III
Continua y áspera, con chillidos de una parte, broncos rugidos de otra, era la reyerta matrimonial por si mi don Alonso iba o no a la escuadra, y como Medio-Hombre le calentaba desmedidamente los cascos, doña Paquita tenía muy entre ojos al estropeado mareante. Aguardaban los viejos a que la señora estuviese ausente para entregarse sin miedo al deleite de hablar de guerra y barcos, de cañones, de ingleses y de demonios coronados.
Una noche, aprovechando la buena coyuntura de estar mi ama en la novena del Rosario, los dos viejos, como escolares bulliciosos que pierden de vista al maestro, encerráronse en el despacho, sacaron unos mapas y pasearon por ellos sus dedos temblorosos; luego leyeron papeles en que estaban apuntados nombres de muchos barcos ingleses, con la cifra de sus cañones y tripulantes…, ¡qué escena, qué vida! Marcial imitaba con los gestos de su brazo y medio la marcha de las escuadras, la explosión de las andanadas; con su cabeza, el balance de los barcos combatientes; con su cuerpo, la caída de costado del buque que se va a pique; con su mano, el subir y bajar de las banderas de señal; con un ligero silbido, el mando del contramaestre; con los porrazos de su pie de palo contra el suelo, el estruendo del cañón; con su lengua estropajosa, los juramentos y singulares voces del combate; y como mi amo le secundase en esta tarea con la mayor gravedad quise yo también echar mi cuarto a espadas, alentado por el ejemplo. Sin poderme contener, viendo el entusiasmo de los dos marinos, comencé a dar vueltas por la habitación remedé con la cabeza y los brazos la disposición de una nave que ciñe el viento, y al propio tiempo imitaba con perfección el estruendo de los cañonazos, «¡bum, bum, bum!». Mi respetable amo y el mutilado contramaestre, tan niños como yo en aquella ocasión, no pararon mientes en lo que yo hacía, pues harto les embargaban sus guerreros comentarios. Enfrascados estaban en ellos cuando sintieron los pasos de doña Francisca, que volvía de la novena.
—¡Que viene! —exclamó Marcial con terror.
Y al punto guardaron los planos, disimulando su excitación, y pusiéronse a hablar de cosas indiferentes. Pero yo, bien porque la sangre juvenil no podía aplacarse fácilmente, bien porque no observé a tiempo la entrada de mi ama, seguí en medio del cuarto demostrando mi enajenación con frases como éstas, pronunciadas con ronca voz de mando: «¡La mura a estribor!…, ¡orza!…, ¡la andanada de sotavento!…, ¡fuego!…, ¡bum, bum!». Doña Paca se llegó a mí furiosa y sin previo aviso me descargó en la popa la andanada de su mano derecha con tan buena puntería que me hizo ver las estrellas.
—¡También tú! —gritó vapuleándome sin compasión—. ¡Pillete, zascandil! ¿Te has creído que estás todavía en la Caleta?
La zurra continuó en la forma siguiente: Yo caminando a la cocina, lloroso y avergonzado, después de arriada la bandera de mi dignidad, y sin pensar en defenderme contra tan superior enemigo; la señora detrás, dándome caza y poniendo a prueba mi pescuezo con los repetidos golpes de su mano. En la cocina eché el ancla, lloroso, considerando el desastroso fin de mi combate naval.
La tirantez de opiniones y el desacuerdo matrimonial llegaron a tal extremo que don Alonso, contrariado en su ilusión guerrera, cayó en grave pasión del ánimo. Como héroe vetusto hubo de tomar resolución heroica, y ésta fue la de escaparse, huir, como aventurero que abandona el hogar para correr hacia soñadas glorias… Una mañana, hallándose en misa doña Paquita, advertí que el señor se daba gran prisa por meter en una maleta algunas camisas y otras prendas de vestir, entre las cuales iba su uniforme. Yo le ayudé y aquello me olió a escapatoria, aunque me sorprendía no ver a Marcial por ninguna parte. No tardé, sin embargo, en explicarme su ausencia, pues don Alonso, una vez arreglado su breve equipaje, se mostró muy impaciente, hasta que al fin apareció el marinero diciendo: «Ahí está el coche. Vámonos antes que ella venga».
Cargué la maleta, y en un santiamén don Alonso, Marcial y yo salimos por la puerta del corral, subimos a la calesa y ésta partió tan a escape como lo permitía la escualidez del rocín que tiraba de ella.
Anduvimos todo el día por un proceloso y alegre camino; hicimos noche en Chiclana para descansar del hórrido traqueteo de la calesa y a las once del siguiente día dimos fondo en Cádiz… ¡Oh, Cádiz, ilustrísima y noble ciudad, patria mía y de tantos héroes, navegantes y patricios insignes. Por patria mía te adoré aquel día, sin acordarme de los demás hijos tuyos consagrados por la Historia, y me entregué al goce inefable de ver tu incomparable bahía poblada de naves, tus calles bulliciosas, limpias y alegres, tu plaza de San Juan de Dios, centro y metrópoli de la picardía, y, por fin, tu Caleta, que para mí simbolizó en un tiempo lo más hermoso de la vida, la libertad!