y nos dijo:

—El General en Jefe pregunta si hay un oficial español que se atreva a entrar disfrazado en Salamanca para examinar los fuertes y las obras provisionales que ha hecho el enemigo en la muralla, y enterarse de si es grande o pequeña la guarnición, y abundantes o escasas las provisiones.

—Yo voy —dije resueltamente sin aguardar a que España concluyese.

—Tú —dijo España con la desdeñosa familiaridad que usaba hablando con sus oficiales—, ¿tú te atreves a emprender viaje tan arriesgado? Ten presente que es preciso atravesar las líneas enemigas, pues los franceses ocupan todas las aldeas del lado acá del Tormes. Luego has de penetrar en la ciudad, visitar los acantonamientos, sacar planos…

—Todo eso es para mí un juego, mi General. Entrar, salir, ver…, una diversión. Hágame vuecencia la merced de presentarme al señor Duque, diciéndole que estoy a sus órdenes para lo que desea.

—Tú eres un aturdido, Araceli, y no sirves para el caso —replicó don Carlos.

—Deme esa comisión y se verá si sirvo o no sirvo. Me vestiré de charro, entraré vendiendo hortalizas, carbón, teas… En fin, mi General —añadí con calor—, o me presenta vuecencia al Duque, o me presento yo solo.

—Vamos, vamos al momento —dijo España entrando conmigo en la sala.

Junto a una gran mesa colocada en el centro, estaba el Duque de Ciudad Rodrigo con otros tres generales examinando un plano del país, y tan profundamente atendían a las rayas, puntos y letras con que el geógrafo designara los accidentes del terreno, que no alzaron la cabeza para mirarnos. Hízome seña don Carlos España de que debíamos esperar… En silenciosa espectación permanecimos no sé cuánto tiempo, y por fin, Wellington levantó los ojos del mapa y nos miró. También yo le observé a él a mis anchas, gozoso de tener ante mi vista a una persona tan amada entonces por todos los españoles, y que tanta admiración me inspiraba a mí.

Era Wellesley bastante alto, de cabellos rubios y rostro encendido. Representaba cuarenta y cinco años, y ésta edad tenía, la misma que Napoleón, pues ambos nacieron en 1769, el uno en mayo y el otro en agosto. El sol de la India y el de España habían alterado la blancura de su color sajón. La nariz ostentaba un alto y huesudo caballete; la frente, resguardada de los rayos del sol por el sombrero, conservaba su blancura hermosa y serena como la de una estatua griega, revelando un pensamiento sin agitación y sin fiebre, una imaginación encadenada y gran facultad de ponderación y cálculo. Adornaba su cabeza un mechón de pelo o tupé que no usaban ciertamente las estatuas helénicas; pero que no caía mal, sirviendo de vértice a una mollera británica. Los grandes ojos azules del General miraban con frialdad, posándose vagamente sobre el objeto observado, y observaban sin aparente interés.

Su Excelencia me miró como he dicho, y don Carlos España dijo:

—Mi General, este joven desea desempeñar la comisión de que vuecencia me ha hablado hace poco. Yo respondo de su valor y de su lealtad; pero he intentado disuadirle de su empeño, porque no posee conocimientos facultativos.

Para esta comisión —dijo Wellington en castellano bastante correcto— se necesitan ciertos conocimientos.

Yo miré a España, y España me miró a mí. La cortedad no me acobardó, y sin encomendarme a Dios ni al Diablo dije:

—Mi general, es cierto que no estudié en ninguna academia, pero una larga práctica de la guerra en batallas, y, sobre todo, en sitios, me ha dado tal vez los conocimientos que vuecencia exige para esta comisión. Sé levantar un plano.

El duque, alzando de nuevo los ojos, habló así:

—En mi cuartel general hay oficiales facultativos; pero ningún inglés podría entrar en Salamanca, porque sería al instante descubierto por su rostro y por su lenguaje. Es preciso que vaya un español.

—Mi general, aunque en esta empresa existan todos los peligros, todas las dificultades imaginables, yo entraré en Salamanca, y volveré con las noticias que vuecencia desea.

Tranquila y sosegadamente lord Wellington me preguntó:

—Señor oficial, ¿dónde empezó usted su vida militar?

—En Trafalgar —contesté.

Cuando esta grandiosa y trágica voz resonó en la sala en medio del general silencio, todas las cabezas de las personas allí presentes se movieron como si perteneciesen a un solo cuerpo, y todos los ojos fijáronse en mí con vivísimo interés.

—¿Según eso, ha sido usted marino? —interrogó el duque.

—Asistí al combate a los catorce años de edad. Yo era amigo de un oficial que iba en el «Trinidad». La pérdida de la tripulación me obligó a tomar parte en la batalla.

—¿Y cuándo empezó usted a servir en la campaña contra los franceses?

—El 2 de mayo de 1808. Los franceses me fusilaron en la Moncloa. Salvéme milagrosamente; pero en mi cuerpo han quedado escritos los horrores de aquel tremendo día.

—¿Y desde entonces se alistó usted?

—Alistéme en los regimientos de voluntarios de Andalucía, y estuve en la batalla de Bailén.

—¡También en la batalla de Bailén!

—Sí, mi general: el 19 de julio de 1808. ¿Quiere vuecencia ver mi hoja de servicios, que comienza en dicha fecha?

—No, me basta —repuso Wellington—. ¿Y después?

—Volví a Madrid y tomé parte en la jornada del 3 de diciembre. Caí prisionero, y quisieron llevarme a Francia. Pero me escapé en Lerma, y fui a parar a Zaragoza en tan buena ocasión que alcancé el segundo sitio de aquella heroica ciudad.

—¿Todo el sitio? —dijo Wellington con creciente interés hacia mi persona.

—Todo, desde el 19 de diciembre hasta el 12 de febrero de 1809. Puedo dar a vuecencia noticia circunstanciada de las diversas peripecias de aquellos gloriosos hechos de armas.

—¿Y a qué ejército pasó usted luego?

—Al del Centro, y serví a las órdenes del duque del Parque. Pasé después a Cádiz; defendí durante tres días el castillo de San Lorenzo de Puntales. Luego me agregaron a la expedición del general Blake a Valencia, y durante cuatro meses serví a las órdenes del Empecinado en esa singular guerra de partidas en que tanto se aprende.

—¿También guerrillero? Veo que ha ganado usted bien sus grados. Irá usted a Salamanca, si así lo desea.

—Señor, lo deseo ardientemente.

—Bien —añadió el héroe de Talavera, fijando alternativamente la vista en mí y en el mapa—. Tiene usted que hacer lo siguiente: se dirigirá usted hoy mismo disfrazado a Salamanca. Forzosamente ha de pasar por entre las tropas de Marmont, que vigilan los caminos de Ledesma y Toro. Hay muchas probabilidades de que sea usted arcabuceado por espía, pero Dios protege a los valientes… Si logra penetrar en la plaza, sacará usted un croquis de las fortificaciones, examinando con la mayor atención los conventos que han sido convertidos en fuertes, los edificios demolidos, la artillería que defiende los aproches de la ciudad, el estado de la muralla, las obras de tierra y fagina, todo absolutamente, sin olvidar las provisiones que tiene el enemigo en sus almacenes.

—Mi general, comprendo bien lo que se desea, y espero contentar a vuecencia. ¿Cuándo debo partir?

—Ahora mismo. Estamos a doce leguas de Salamanca. Prepárese usted inmediatamente, y mañana martes podrá entrar en la ciudad. En todo el martes ha de desempeñar por completo esta comisión, saliendo el miércoles de madrugada para venir al cuartel general, que en dicho día estará seguramente en Bernuy. El mayor general del ejército entregará a usted la suma que necesite para la expedición.

—Corriente, mi general. El miércoles, a las doce, estaré en Bernuy.

—Adoro la puntualidad, y considero como origen del éxito en la guerra la exacta apreciación y distribución del tiempo.

—Eso quiere decir que si no estoy de vuelta el miércoles a las doce desagradaré a vuecencia.

—Y mucho. En el tiempo marcado puede hacerse lo que encargo. Dos horas para sacar el croquis; dos para visitar los fuertes, ofreciendo en venta a los soldados algún artículo que necesiten; cuatro para recorrer toda la población y sacar nota de los edificios demolidos; dos para vencer obstáculos imprevistos; media para descansar. Son diez horas y media del martes por el día. La primera mitad de la noche para estudiar el espíritu de la ciudad, lo que piensan de esta campaña la guarnición y el vecindario; una hora para dormir y lo restante para salir y ponerse fuera del alcance y de la vista del enemigo.

—A la orden de mi general —dije disponiéndome a salir.

Lord Wellington, el hombre más grande de la Gran Bretaña, el rival de Bonaparte, la esperanza de Europa, el vencedor de Talavera, de la Albuera, de Arroyomolinos y de Ciudad-Rodrigo, levantóse de su asiento, y con grave cortesanía y cordialidad, que inundó mi alma de orgullo, dióme la mano que estreché con gratitud entre las mías.

Salí a disponer mi viaje. Poco tarde en cambiar mi empaque de oficial del ejército por el del más rústico charro que vieron los campos salmantinos. Con mi calzón estrecho de paño pardo, mis medias negras y zapatos de vaca, con mi chaleco cuadrado, mi jubón de aldetas en la cintura y cuchillada en la sangría, y el sombrero de alas anchas y cintas colgantes que encajé en mi cabeza, estaba que ni pintado. Completaron mi equipo por el momento una cartera, que cosí dentro del jubón, con lo necesario para trazar algunas líneas, y el alma de la expedición, o sea, el dinero, que puse en la bolsa interna del cinto.

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