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Episodios Nacionales para Niños: XIV

Episodios Nacionales para Niños
XIV
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  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

XIV

¿Zaragoza se rendirá? La muerte al que esto diga.

Zaragoza no se rinde. La reducirán a polvo; de sus históricas casas no quedará ladrillo sobre ladrillo; caerán sus cien templos; su suelo abriráse vomitando llamas, y lanzados al aire los cimientos, caerán las tejas al fondo de los pozos; pero entre los escombros y entre los muertos habrá siempre una lengua viva para decir que Zaragoza no se rinde.

Llegó el momento de la suprema desesperación. Francia ya no combatía, minaba. Al fin, ¡parece mentira!, nos acostumbramos a las voladuras, como antes nos habíamos hecho al bombardeo. A lo mejor se oía un ruido como el de mil truenos retumbando a la vez. ¿Qué ha sido? Nada: la Universidad, la capilla de la Sangre, la casa de Aranda, tal convento o iglesia que ya no existen. Aquello no era vivir en nuestro pacífico y callado planeta: era tener por morada las regiones del rayo, mundos desordenados donde todo es fragor y desquiciamiento. No había sitio alguno donde estar, porque el suelo ya no era suelo, y bajo cada planta se abría un cráter.

Ya no se comía. ¿Para qué, si se esperaba la muerte de un momento a otro? Centenares, miles de hombres perecían en las voladuras, y la epidemia había tomado carácter fulminante. Ya no había parientes ni amigos; menos aún: ya los hombres no se conocían unos a otros; y ennegrecidos los rostros por la tierra, por el humo, por la sangre, desencajados y cadavéricos, al juntarse después del combate, se preguntaban: «¿Quién eres tú?, ¿quién es usted?».

Pasó un día después de la explosión de San Francisco; día horrible que no parece haber existido en las series del tiempo, sino tan sólo en el reino engañoso de la imaginación. Yo fui a la calle de las Arcadas poco antes de que se hundieran sus casas. Volví al Coso a cumplir la misión que se me encargó, y por el camino supe que descubierta y comprobada la traición de Candiola, éste fue encerrado en la Torre Nueva, hasta que el consejo de guerra sentenciara sobre el castigo que debía imponérsele. Para no cansaros os diré que el feroz tacaño fue fusilado en la misma plaza de San Felipe al amanecer del día siguiente. Yo tuve la desgracia de mandar el pelotón que puso fin a su aborrecida existencia.

Vete lejos de mí, horrible pesadilla. No quiero dormir. Pero el mal sueño que anhelo desechar vuelve a mortificarme. Quiero borrar de mi imaginación la lúgubre escena; pero pasa una noche y otra, y la escena no se borra. No, yo no soy capaz de quitar a sangre fría la vida a un semejante, aunque un deber inexorable me lo ordene. ¿Por qué no temblaba en las trincheras y ahora tiemblo? Siento un frío mortal. A la luz de las linternas veo algunas caras siniestras; una, sobre todo, lívida y hosca que expresa un espanto superior a todos los espantos. ¡Cómo brillan los cañones de los fusiles!… Los soldados me miran, y yo disimulo mi cobardía frunciendo el ceño. Somos estúpidos y vanos hasta en los momentos supremos. Parece que los circunstantes se burlan de mi perplejidad, y esto me da cierta energía. Entonces despego mi lengua del paladar y grito: ¡Fuego!

Yo estoy exánime; no puedo moverme. Esos hombres que veo pasar por delante de mí no parecen hombres. Están flacos, macilentos, y sus rostros serían amarillos, si no les ennegrecieran el polvo y el humo. Brillan bajo la fruncida ceja los ojos que ya no saben mirar sino matando. Se cubren de harapos inmundos, y un pañizuelo ciñe su cabeza como un cordel. Están tan escuálidos, que parecen los muertos del montón de la calle de la Imprenta, que se han levantado para relevar a los vivos. De trecho en trecho se ven, entre columnas de humo, moribundos en cuyo oído murmura un fraile conceptos religiosos. Ni el moribundo entiende, ni el fraile sabe lo que dice.

No sé lo que me pasa. No me digáis que siga contando, porque ya no hay nada. Ya no hay nada que contar, y lo que veo no parece cosa real, confundiéndose en mi memoria lo verdadero con lo soñado. Estoy tendido en un portal de la calle de la Albardería, y tiemblo de frío; mi mano izquierda está envuelta en un lienzo lleno de sangre y lodo… Alargo la derecha y toco el brazo de un amigo que vive aún.

«¿Qué ocurre, amigo Sursum Corda?

—Los franceses parece que están del lado acá del Coso —me contesta con voz desfallecida—. Han volado media ciudad. Puede ser que sea preciso rendirse. El capitán general ha caído enfermo de la epidemia y está en la calle de Predicadores… Entrarán los franceses. Me alegro de morirme para no verlos. Y usted, señor de Araceli, ¿se ha muerto ya?».

Me levanto y doy algunos pasos. Apoyándome en las paredes, avanzo un poco y llego junto a las Escuelas Pías. Un brazo amigo me sostiene y reconozco a don Roque.

«Querido Gabriel —me dice con aflicción—. La ciudad se rinde hoy mismo.

—¿Qué ciudad?

—Esta».

Al hablar así me parece que nada está en su sitio. Los hombres y las casas, todo corre en veloz fuga. La Torre Nueva saca sus pies de los cimientos para huir también, y desapareciendo a lo lejos, el capacete de plomo se le cae de un lado. Ya no resplandecen llamas en la ciudad. Columnas de negro humo corren de Levante a Poniente, y el polvo y la ceniza, levantados por los torbellinos del viento, marchan en la misma dirección.

«Todo huye, todo se va de este lugar de desolación —digo a don Roque—. Los franceses no encontrarán nada.

—Nada: hoy entran por la puerta del Angel. Dicen que la capitulación ha sido honrosa. Mira: ahí vienen los espectros que defendían la plaza».

En efecto: por el Coso desfilan los últimos combatientes. Son padres sin hijos, hermanos sin hermanos, maridos sin mujer. El que no puede encontrar a los suyos entre los vivos, tampoco es fácil que los encuentre entre los muertos, porque hay cincuenta y dos mil cadáveres, yacentes en las calles, en los portales de las casas, en los sótanos, en las trincheras. Los franceses, al entrar, se detienen llenos de espanto ante espectáculo tan terrible, y casi están a punto de retroceder. Las lágrimas corren de sus ojos y se preguntan si son hombres o espectros las pocas criaturas con movimiento que discurren ante su vista.

El soldado voluntario, al entrar en su casa, tropieza con los cuerpos de su esposa y de sus hijos. La mujer corre a la trinchera, al paradón, a la barricada, y busca a su marido. Nadie sabe dónde está: los miles de muertos no hablan, no pueden dar razón de si está fulano entre ellos. Familias numerosas se encuentran reducidas a cero, y no queda en ellas uno sólo que eche de menos a los demás.

Francia ha puesto al fin el pie dentro de aquella ciudad edificada a las orillas del clásico río que da su nombre a nuestra península; pero la ha conquistado sin domarla. Al ver tanto desastre y el fúnebre aspecto de Zaragoza, el ejército imperial, más que vencedor, se considera sepulturero de aquellos heroicos habitantes. Cincuenta y tres mil vidas le costaron a la ciudad aragonesa en el contingente de doscientos millones de criaturas con que la humanidad pagó las glorias militares del imperio francés.

Este sacrificio no será estéril, como sacrificio hecho en nombre de una idea. El imperio, cosa vana y de circunstancias, fundado en la movible fortuna, en la audacia, en el genio militar, que siempre es secundario, cuando, abandonando el servicio de la idea, sólo existe en obsequio de sí propio; el imperio francés, digo, aquella tempestad que conturbó los primeros años del siglo, y cuyos relámpagos, truenos y rayos aterraron a Europa, pasó, porque las tempestades pasan, y lo normal en la vida histórica, como en la Naturaleza, es la calma.

Lo que no ha pasado ni pasará es la idea de nacionalidad que España defendía contra el falso derecho de conquista y la usurpación. Cuando otros pueblos sucumben, ella mantiene su derecho, lo defiende, y sacrificando su propia sangre y vida, lo consagra, como consagraban los mártires en el circo la idea cristiana. El resultado es que España, despreciada injustamente en el Congreso de Viena, desacreditada con razón por sus continuas guerras civiles, sus malos gobiernos, su desorden, sus bancarrotas más o menos declaradas, sus inmorales partidos, sus extravagancias, sus toros y sus pronunciamientos, no ha visto nunca, después de 1808, puesta en duda la continuación de su nacionalidad. ¡Ay del que se atreva a intentar la conquista de esta casa de locos!

El 21 de febrero, tristísimo día, mi entrañable amigo y yo cumplimos el deber de enterrar a Mariquita Candiola. Después de buscarla por toda la ciudad, la encontramos muerta en la calle de Antón Trillo. No tenía ni la herida más leve; ni una gota de sangre manchaba sus ropas; sus párpados no se habían hinchado como en los que morían de la epidemia. Al despedirse con extremos de infinito dolor del cuerpo de la linda joven, Agustín me dijo: «María no ha muerto de nada…, quiero decir que ha muerto de pena y desesperación». Creíamos ver una hermosa imagen de cera. Ved aquí, amiguitos míos, cómo terminó con horribles amarguras y convulsión trágica el rosado cuento de Agustín Montoria. Antes que llenáramos de tierra la sepultura, Agustín rompió su espada y la arrojó en la fosa… Después, sin cuidarse de enjugar sus lágrimas, dijo a los amigos presentes que era su voluntad encerrarse en el monasterio de Veruela hasta el fin de sus días.

La guarnición, según lo estipulado, debía salir con los honores militares por la puerta del Portillo. Yo estaba tan enfermo y desfallecido que mis compañeros tuvieron que llevarme casi a cuestas. Apenas vi a los franceses, cuando con más tristeza que júbilo se extendieron por lo que había sido ciudad.

Inmensas, espantosas ruinas la formaban. Era la ciudad de la desolación, de la epopeya digna de que la llorase Jeremías y de que el grande Homero la cantara.

En la Muela, donde me retuve para reponerme, se me presentó don Roque, el cual salió también de la ciudad, temiendo ser perseguido por sospechoso.

—Gabriel —me dijo— esperaba que en vista de la heroica defensa de la ciudad serían más humanos. Hace unos días vimos dos cuerpos que arrastraba el Ebro en su corriente. Eran Mosén Santiago Sas, jefe de los valientes escopeteros de la parroquia de San Pablo, y el Padre Basilio Boggiero, maestro, amigo y consejero de Palafox. Dicen que a ese último le fueron a llamar a medianoche, so color de encomendarle una misión importante, y luego que le tuvieron entre bayonetas, lleváronle al puente, donde le acribillaron, arrojándole después al río. Lo mismo hicieron con Sas.

—Y nuestro protector y amigo, don José de Montoria, ¿no ha sido maltratado?

—Gracias a los esfuerzos del presidente de la Audiencia ha quedado con vida; pero me lo querían arcabucear… nada menos. A Palafox parece que le llevan preso a Francia, aunque prometieron respetar su persona. ¿Y qué me dices de la hombrada del mariscalazo señor Lannes? Se necesita frescura para hacer lo que él ha hecho. Pues nada más sino que mandó que le llevaran las alhajas de la Virgen del Pilar, diciendo que en el templo no estaban seguras… Nada, hijo…, que se quedó con ellas. Para disimular, ha hecho como que se las ha regalado la Junta.

Don Roque se detuvo para acompañarme y luego partimos juntos. Después de restablecido continué la campaña de 1809, tomando parte en otras acciones, conociendo nueva gente, y estableciendo amistades frescas o renovando las antiguas. Más adelante referiré algunas cosas de aquel año, así como lo que me contó Andresillo Marijuán, con quien tropecé en Castilla, cuando yo volvía de Talavera y él de Gerona.

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