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Episodios Nacionales para Niños: V

Episodios Nacionales para Niños
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  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

V

Fui a mi hospedaje ya cerca de las diez de la noche, y dejando en la tienda el fusil, subí a la vivienda de don Pablo, anhelando saber de Siseta y de la señorita. Ésta se había descompuesto, y poseída de terror no cesaba de gritar: «¡Guerra en Gerona!». No podía Siseta calmarla. A punto entró don Pablo, que antes de presentarse a su hija cuidó de cambiarse de ropa, pues venía manchado de sangre, del trato quirúrgico con los heridos. Ante Josefina quiso hacer el papel de que había ido de caza; pero su caritativo embuste, transmitido por la pluma, no resultó eficaz, y la desventurada niña mostraba en la forma espasmódica más aguda su conocimiento de la terrible situación de la ciudad.

De improviso nos sorprendió un gran estruendo en el portal, no estampido de bombas y granadas, sino clamor chillón y estridente, de mil desacordes ruidos compuesto, tales como patadas, bufidos, cacharrazos y sones bélicos de varia índole. Inquieto y confuso, Nomdedéu miraba a todos lados, inquiriendo la causa de aquel ruido; pero pronto él y los demás salimos de dudas, viendo entrar una turba de chiquillos que, desvergonzadamente y sin respeto a nadie, se colaron en la sala, dando golpes, empujándose, chillando y berreando en los más desacordes tonos. Dos de ellos llevaban colgados al cinto sendos cacharros sobre cuyo abollado fondo redoblaban con palillos de sillas viejas; tocaban la trompeta con la nariz, y todos, al compás de la inaguantable música, bailaban con ágiles brincos y cabriolas.

No necesito decir que al frente del ejército venían Manalet y Badoret, este último llevando a cuestas a Gasparó, tal como le vi en la muralla. Ninguno dejaba de traer palo, caldero viejo o vara con pingajos colgados de la punta, con cuyos objetos se simulaban fusiles, tambores y banderas. Un fondo de silla de paja atado a una cuerda y arrastrado por el suelo servía de trofeo a uno, y otro adornaba su cabeza con un cesto medio deshecho, no faltando las casacas de militares hechas jirones, y los morriones de antigua forma con descoloridas plumas adornados.

Don Pablo, ciego de cólera, apostrofó a los rapaces tan violentamente, que faltó poco para que perdieran en un punto su bélico entusiasmo.

«Granujas, largo de aquí al instante —les dijo—. ¿Qué desvergüenza es ésta? ¡Meterse en mi casa de este modo!».

Siseta y yo, indignados de tal audacia, empezamos a repartir pescozones a diestro y siniestro; pero de pronto observamos que la enferma contemplaba a los desvergonzados muchachos con atención complacida, y sonreía con tanta espontaneidad y desahogo, como si su alma sintiera indecible gozo ante aquel espectáculo. Hícelo notar al señor don Pablo, y al punto éste se puso de parte de los alborotadores, conteniendo a Siseta, que iba sobre ellos con implacable furor.

«Dejarles —dijo Nomdedéu—. Mi hija demuestra que está muy complacida viendo a estos bergantes. Mira cómo se ríe, Andrés; observa cómo les aplaude. Bien, muchachos; corred y chillad alrededor del cuarto».

Y diciendo esto, don Pablo, en medio de la sala, empezó a llevar el compás. En mal hora se les ordenó seguir. ¡Santo Dios! ¡Qué algaraza, qué estrépito!

«¿Dónde has estado todo el día? —preguntó Siseta echando mano a Badoret, y deteniéndole—. ¡Y la criatura tiene sangre en el pie! Ven acá, condenado, me las pagarás todas juntas. Espera a que bajemos a casa, y verás. Y tú, Manalet de mil demonios, ¿qué has hecho de la camisa?

—En la calle de la Ballestería estaban curando unos heridos y no tenían trapos. Me quité la camisa y la di.

—¿Para qué habéis traído a casa tanto chiquillo mal criado?

—Son nuestros amigos, hermana —repuso Badoret—. Hemos estado en el Capitol, y allí nos han dado un poco de vino.

—Ven acá, Gasparó. Este pobrecito no habrá comido nada. Alma mía, ¿qué te han hecho en el pie, que tienes sangre?

—Hermana, una bala de cañón pasó por donde estábamos, y si Gasparó no se hace para un lado, le lleva medio cuerpo; no le cogió más que la uña chica. ¡Si vieras qué valiente ha estado! Se metió debajo del cañón y allí se estuvo mirando a los franceses que querían subir a la muralla. Y les amenazaba con el puñito cerrado.

—Te voy a desollar vivo —le dijo Siseta—. Espera, espera a que bajemos. A ver si se marcha pronto de aquí toda esa canalla.

—No, que se aguarden un poco —indicó don Pablo—. Son unos chicuelos muy salados. Mira qué contenta está Josefina. Lo que quiero, Badoret, es que no metáis mucho ruido… Y dime, Manalet, ¿traéis algo de comer?

—Yo traigo cinco guindas —dijo prontamente Badoret sacándolas del seno.

—Dadme con disimulo y sin que lo vea mi hija todo lo que traigáis, que yo os daré ochavos para que compréis pólvora.

—Pauet —dijo Manalet—, saca ese medio pepino que le cogiste al soldado muerto.

—Yo doy este pedazo de bacalao —dijo otro, entregando la ofrenda en manos de don Pablo.

—Y yo, esta cabeza de gallina cruda».

En un momento se reunieron diversos manjares, tales como tronchos de col, que llevaban impreso el sello de las limpias manos de sus generosos dueños; garbanzos crudos que habían sido sacados por los agujeros de las sacas por sutilísimos dedos; pedazos de cecina, zanahorias, dos o tres almendras en confite, que ya habían recibido muchas mordidas, y otras viandas, tan liberalmente entregadas como alegremente recibidas. Procurando que no se enterase su hija, llamó don Pablo a la señora Sumta, que acababa de llegar en aquel instante, y llevándola tras el sillón de la enferma, le dijo:

«A ver si con todo esto compone usted una cena para la niña…

—¿Qué hemos de hacer con esto, señor, si no lo querrá ni la gata?

Tiró luego de pluma don Pablo, y añadiendo a lo escrito expresivos gestos y garatusas convenció a su hija de que si en efecto hubo guerra de un día en Gerona, toda había terminado con una grande y decisiva victoria. Los hijos de Francia se habían retirado con viento fresco y no volverían más. Los resplandores que se veían en la ciudad no eran de incendios, sino de iluminaciones, con que el vecindario celebraba su magnífico triunfo… Y lo último que le dijo para sosegar el ánimo de la pobre niña fue esto, que a la letra copio: “Y para que participes de la común alegría, aquí tenemos a Andrés y Siseta, que se prestarán a bailar delante de ti con los chicos un poco de sardana y otro poco de tirabou, para que también en esta casa se manifieste la inmensa satisfacción y patriótico alborozo de que está poseída la ciudad. Como tú no oyes, suprimiremos el flaviol y la tanora, que sólo sirven para meter inútil ruido. Con que puedes dar la señal para que comience la fiesta”».

Y luego, volviéndose a Siseta y a mí, nos dijo:

«No hay más remedio. Es preciso bailar un poquito, aunque supongo, Andrés, que ese cuerpo, venido hace poco de Santa Lucía, no estará para sardanas. Pero, amigos, bailando hacéis una obra de caridad. ¡Quién lo había de decir! ¡Hay tantas maneras de practicar el Santo Evangelio!».

No lo creeréis, niños queridos; encontraréis inverosímil que bailásemos Siseta y yo en aquella lúgubre noche, precisamente en los instantes en que, incendiados varios edificios de la dudad, ésta ofrecía en su estrecho recinto frecuentes escenas de desolación y angustia. Formando con ocho chiquillos un gran ruedo, bailamos, sí, obedeciendo a la apremiante sugestión de aquel padre cariñoso que nos pedía con lágrimas en los ojos nuestra cooperación en la difícil comedia con que engañaba el delicado espíritu de su hija; y nuestra danza no era silenciosa, porque los chicos, seguros de que Josefina no les oía, cantaban con entusiasmo la copla popular de Gerona en los días del Sitio:

Dígasme tú, Girona,

Si te n’arrendirás…

Lirom, lireta.

Com vols que m’rendesca,

Si España non vol pas…

Lirom fá la garideta,

Lirom fá lireta lá.

Resultaba una farsa lúgubre, que oprimía el corazón, y el infeliz don Pablo, lívido y trémulo, parecía un alma escapada del otro mundo, que esperaba el canto del gallo para volver al Purgatorio… Al fin el cansando pudo en los chicos más que la marcial travesura. Unos tras otros caían al suelo, y se quedaban dormidos en extrañas posturas. Yo dije a Nomdedéu: «Señor doctor, no nos mande bailar más, porque creeremos que estamos locos».

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