VIII
Conociendo Dupont que nuestro centro y nuestra izquierda eran inexpugnables por entonces, determinó atacar nuestra ala derecha, esperando abrir en ella un boquete que les diera paso hacia Bailén. Su artillería no cesaba de arrojar bala rasa, protegiendo la formación de las poderosas columnas que bien pronto debían hostilizamos. Al punto desplegamos en línea varios batallones y sin esperar el ataque marcharon hacia el enemigo, amparados por dos piezas de Artillería. El primer momento nos fue favorable. Pero el olivar vomitó gente y más gente sobre nuestra infantería. Por un instante, confundidas ambas líneas en densa nube de polvo y humo, no se podía saber cuál llevaba ventaja. Caían los nuestros sobre los imperiales, y la metralla enemiga les hacía retroceder; avanzaban ellos y adquiríamos a nuestra vez momentánea inferioridad.
Por largo tiempo duró este combate, tanto más cruel cuanto era más proporcionado el empuje de una y otra parte, hasta que al fin observamos síntomas de confusión en nuestras filas: vimos que se quebraban aquellas compactas líneas, que retrocedían sin orden, que chocaban unos con otros los grupos de soldados. Gritaban los jefes hasta quedarse sin voz, y todos se ponían a la cabeza de las columnas, conteniendo a los que flaqueaban y excitando con ardorosas palabras a los más valientes. El regimiento de «Ordenes», uno de los más bravos del ejército, se arrojó sobre el enemigo con una impavidez que a todos nos dejó maravillados. Su coronel, don Francisco de Paula Soler, parecía dar fuego a todos los fusiles con la arrebatadora llama de sus ojos; con el gesto de su mano derecha empuñando la espada, que parecía un rayo; con sus gritos, que sobresalían entre el granizado tiroteo, sublimando a los soldados.
De tal modo arreciaron la metralla y la fusilería enemiga que casi toda la primera fila del valiente regimiento de «Ordenes» cayó, cual si una gigantesca hoz la segara. Pero sobre los cuerpos palpitantes de la primera fila pasó la segunda, continuando el fuego. Como si los tiros franceses persiguieran con inteligente saña las charreteras, el regimiento vio desaparecer a muchos de sus oficiales.
Reforzáronse también los enemigos, y desplegando nueva línea con gente de reserva avanzaron a la bayoneta, pujantes, aterrados, irresistibles. ¡Momento de incomparable horror! Figurábaseme ver a dos monstruos que se baten, mordiéndose con rabia, igualmente fuertes, y que hallan en sus heridas, en vez de cansancio y muerte, nueva cólera para seguir luchando.
Cuando las bayonetas se cruzaban, el campo ocupado por nuestra infantería se clareó a trozos; sentimos el crujido de poderosas cureñas, rebotando en el suelo de hoyo en hoyo al arrastre de las mulas, castigadas sin piedad; los cañones de a 12 enfilaron el eje de sus ánimas hacia las líneas enemigas; los botes de metralla penetraron en el bronce; se atacaron con prontitud febril, y un diluvio de puntas de hierro, hendiendo horizontalmente el aire, contuvo la marcha del frente francés. A un disparo sucedía otro: la infantería, rehecha, flanqueaba los cañones, y para completar el acto de desesperación, un grito resonó en nuestro regimiento. Todos los caballos patalearon, expresando en su ignoto lenguaje que comprendían la sublimidad del momento; apretamos con fuerte puño los sables, y medimos la tierra que se extendía delante de nosotros. La caballería iba a cargar.
Vimos que a todo escape se nos acercó un general, seguido de gran número de oficiales. Era el marqués de Coupigny, alto, fuerte, rubio, colorado de suyo, y en aquella ocasión encendido, como si toda su cara despidiera fuego. Era Coupigny hombre de pocas palabras, pero suplía su escasez oratoria con la llama de su mirar, que era por sí una proclama. Pusimos atención, esperando que nos dijera alguna cosa, pero el general dispuso con un gesto la dirección del movimiento, y después nos miró. No necesitamos más.
—¡Viva España! ¡Viva el Rey Fernando! ¡Mueran los franceses! —exclamamos todos, y el escuadrón se puso en movimiento.
Estábamos formados en columna y nos desplegamos en batalla sobre los costados, bajando de las alturas a buen paso, pero sin precipitación. Maniobramos luego para tener a nuestro frente el flanco enemigo; las tropas que por allí atacaban dicho flanco doblaron por cuartas para darnos paso por los claros; el jefe gritó: «A la carga»; picamos espuela, y ciegamente caímos sobre el enemigo como avalancha. Yo, lo mismo que don Diego y los demás de la partida, íbamos en la segunda fila. Penetraron impetuosamente los de la primera, acuchillando sin piedad; los caballos bramaban de furor, sintiéndose heridos a fuego y a hierro. Algunos caían, dejando morir a sus jinetes, y otros se arrojaban con más fuerza, destrozando cuanto hallaban bajo sus poderosos cascos. Los de la primera fila hicieron gran destrozo, pero a los de la segunda nos costó más trabajo, porque avanzando demasiado los delanteros, quedamos envueltos por la infantería, lo cual atenuaba un poco nuestra superioridad. Sin embargo, destrozábamos pechos y cráneos sin piedad.
A pesar de esto, no retrocedían delante de nosotros. Ya se sabe que siendo el objeto de la caballería producir un gran sacudimiento y pavor en las filas enemigas por la violencia del primer choque, cuando éste no da el resultado apetecido, y se empeñan combates parciales entre los caballos y una numerosa infantería, los primeros corren gran riesgo de desaparecer, brutales masas, devoradas en aquel hervidero de agilidad y destreza… Hubo un momento en que me vi próximo a la muerte. A mi lado no había más que dos o tres jinetes, que se hallaban en trance tan apurado como yo; nos miramos, y comprendiendo que era preciso hacer un supremo esfuerzo, arremetimos a sablazos con bastante fortuna. Con esto y el pronto auxilio de la carga hecha en el mismo instante por la caballería de «España» salimos del apuro. Revolviendo atrás hundí las espuelas, y mi caballo se puso de un salto en la nueva fila. No vi a mi lado más cara conocida que la de Marijuán. El conde y los demás de la legión habían desaparecido.
En el mismo instante, mi caballo flaqueó de sus cuartos traseros. Intenté hacerle avanzar, clavándole impíamente las espuelas: el noble animal, comprendiendo sin duda la inmensidad de su deber y tratando de sobreponerlo a la agudeza de su dolor, dio algunos botes; pero cayó al fin, escarbando la tierra con furia.