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Episodios Nacionales para Niños: II

Episodios Nacionales para Niños
II
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  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

II

Para contaros, queridos niños, con todos sus pormenores y perendengues, las dificultades que hube de vencer en mi arriesgada misión necesitaría mayor espacio del que estas páginas me ofrecen, y embargaría más de lo regular vuestra atención con actos míos particulares que no creo dignos de la Historia. Mi primer cuidado fue procurarme una «carta de seguridad», sin la cual entrar en la plaza era lo mismo que ir a prisión segura, con quebrantamiento de huesos. Facilitóme la carta de un hijo suyo un charro llamado Baltasar Cipérez, que solía llevar víveres a la plaza, y con esto y un borriquillo cargado de diferentes hortalizas me colé dentro de la estudiosa Salamanca, llamada entre la gente escolar Roma la chica. Por algunas horas pude conservar mi atrevido incógnito; con astucia y donaire, exhibiendo mi “carta de seguridad», logré sortear los primeros peligros; mas llegó de improviso la mala suerte, y fui preso como espía y encerrado en lóbrega prisión.

Pero si Dios, al parecer, y como prueba, me dejaba entregado a las tribulaciones, no tardó en demostrarme después que miraba por mí, sacándome de las pavorosas trampas en que caía. Dígolo porque mi primer encierro fue en la torre de la Merced Calzada. Dejáronme solo mis carceleros; subí velozmente a lo más alto, y desde el recinto de las campanas contemplé toda la ciudad y las fortificaciones, que dibujé con trazo firme y breve. Hecho esto, y cuando los bribones que me guardaban quisieron llevarme preso a la comisaría de guerra, tuve bastante aplomo para burlarles graciosamente. Les convidé a beber; prestáronse a tomar las borracheras que quise administrarles; me hice pasar por un gran señor que se disfrazaba con fines de amoroso galanteo; ayudóme a esto una señorita inglesa, romántica y andariega, que yo había conocido en Sancti-Espíritu; cayeron en el engaño los aturdidos franceses, vencidos del vinazo y de mis sutiles fingimientos; escapé de sus uñas, y al caer en otras fui salvado por la misma estrafalaria inglesa, que en aquella novelesca jornada fue para mí emisaria de la Providencia.

Podría yo componer un libro con mis aventuras de aquel día, en que más de una vez me vi a dos dedos de la muerte. Mas la materia del libro condensaré en cortas líneas, diciéndoos que vi todo lo que quería ver, y allegué cuantos datos y conocimientos esperaba obtener por mi conducto el duque de Ciudad Rodrigo. Y cuando me hallaba en lo más empeñado de mis observaciones y de mis peligros supe y vi que los franceses evacuaban la ciudad, lo que no era para mí atenuante de mi arriesgada situación, sino más bien motivo de mayor cuidado, porque al salir Marmont con su ejército dejó en la plaza gobernador, guarnición y justicia que con bárbara celeridad castigaban el espionaje.

Para salir hube de valerme de un grupo de masones, con quienes por mi buena suerte tropecé en las últimas horas de la noche del martes. Los clandestinos sacerdotes o maestros de obras del Gran Arquitecto del Universo, con la cooperación de la miss, adoradora del misterio, de la leyenda y de todo lo anómalo y novelesco, me sacaron en la zaga de los franceses, compuesta de cantineros, mozas y toda la taifa perdularia y maleante que suele ser la extrema cola o rabillo envenenado de los ejércitos en marcha. ¡Oh, Dios misericordioso, parecíame que había vivido un siglo dentro de Salamanca, la ciudad de Minerva convertida en ciudad de Marte! Cuando me vi fuera de las temibles puertas creí que tomaba de la muerte a la vida.

Toda mi alma lanzaba este grito: «Ahora, Gabriel, al cuartel general». ¿Pero dónde estaba el cuartel general aliado?

Viendo que los franceses tomaban la dirección de Toro, me encaminé yo hacia mediodía buscando el Valmuza, riachuelo que corre a cuatro o cinco leguas de la capital. Marchaba a pie con toda la prisa que me permitían mi cansancio, la falta de sueño, las fatigas del alma, y a las ocho de la mañana entré en Aldea Tejada… Nada me aconteció digno de notarse hasta Tornadizos, donde encontré la vanguardia inglesa y varias partidas de don Julián Sánchez. Eran las diez de la mañana.

—Un caballo, señores, denme un caballo —les dije—. Si no, prepárense a oír al señor duque… ¿Dónde está el cuartel general? Creo que en Bernuy. Un caballo, pronto.

Al fin lo tuve, y lanzándolo a toda carrera, primero por el camino y después por trochas y veredas, a las doce menos cuarto estaba en el cuartel general. Vestí a toda prisa mi uniforme, informándome al mismo tiempo de la residencia de lord Wellington para presentarme a él al instante.

—El duque ha pasado por aquí hace un momento —me dijo Tribaldos—. Recorre el pueblo a pie.

Un momento después encontré en la plaza al señor duque, que volvía de su paseo. Conocióme al punto, y acercándome a él le dije:

—Tengo el honor de manifestar a vuecencia que vengo de Salamanca, y que traigo todos los datos y noticias que vuecencia desea.

—¿Todos? —dijo Wellington sin hacer demostración alguna de benevolencia ni de desagrado.

—Todos, mi general. El ejército francés ha evacuado ayer tarde la ciudad, dejando sólo ochocientos hombres.

Wellington miró al general portugués Troncoso, que a su lado venía. Sin comprender las palabras inglesas que se cruzaron, me pareció que habían previsto la salida de Marmont.

—Este es el plano de las fortificaciones que defienden el paso del puente —dije alargando el croquis que había sacado.

Tomólo Wellington, y después de examinarlo con profundísima atención preguntó:

—¿Está usted seguro de que hay piezas giratorias en el rebellín y ocho piezas comunes en el baluarte?

—Las he contado, mi general. El dibujo será imperfecto, pero no hay en él una sola línea que no sea representación de una obra enemiga.

—¡Oh, oh! Un foso desde San Vicente al Milagro —exclamó con asombro—. San Cayetano parece fortificación importante.

—Terrible, mi general.

—Y estas otras en la cabecera del puente…

—Que se unen a los fuertes por medio de estacadas en zig-zag.

—Está bien —dijo complacido, guardando el croquis—. Ha desempeñado usted su comisión satisfactoriamente.

—Estoy a las órdenes de mi general.

Fui luego al alojamiento de lord Wellington para darle cuenta de diversas particularidades que quería conocer relativas a conventos destruidos, a municiones, a víveres, al espíritu de la guarnición y del vecindario. Mis noticias recogía con atento interés, y a cuantas preguntas me hizo contesté informando de lo que yo sabía, y guardando reserva sobre lo que ignoraba. Entendí que estaba satisfecho de mi servicio y que un gran ánimo me dispensaba el honor de considerarme cumplidor del deber en circunstancias difíciles. Mi orgullo, mi honrada vanagloria por mi modesta colaboración en los planes del capitán inglés, eran mi mejor premio y el único que yo apetecía.

Aquella misma tarde partimos hacia Salamanca, llegando a la vista de ésta antes de anochecido. En la noche nos alejamos para pasar el Tormes por los vados del Canto y San Martín. Todos decíamos: «Mañana atacaremos los fuertes».

Al día siguiente, 20 de junio, muy de mañana se dejaron ver en los cerros del norte los cuarenta mil hombres de Marmont. Suspendimos el ataque a los fuertes e hicimos varios movimientos para tomar posiciones si el enemigo nos provocaba a trabar batalla. Mas pronto se conoció que Marmont no tenía ganas de lanzar su ejército contra nosotros, siendo su intento, al aproximarse, distraer las fuerzas sitiadoras, y tal vez introducir algún socorro en los fuertes. Pero Wellington persistía con tenacidad sajona en apoderarse de San Vicente y de San Cayetano, los dos formidables conventos arreglados para castillos por una irrisión de la historia.

Cuando se expugnaban los conventos convertidos en fuertes vimos que Marmont se alejaba hacia el norte, camino de Toro. En marchas y contramarchas transcurrieron dos o tres semanas, al cabo de las cuales nos encontramos otra vez en las inmediaciones de Salamanca. Aconteció que ambos ejércitos se movían paralelamente, los franceses sobre la izquierda, nosotros sobre la derecha, viéndonos muy bien a distancia de medio tiro de cañón y sin disparar un cartucho. No puede precisar mi memoria lugares ni fechas en los días de esta contradanza. Lo que tengo bien presente es que el 21 de julio por la tarde pasamos el Tormes. Los franceses, según todas las conjeturas, habían pasado el mismo río por Alba de Tormes, y se encontraban al parecer en los bosques que hay más allá de Cavarrasa de Arriba. Formamos nosotros una no muy extensa línea, cuya izquierda se apoyaba junto al vado de Santa Marta, y la derecha en el Arapil chico, junto al camino de Madrid. Una pequeña división inglesa con algunas tropas ligeras ocupaba el lugar de Cavarrasa de Abajo, punto el más avanzado de la línea anglo-hispana-portuguesa.

En el Arapil Chico estaba yo cuando vi venir hacia nosotros el Cuartel General. El Duque y su Estado Mayor echaron pie a tierra en la falda del cerro, dirigiendo sus miradas hacia Cavarrasa de Arriba. Llamó el Lord a los oficiales del regimiento de Ibernia, uno de los establecidos allí, y habiéndome presentado yo el primero, me dijo:

—¡M!… ¿Es usted el caballero Araceli?

—A la orden de Vuecencia, mi General.

Recordé entonces que al dar cuenta a Wellington de mi arriesgada comisión en Salamanca, le dije que mi mayor gloria sería servir directamente a sus órdenes. En la entrevista que ahora refiero vi claramente que el Duque tenía mejor memoria que yo. Volviéndose a uno de los que le acompañaban dijo así: «Brigadier Pack, en la ayudantía del 23 de línea, que está vacante, ponga usted a este joven español, que desea morir por Inglaterra».

—Por la gloria y el honor de la Gran Bretaña —exclamé, la mano en el pecho.

Dirigiéndose a su íntimo amigo don José Olawlor, el Duque le dijo: «Paréceme que Marmont se dispone para adelantársenos a ocupar mañana el Arapil Grande».

Manifestaba el General en Jefe cierta inquietud, y por largo rato su anteojo exploró los lejanos encinares y cerros hacia Levante. Poco se veía ya, porque vino la noche. Los cuerpos de ejército seguían moviéndose para ocupar las posiciones dispuestas por el General en Jefe, y me separé de mis compañeros de Ibernia y de la división española.

—Nosotros —me dijo España— vamos al lugar de Torres, a la extrema derecha de la línea, más bien para observar al enemigo que para atacarle. Entiendo que los Escoceses tratarán de ocupar mañana el Arapil Grande.

—La brigada Pack, a la cual desde hace un momento pertenezco, amanecerá mañana, con la ayuda de Dios, en la ermita de Santa María de la Peña, y después…

—Adiós, mi querido Araceli; pórtate bien.

—Adiós, mi querido General. Saludo a mis compañeros desde la cumbre del Arapil Grande.

Annotate

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