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Episodios Nacionales para Niños: VI

Episodios Nacionales para Niños
VI
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  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

VI

Al día siguiente, muy temprano, las baterías francesas que embocaban sus tiros contra los fuertes de San José y el Pilar empezaron a hacer fuego, ¡pero qué fuego! ¡Todo el mundo a las troneras o al pie del cañón! ¡Fuera almuerzos, fuera desayunos, fuera melindres! Los aragoneses no se alimentan sino de gloria. El Reducto inconquistable, contestó al insolente sitiador con orgulloso cañoneo, y bien pronto el gran aliento de la patria dilató nuestros pechos. Las balas rasas, rebotando en la muralla de ladrillo y en los parapetos de tierra, destrozaban el Reducto, cual si fuera un castillo de dulce apedreado por un niño; las granadas, cayendo entre nosotros, reventaban con estrépito, y las bombas, pasando con pavorosa majestad por sobre nuestras cabezas, iban a caer en las calles y en los techos de las casas.

¡A la calle todo el mundo! No haya gente cobarde ni ociosa en la ciudad. Los hombres, a la muralla; las mujeres, a los hospitales de sangre; los chiquillos y los frailes, a llevar municiones. ¡A la calle todo el mundo, y con tal que se salve el honor, perezcan la ciudad y la casa, la iglesia y el convento, el hospital y la hacienda, que son cosas terrenas! Los zaragozanos, despreciando los bienes materiales como desprecian la vida, viven con el espíritu en los infinitos espacios de lo ideal.

En los primeros momentos nos visitó el capitán general, con otras muchas personas distinguidas, tales como don Mariano Cereso, el cura Sas, el general O’Neilly, San Genis y don Pedro Ric. También estuvo allí el bravo, generoso y campechano don José Montoria, que abrazó a su hijo, diciéndole: «Hoy es día de vencer o morir. Nos veremos en el Cielo».

A un mismo tiempo, y con igual furia, atacaban los franceses el Reducto del Pilar y el Fortín de San José. Éste, aunque ofrecía un aspecto más formidable, había de resistir menos, por estar construido al amparo de un vasto edificio, que la artillería enemiga convertía paulatinamente en ruinas. Desplomándose de rato en rato pedazos de paredón, muchos defensores morían aplastados. Nosotros estábamos mejor: sobre nuestras cabezas no teníamos más que cielo, y si ningún techo nos guarecía de las bombas tampoco se nos venían encima masas de piedra y ladrillo.

Nosotros habíamos tenido buen número de muertos y muchos heridos. Estos eran, al punto, llevados a la ciudad por los frailes y las mujeres, pero aquéllos aún prestaban el último servicio con sus fríos cuerpos, porque estoicamente los arrojábamos a la única brecha que había logrado abrirnos el cañón francés y que tapábamos con sacos de lana y tierra.

Durante la noche, no descansamos ni un solo momento, y la mañana del 11 nos vio poseídos del mismo frenesí, ya disparando las piezas contra la trinchera enemiga, ya acribillando a fusilazos a los pelotones que venían a flanquearnos, sin abandonar ni un instante la operación de tapar la brecha, que de hora en hora iba agrandando su horroroso espacio vacío. Así nos sostuvimos toda la mañana, hasta el momento en que dieron el asalto a San José, ya convertido en un montón de ruinas y con gran parte de su guarnición muerta. Aglomerando entonces grandes fuerzas contra nosotros, con objeto de hacer practicable la brecha que nos habían abierto, avanzaron por el camino de Torrero con dos cañones de batalla, protegidos por una columna de infantería.

En aquel instante nos consideramos perdidos: temblaron los endebles muros y los ladrillos y adobes se desbarataban en mil pedazos. Acudimos a la brecha que se abría y se abría cada vez más. Era locura tratar de tapar aquel hueco formidable; hacerlo a pecho descubierto era ofrecer víctimas sin fin al furioso enemigo. Abalanzáronse muchos con sacos de lana y paletadas de tierra, y más de la mitad quedaron yertos en el sitio. Cesó el fuego de cañón, porque parecía innecesario; hubo un momento de pánico indefinible: se nos caían los fusiles de las manos; nos vimos aniquilados por lluvia de disparos que parecían incendiar el aire, y nos olvidamos del honor, de la muerte gloriosa, de la patria y de la Virgen del Pilar, cuyo nombre decoraba la puerta del baluarte inconquistable. Rebajado de improviso el nivel moral de nuestras almas, todos los que no habíamos caído, deseamos unánimemente la vida, y saltando por encima de los heridos y pisoteando los cadáveres, huimos hacia el puente, abandonando aquel horrible sepulcro antes que se cerrara enterrándonos a todos.

En el puente nos agolpamos con furor y desorden invencibles. Los jefes, azotando de plano nuestras viles espaldas nos gritaban: «¡Atrás, canallas… El Reducto del Pilar no se rinde!… ¡A morir en la brecha!».

En el Reducto no había más que muertos y heridos. De repente vimos que entre el denso humo y el espeso polvo, saltando sobre los exánimes cuerpos y los montones de tierra, sobre las ruinas y las cureñas rotas, y el material deshecho, avanzaba una figura impávida, pálida, grandiosa, imagen de la serenidad trágica. Era una mujer que se había abierto paso entre nosotros, y penetrando en el recinto abandonado marchaba majestuosa hasta la horrible brecha. Pirli, que en el suelo yacía herido en una pierna, exclamó con terror:

—Manuela Sancho, ¿a dónde vas?

Todo esto pasó en mucho menos tiempo del que empleo en contarlo. Tras de Manuela Sancho se lanzaron dos, luego tres, luego muchos, y al fin todos los demás, azuzados por los jefes que a sablazos nos llevaron otra vez al puesto del deber. Ocurrió esta transformación portentosa por un simple impulso del corazón de cada uno, obedeciendo a sentimientos que a todos se comunicaban. Ni sé por qué fuimos valientes a los pocos segundos de haber sido cobardes. Lo que sé es que movidos todos por fuerza extraordinaria, poderosísima, sobrehumana, nos lanzamos a la brecha tras la heroica mujer, a punto que los franceses intentaban con escalas el asalto, y sin que tampoco sepa decir las causas nos sentimos con centuplicada energía y aplastamos, arrojándolos en lo profundo del foso, a los hombres de algodón que antes nos parecieron de acero. A tiros, a sablazos, con granadas de mano, a paletadas, a golpes, a bayonetazos, defendimos el paso de la brecha, y los franceses se retiraron, dejando mucha gente al pie de la muralla. Volvieron a disparar los cañones, y el Reducto inconquistable no cayó el día 11 en poder de la Francia.

Cuando la tempestad de fuego se calmó, no nos conocíamos: estábamos transfigurados y algo nuevo y desconocido palpitaba en lo íntimo de nuestras almas, dándonos una ferocidad inaudita. Al día siguiente decía Palafox con elocuencia: «Las bombas, las granadas y las balas, no mudan el color de nuestros semblantes, ni toda la Francia lo alteraría».

Rendido el Fortín de San José, trabajamos sin descanso el 12 y el 13, para reparar los muros, mejor dicho, para sustituirlos con sacos de tierra. Amainó el fuego: los sitiadores comprendían que ello era obra de paciencia y estudio, y abrían despacio y sin riesgo zanjas, caminos cubiertos y zig-zags que les trajesen a la posesión del fuerte sin pérdida de gente. Nuestros cañones estaban casi inservibles, el foso casi cegado, y era forzoso continuar la defensa a tiro de fusil. El 14, la artillería imperial desbarató de nuevo nuestros trabajos, abriéndonos más brechas por los costados y el frente. En esta situación el fuerte habría de rendirse más tarde o más temprano, pues se hallaba a merced de los tiros del francés, como un barco a merced de las olas del océano.

Nuestro único recurso era minar el Reducto para volarlo en el momento en que entraran en él los franceses y destruir también el puente para impedir que nos persiguieran. Así se hizo, y durante la noche del 14 al 15 trabajamos sin descanso en la mina, y pusimos los hornillos del puente, esperando que los enemigos se echasen encima el día siguiente. Estábamos desesperados, sin poder hacer nada, sin que la misma desesperación nos sirviera para la defensa. Era una fuerza inútil, como la cólera del loco en su jaula.

Desclavamos el tablón que decía «Reducto inconquistable», para llevarnos aquel testimonio de nuestra justificada jactancia, y al anochecer fue abandonado el fuerte, quedando sólo cuarenta hombres para custodiarlo hasta el fin y matar lo que se pudiera. Desde la torre del Pino presenciamos la retirada de los cuarenta, a eso de las ocho de la noche, después de batirse en retirada con inaudita bravura. La mina del interior del Reducto hizo muy poco efecto; pero los hornillos del puente desempeñaron tan bien su cometido que el paso quedó roto y el Reducto aislado en la otra orilla de la Huerva. Adquirido este sitio y San José, los franceses tenían el apoyo suficiente para abrir su tercera paralela y batir cómodamente todo el circuito de la ciudad.

La furia francesa arreció de tal modo desde aquel avance que la ciudad recibió en menos de dos horas mayor número de proyectiles que en el resto de la noche. Ya no había asilo seguro; ya no había un palmo de suelo ni de techo libre de aquel satánico fuego. Huían las familias de sus hogares o se refugiaban en los sótanos; los heridos, que abundaban en las principales casas, eran llevados a las iglesias, buscando reposo las fuertes bóvedas; otros salían arrastrándose; otros, más ágiles, llevaban a cuestas sus propias camas. Los más se acomodaban en el Pilar, y después de ocupar las naves, tendíanse en los altares y obstruían las capillas. A pesar de tantos infortunios, se consolaban con mirar a la Virgen, la cual, sin cesar, con el lenguaje de sus brillantes ojos, les decía que no quería ser francesa.

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