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Episodios Nacionales para Niños: IV

Episodios Nacionales para Niños
IV
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  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

IV

Amaranta, nombre mitológico que daban en la Corte a una señora de singular hermosura, gala y honor de la hispana grandeza. Amaranta era la clave de nuestro cuento de hadas. A ella debíamos acudir dándole conocimiento de que la princesita estaba en nuestro poder…, no era flojo triunfo. Después, ella resolvería, y como persona de indudable privanza en la Corte sabría desbaratar, con mano de justicia o con renta de dinero, las intrigas del Licenciado Lobo y de los infames tenderos de la calle de la Sal. Escrita por don Celestino la carta para la gentil Amaranta, me despedí del cura, el cual rezó un Padre Nuestro y echóme sus bendiciones para que Dios me protegiera en mi humanitaria y difícil misión.

Alejándome todo lo posible del centro de la villa, llegué a la plaza de Oriente, donde me detuvo un obstáculo casi insuperable, un gran gentío que, bajando de las calles del Viento, de Rebeque, del Factor, de Noblejas y de las plazuelas de San Gil y del Tufo, invadía toda la calle Nueva y parte de la plazuela de la Armería.

Tan abstraído estaba yo en el probable desarrollo de mi cuento fantástico que durante algún tiempo no discurrí sobre la causa de aquella tan grande y ruidosa reunión de gente, ni sobre lo que pedía, porque indudablemente pedía o manifestaba desear alguna cosa. Después de recibir algunos porrazos y tropezar repetidas veces, me detuve arrimado al muro de palacio y pregunté a los que me rodeaban:

—¿Pero qué quiere toda esa gente?

—Es que se van, se los llevan —me dijo un chispero—, y eso no lo hemos de consentir.

El lector comprenderá que no importándome gran cosa que se fueran o dejaran de irse los que lo tuvieran por conveniente intenté seguir mi camino. Poco había adelantado cuando me sentí cogido por un brazo. Estremecíme de terror, creyendo hallarme en las garras del Licenciado Lobo; pero no: era mi amigo Pacorro Chinitas, amolador de oficio.

—¿Con que parece que se los llevan? —me dijo.

—¿A los infantes? Eso oigo; pero te aseguro, Chinitas, que me tiene sin cuidado.

—Pues a mí, no. Hasta aquí llegó la cosa, hasta aquí nos aguantamos, y de aquí no ha de pasar. Tú eres un chiquillo y no piensas más que en jugar, y por eso no te importa. Tú no eres español, o no tienes corazón, ni eres hombre para nada.

—Sí que soy hombre y tengo corazón para lo que sea preciso.

—Pues entonces, ¿qué haces ahí como un marmolillo? ¿No tienes armas? Coge una piedra y rómpele la cabeza al primer francés que se te ponga por delante.

—Han pasado, sin duda, cosas que yo no sé, porque he estado muchos días sin salir a la calle.

—No, no ha pasado nada todavía, pero pasará. ¡Ah! Gabriel, lo que yo te decía ha salido cierto. Todos se han equivocado, menos el amolador. Todos se han ido y nos han dejado solos con los franceses. Ya no tenemos rey ni más Gobierno que esos cuatro carcamales de la Junta.

Yo me encogí de hombros, no comprendiendo por qué estábamos sin rey y sin más Gobierno que los cuatro carcamales de la Junta.

—Gabriel —me dijo mi amigo, pasado un rato—, ¿te gusta que te manden los franceses, y que con su lengua, que no entiendes, te digan «haz esto o haz lo otro», y que se entren en tu casa, y te hagan soldado de Napoleón, y que España no sea España; vamos, al decir, que nosotros no seamos como nos da la gana de ser, sino como ese emperador quiera que seamos?

—¿Qué me ha de gustar? Pero eso es pura fantasía tuya. ¿Los franceses son los que nos mandan? ¡Quiá! Nuestro rey, cualquiera que sea, no lo consentiría.

—No tenemos rey.

—¿Pero no habrá en la familia otro que se ponga la corona?

—Se llevan todos los infantes.

—Pero habrá grandes de España y señores de muchas campanillas, y generales y ministros que les digan a franchutes: «Señores, hasta aquí llegó. Ni un paso más».

—Los señores de muchas campanillas se han ido a Bayona y allí andan a la greña por saber si obedecen al padre o al hijo.

—Pero aquí tenemos tropas que no consentirán…

—El rey les ha mandado que sean amigos de los franceses y que digan a todo amén.

—Pero son españoles y tal vez no obedezcan esa barbaridad; porque dime: si Francia nos quiere mandar, ¿es posible que un español de los que vistan uniforme lo consienta?

—El soldado español no traga, no, al extrangis, pero son uno por cada veinte. Poquito a poquito se han ido entrando, entrando, y ahora, Gabriel, esta baldosa en que ponemos los pies es tierra del que llaman por mal nombre Bonaparte.

—¡Oh, Chinitas! Me haces temblar de cólera. Eso no se puede aguantar; no, señor. Si las cosas van como dices, tú y todos los demás españoles que tengan vergüenza cogerán un arma y entonces…

—No tenemos armas.

—Entonces, Chinitas, ¿qué remedio hay? Echémonos a llorar y escondámonos en nuestras casas.

—¡Llorar! —exclamó el amolador, cerrando los puños—. ¡Si todos pensaran como yo…! No se puede decir lo que sucederá, pero… Mira: yo soy hombre de paz, pero cuando veo que estos condenados se van metiendo callandito en España, diciendo que somos amigos; cuando veo que se llevan engañado al rey; cuando les veo por esas calles echando facha y bebiéndose el mundo de un sorbo; cuando pienso que ellos están muy creídos de que nos han metido en un puño por los siglos de los siglos me dan ganas… no de llorar, sino de matar, pongo el caso, pues…, quiero decir que si un francés pasa y me toca con su codo en el pelo de la ropa, levanto la mano…, mejor dicho, abro la boca y me lo como. Y cuidado que un francés me enseñó el oficio que tengo. El francés me gusta, pero allá en su tierra.

Durante nuestra conversación advertí que la multitud aumentaba, apretándose más. Componíanla personas de ambos sexos y de todas las clases de la sociedad, espontáneamente reunidas por uno de esos llamamientos morales, íntimos, misteriosos, informulados, que no parten de ninguna voz oficial y resuenan de improviso en los oídos de un pueblo, hablándole el balbuciente lenguaje de la inspiración. La campana de ese rebato glorioso no suena sino cuando son muchos los corazones dispuestos a palpitar en concordancia con su anhelante ritmo. Rara vez presenta la historia ejemplos como aquél, porque el sentimiento patrio no hace milagros sino cuando es una condensación colosal, una unidad sin discrepancias ni distingos.

El primer movimiento hostil del pueblo reunido fue rodear a un oficial francés que, a la sazón, atravesó por la plaza de la Armería. Bien pronto unióse al francés otro oficial, español, que acudía como en auxilio del primero. Contra ambos se dirigió el furor de hombres y mujeres, siendo éstas las que con más denuedo les hostilizaban; pero al poco rato una corta fuerza francesa puso fin al incidente. Como avanzaba la mañana no quise ya perder más tiempo y traté de seguir mi camino; mas no había pasado aún el arco de la Armería cuando sentí un ruido que me pareció cureñas en acelerado rodar por calles inmediatas.

—¡Que viene la artillería! —clamaron algunos.

Pero la presencia de los artilleros no dispersó a la multitud, que corrió frenética hacia la calle Nueva. La curiosidad pudo en mí más que el deseo de llegar pronto al fin de mi viaje y corrí allá también, pero un estruendo espantoso heló la sangre en mis venas y vi caer no lejos de mí algunas personas, heridas por la metralla. Fue aquel uno de los cuadros más terribles que he presenciado en mi vida. La ira estalló en boca del pueblo de un modo tan formidable que causaba tanto espanto como la artillería enemiga. Ataque tan imprevisto y tan rudo aterró a muchos, que huían con pavor, y, al mismo tiempo, acaloraba la ira de otros, que parecían dispuestos a arrojarse sobre los artilleros; mas en aquel choque entre los fugitivos y los sorprendidos, entre los que rugían como fieras y los que clamaban heridos o moribundos bajo las pisadas de la multitud, predominó al fin el movimiento de dispersión y el gentío corrió hacia la calle Mayor. No se oían más voces que «armas, armas, armas».

Los que no vociferaban en las calles vociferaban en los balcones, y si un momento antes los madrileños, en gran parte, eran simplemente curiosos, después de la aparición de la artillería todos fueron actores. Cada cual corría a su casa, a la ajena o a la más cercana en busca de un arma y, no encontrándola, echaba mano de cualquier herramienta. Todo servía con tal que sirviera para matar.

El resultado era asombroso. Yo no sé de dónde salía tanta gente armada. Cualquiera habría creído en la existencia de una conjuración silenciosamente dispuesta, pero el arsenal de aquella guerra imprevista y sin plan, movida por la inspiración de cada uno, estaba en las cocinas, en los bodegones, en los almacenes al por menor, en las salas y tiendas de armas, en las posadas y en las herrerías.

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