Skip to main content

Episodios Nacionales para Niños: X

Episodios Nacionales para Niños
X
    • Notifications
    • Privacy
  • Project HomeBenito Pérez Galdós - Textos casi completos
  • Projects
  • Learn more about Manifold

Notes

Show the following:

  • Annotations
  • Resources
Search within:

Adjust appearance:

  • font
    Font style
  • color scheme
  • Margins
table of contents
  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

X

Vino la noche y con ella aumentaron la gravedad y el horror de nuestra situación. Parecía que la Naturaleza había de sernos propicia después de tantas desgracias; por el contrario, desatóse un recio temporal, y viento y agua, hondamente agitados, azotaron el buque, que, incapaz de maniobra, fluctuaba a merced de las olas. Los balances eran tan fuertes que se hacía difícil el trabajo, lo cual, unido al cansancio de la tripulación, empeoraba nuestro estado de hora en hora. Un navío inglés, que después supe se llamaba «Prince», trató de remolcar al «Trinidad», pero sus esfuerzos fueron inútiles y tuvo que alejarse por temor a un choque, que habría sido funesto para ambos buques.

Entre tanto, no era posible tomar alimento alguno. Apretado por el hambre me arriesgué a hacer una visita a los pañoles del bizcocho, y, ¿cuál sería mi asombro cuando vi a Marcial allí, traseguando a su estómago lo primero que encontró a mano? El anciano estaba herido de poca gravedad, y aunque una bala le había llevado el pie derecho, como éste no era otra cosa que la extremidad de la pierna de palo, el cuerpo de Marcial sólo estaba con tal percance un poco más cojo.

—Toma, Gabrielillo —me dijo, llenándome el seno de galletas—: barco sin lastre no navega.

Enseguida empinó una botella y bebió con delicia.

Salimos del pañol. Entrada la noche, y hallándome transido de frío, abandoné la cubierta, donde apenas podía tenerme, y corría, además, el peligro de ser arrebatado por un golpe de mar, y me retiré a la cámara. En ésta, todo era confusión, lo mismo que en el combés. Los sanos asistían a los heridos, y éstos, molestados a la vez por sus dolores y por el movimiento del buque, que les impedía todo reposo, no tenían alivio ni descanso. En un lado de la cámara yacían, cubiertos con el pabellón nacional, los oficiales muertos. Entre tanta desolación, ante el espectáculo de tantos dolores, había en aquellos cadáveres no sé qué de envidiable: ellos, solos, descansaban a bordo del «Trinidad», y todo les era ajeno, fatigas y penas, la vergüenza de la derrota y los padecimientos físicos. La bandera que les servía de ilustre mortaja parecía ponerles fuera de aquella esfera de responsabilidad, de mengua y desesperación, en que todos nos encontrábamos. Nada les afectaba el peligro que corría la nave, porque ésta no era ya más que su ataúd.

No olvidaré jamás el momento en que aquellos cuerpos fueron arrojados al mar por orden del oficial inglés que custodiaba el navío. Efectuóse la triste ceremonia al amanecer del día 22, hora en que el temporal parece que arreció exprofeso, para aumentar la pavura de semejante escena. Sacados sobre cubierta los cuerpos de los oficiales, el cura rezó un responso a toda prisa, porque no era ocasión de andarse en dibujos, e inmediatamente se procedió al acto solemne. Envueltos en su bandera y con una bala atada a los pies, fueron arrojados al mar, sin que esto, que ordinariamente hubiera producido en todos tristeza y consternación, conmoviera entonces a los que lo presenciaron. ¡Tan hechos estaban los ánimos a la desgracia que el espectáculo de la muerte les era poco menos que indiferente!

El día 22 pasó entre agonías y esperanzas: ya nos parecía que era indispensable el trasbordo a un buque inglés para salvamos, ya creíamos posible conservar el nuestro. De todos modos, la idea de ser llevados a Gibraltar como prisioneros era terrible, si no para mí, para los hombres pundonorosos y obstinados como mi amo, cuyos padecimientos morales debieron de ser inauditos aquel día. Pero estas dolorosas alternativas cesaron por la tarde, y a la hora en que fue unánime la idea de que si no trasbordábamos al navío inglés «Prince», pereceríamos todos en el buque, que ya tenía quince pies de agua en la bodega. Uriarte y Cisneros recibieron aquella noticia con calma y serenidad, demostrando que no hallaban gran diferencia entre morir en la casa propia o ser prisioneros en la extraña. Acto continuo comenzó el trasbordo, a la escasa luz del crepúsculo, lo cual no era cosa fácil, habiendo precisión de embarcar cerca de trescientos heridos. La tripulación sana constaba de unos quinientos hombres, cifra a que se quedaron reducidos los mil ciento quince individuos de que se componía antes del combate.

Comenzó precipitadamente el trasbordo con las lanchas del «Trinidad», las del «Prince» y las de otros tres buques de la escuadra inglesa. Diose la preferencia a los heridos; mas aunque se trató de evitarles toda molestia, fue imposible levantarles de donde estaban sin mortificarles, y algunos pedían con fuertes gritos que los dejasen tranquilos, prefiriendo la muerte a un viaje que recrudecía sus dolores.

El comandante Uriarte y el jefe de escuadra Cisneros se embarcaron en los botes de la oficialidad inglesa, y habiendo instado a mi amo, don Alonso, para que entrase también en ellos se negó resueltamente diciendo que deseaba ser el último en abandonar el «Santísima Trinidad».

Aún no estaba fuera la mitad de la tripulación cuando un sordo rumor de alarma y pavor resonó en nuestro navío.

«¡Que nos vamos a pique!…, ¡a las lanchas, a las lanchas!», exclamaron algunos, mientras dominados todos por el instinto de conservación corrían hacia la borda, buscando con ávidos ojos las lanchas que volvían. Se abandonó todo trabajo; no se pensó más en los heridos, y muchos de éstos, sacados ya sobre cubierta, se arrastraban por ella con delirante extravío, buscando un portalón por donde arrojarse al mar. Por las escotillas salía un lastimero clamor, que aún parece resonar en mi cerebro, helando la sangre en mis venas y erizando mis cabellos. Eran los heridos que quedaban en la primera batería, los cuales, sintiéndose anegados por el agua, que ya invadía aquel sitio, clamaban pidiendo socorro, no sé si a Dios o a los hombres.

A éstos se lo pedían en vano, porque no pensaban sino en la propia salvación. Un solo hombre, impasible ante tan gran peligro, permanecía en el alcázar sin atender a lo que pasaba a su alrededor, y se paseaba meditabundo, como si aquellas tablas donde ponía su pie no estuvieran solicitadas por el inmenso abismo. Era mi amo.

Corrí hacia él, despavorido, y le dije:

—¡Señor, que nos ahogamos!

Don Alonso no me hizo caso, y aun creo, si la memoria no me es infiel, que sin abandonar su actitud pronunció palabras, tan ajenas a la situación como éstas:

—¡Oh!, cómo se va a reír Paca cuando yo vuelva a casa después de esta grave derrota.

—¡Señor, que el barco se va a pique! —exclamé de nuevo, no ya pintando el peligro, sino suplicando con gestos y voces.

Mi amo miró al mar, a las lanchas, a los hombres que, desesperados y ciegos, se lanzaban a ellas; y yo busqué, con ansiosos ojos, a Marcial, y le llamé con toda la fuerza de mis pulmones… No sé lo que pasó. Para contar cómo me salvé no puedo fundarme sino en recuerdos muy vagos, semejantes a las imágenes de un sueño, pues, sin duda, el terror me quitó el conocimiento. Me parece que un marinero se acercó a don Alonso cuando yo le hablaba y le asió con sus vigorosos brazos. Yo mismo me sentí transportado y, cuando mi nublado espíritu se aclaró un poco, me vi en una lancha, recostado sobre las rodillas de mi amo, el cual tenía mi cabeza entre sus manos con paternal cariño. Marcial empuñaba la caña del timón; la lancha estaba llena de gente.

Alcé la vista y vi, como a cuatro o cinco varas de distancia, a mi derecha, el negro costado del navío, próximo a hundirse; por los portalones a que aún no había llegado el agua salía una débil claridad, la de la lámpara encendida al anochecer, y que aún velaba, guardián incansable, sobre los restos del buque abandonado. También hirieron mis oídos algunos lamentos que salían por las troneras: eran los pobres heridos que no había sido posible salvar y se hallaban suspendidos sobre el abismo, mientras aquella triste luz les permitía mirarse, comunicándose con los ojos la angustia de los corazones…

Annotate

Next / Sigue leyendo
XI
PreviousNext
Powered by Manifold Scholarship. Learn more at
Opens in new tab or windowmanifoldapp.org