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Episodios Nacionales para Niños: X

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  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

X

Nuestro valeroso jefe ordenó que algunos hombres se repartieran en distintos puntos de la casa, dejando un par de escuchas en el patio para atender a los golpes de la zapa enemiga, y a mí me tocó salir fuera con Agustín para traer algo de comida, que a todos nos hacía mucha falta. El hambre mermaba rápidamente nuestras fuerzas y apenas podíamos tenernos.

—¿En qué parte de la tierra o del cielo —me dijo Agustín— encontraremos algo de condumio?

—Esto tiene que acabarse pronto de una manera o de otra —respondí—. O se rinde la ciudad o perecemos todos.

Al fin, hacia las piedras del Coso, encontramos una cuadrilla de Administración, que estaba repartiendo raciones, ávidamente tomamos las nuestras, llevando a los compañeros todo lo que podíamos cargar. Recibiéronlo con gran algarabía y cierta jovialidad impropia de las circunstancias, pero el soldado español es y ha sido siempre así. Mientras comían aquellos mendrugos tan duros como el guijarro, cundía la opinión unánime de que Zaragoza no podía ni debía rendirse nunca.

Era medianoche cuando empezó a disminuir el fuego. Los franceses no conquistaban un palmo de terreno fuera de las casas que ocuparon por la tarde, aunque tampoco se les pudo echar de sus alojamientos. Esta epopeya se dejaba para los días sucesivos.

Después de alimentarnos con frugalidad, que valdría para ganar el Cielo, volvimos al Coso, donde vimos hormigueo de gentes que en distintas direcciones transitaba presurosa. De improviso, una mujer corrió velozmente hacia nosotros y sin pronunciar palabra se abrazó a mi compañero. Intensa emoción ahogaba la voz en su garganta. Llevaba suelto el cabello y en sus brazos magullados observamos algunas quemaduras. Habréis comprendido que era la linda niña de Candiola, y que su desolación indicaba una reciente desdicha.

Así era: apenas tuvo aliento para explicarse nos dijo que una bomba había reventado en su casa; cayeron seguidamente otras dos y el incendio remató la destrucción. La humilde vivienda era un montón de ruinas. Todo lo habían perdido. Su padre no quería separarse de los escombros, bajo los cuales quedaron sepultados sus dineros y papeles que acreditaban cuantiosas riquezas. Los vecinos, menos compasivos que rencorosos, le negaban auxilio. El pobre don Jerónimo estaba loco de rabia y desesperación, y con horrorosas blasfemias a Dios y a los santos injuriaba.

Referido esto con acento y gemidos angustiosos, María pidió a su novio que le proporcionara pan que llevar a su padre; quería llevárselo ella misma y tratar de arrancar al pobre hombre del rimero de cascote y maderas que fueron su casa; pero Agustín, disponiéndolo de otro modo, dijo a la niña: «No, María de mi alma, no volverás allá. Te llevaremos a una de las casas de San Agustín, donde estamos nosotros. Gabriel irá en busca de tu padre y, llevándole algo de comer, de grado o por fuerza, le sacará de allí para traerle a nuestro lado».

Insistió la Candiolita en volver a las ruinas de su casa; pero como apenas tenía ya fuerzas para moverse la llevamos en brazos a una casa de la calle de los Pabostre donde estaba Manuela Sancho… Y yo corrí hacia la plaza de San Felipe. Vi arder por los cuatro costados el magno edificio de la Audiencia; vi otros cuadros siniestros y horribles; vi, en fin, la casa del mísero avariento, y a éste sentado en el lugar culminante de los escombros, los codos en las rodillas, la cabeza entre las manos, de vez en cuando variaba de actitud para dar al viento sus quejas y pedir a Dios y a los hombres un auxilio que no querían darle. No pedía nada que digamos el desdichado señor; no se contentaba con menos que con solicitar la suspensión de la defensa para que todos, paisanos y soldados, nos dedicásemos a desescombrarle la casa hasta exhumar el oro y la plata, los pagarés y demás papelorios que en aquella inmensa sepultura yacían. Cuando me adelanté hacia él, trepando con dificultad por los montones de cascotes y le ofrecí pan y cecina, mostróse más indignado que agradecido. Maldijo a las autoridades civiles y militares, maldijo el patriotismo mantenedor de una defensa obstinada, que acabaría con vidas y haciendas; vomitó improperios y maldiciones contra su hija, a quien acusaba de haberle vendido a los Montorias, puso cual no digan dueñas a Guedita, que le llevó un jarro de mal vino y mendrugos de pan, y, por fin, a mí me despidió con estas palabras descorteses:

—Ea, vaya usted noramala. ¿Qué tiene que hacer en mi casa? ¡Fuera de aquí! Ya sabemos que viene a ver si puede pescar alguna cosa. Aquí no hay nada. Todo se ha quemado.

No había, pues, esperanza de llevarle a San Agustín para tranquilizar a la pobre Mariquita, por lo cual, no pudiendo detenerme más, me volví a donde me llamaban mis obligaciones.

Dormí desde las tres hasta la aurora de un nuevo día, de espanto y horrorosas luchas. Memorable fue por el ataque a Santa Mónica, que defendían los voluntarios de Huesca. Durante el día anterior y gran parte de la noche, los franceses bombardearon el edificio. Abrieron, al fin, la brecha y, penetrando en la huerta, quisieron apoderarse también del convento, olvidando que habían sido rechazados dos veces en los días anteriores. Pero Lannes, contrariado por la extraordinaria y nunca vista tenacidad de los zaragozanos, había mandado reducir a polvo las Mónicas, lo cual, con morteros y obuses, era más fácil que conquistarlas. Efectivamente, después de seis horas de fuego de artillería, una gran parte del muro de Levante cayó al suelo, y allí era de ver el regocijo de los franceses, que sin pérdida de tiempo se abalanzaron al asalto de la posición, auxiliados por los fuegos oblicuos del Molino de la Ciudad. Asaltaron con furia loca y, después de un breve choque cuerpo a cuerpo, fueron rechazados. Al siguiente día repitieron, seguros de que no habría mortal que defendiese aquel esqueleto de piedra y ladrillo que por momentos se venía al suelo. Embistiéronlo por la puerta del locutorio; pero durante la mañana no pudieron conquistar ni un palmo de terreno en el claustro.

Desplomóse al caer de la tarde el techo por la parte oriental del convento. El tercer piso, que estaba muy quebrantado, no pudo resistir el peso y cayó sobre el segundo. Éste, aún más endeble, dejóse ir sobre el principal, y el principal, incapaz por sí solo de resistir encima todo el edificio, hundióse sobre el claustro, sepultando centenares de hombres. Parecía natural que los demás se acobardaran con esta catástrofe; pero no fue así. Los franceses dominaron una parte del claustro, pero nada más, y para apoderarse de la otra necesitaban franquearse camino por entre los escombros. Mientras lo hicieron, los de Huesca, que aún existían, fijaban su alojamiento en la escalera y agujereaban el piso alto para arrojar granadas de mano contra los sitiadores.

Entre tanto, nuevas tropas imperiales logran penetrar por la iglesia, ábrense paso hasta el claustro alto y atacan a los voluntarios indomables. Con la algaraza de este encuentro, anímanse los de abajo, redoblan sus esfuerzos y sacrificando multitud de hombres consiguen llegar a la escalera. Los voluntarios se encuentran entre dos fuegos; corren buscando un lugar estratégico que les permita defenderse con alguna ventaja, y son cazados a lo largo de las crujías. El último tiro fue señal de que había caído el último hombre. Muy pocos lograron salir por un portillo que habían abierto a la calle del Palomar. De este modo, el convento de las Mónicas pasó a poder de Francia.

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