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Capitulación
Las alegrías de aquel momento sublime movían de una parte a otra un oleaje de actividad y de entusiasmo. Era como una segunda batalla en que los sentimientos patrióticos chocaban con exaltación parecida al furor de los combates. Allí había desaparecido la persona humana, fundiéndose en el hermoso conjunto de la sociedad o la nación, que era, sin duda, la que conmovía la tierra con sus alaridos de gozo. Nos embriagaba la idea de que el ejército francés capitulaba, entregándonos todos sus hombres, todo su armamento. Con un rugido de patriotismo delirante, mi amigo Marijuán me dijo: «Y ahora… que vuelva ese señor Napoleón a meterse con nosotros… Chico, ya podremos comernos el mundo. La Junta de Sevilla será una remilgada si no nos manda conquistar París. ¡Viva España!».
De esto hablábamos cuando un acontecimiento inesperado nos llenó de estupor. La cometa y el tambor nos llamaron a ocupar nuestras posiciones, y gran número de gentes del pueblo corrían hacia las calles de Bailén. Nuestros destacamentos habían divisado las columnas avanzadas del general Vedel, que venía de Guarromán en auxilio de Dupont. ¡Ay! ¡Si hubiese llegado un momento antes, poniéndonos entre dos fuegos! Pero Dios, protector en aquel día de la España oprimida y saqueada, permitió que Vedel llegase cuando estaba convenida ya la tregua, y se había principiado a negociar la capitulación.
Al instante, mandó Reding un oficio al general francés dándole cuenta de lo ocurrido, y los enemigos se detuvieron más allá de una ermita que llaman de San Cristóbal, situada a mano izquierda del camino real, yendo de Bailén a Guarromán. Al poco rato, vimos un oficial francés que llegó al pueblo con un oficio para Reding y otro para Dupont, y como en el cuartel general de éste se estaban ya negociando las bases de la capitulación nos consideramos seguros de no ser atacados por la parte alta del camino. La acordada suspensión de armas debía afectar a todas las fuerzas que componían el ejército imperial de Andalucía.
A pesar de esta confianza, varios regimientos, entre ellos el de «Irlanda» y el famosísimo de «Ordenes», que tanto se había distinguido en la batalla, ocuparon el camino frente a las tropas de Vedel, las cuales, conforme llegaban, iban tomando posiciones. Sería poco más de la una cuando los franceses de Vedel, sin aguardar a que les contestara Dupont, rompieron el fuego contra «Irlanda». Gran efervescencia y algaraza y tumulto en nuestras filas. Todos querían ir, no a combatir con los franceses, sino a pasarlos a cuchillo, por violar las leyes de la guerra.
Pero la providencia estaba de nuestra parte en aquel día. Casi juntamente con los primeros tiros de la embestida de Vedel, sonaron cañonazos lejanos, que al principio no supimos a qué dirección referir.
Era la tercera división, enviada al amanecer desde Andújar por Castaños en seguimiento de Dupont. Venía ya por Casa del Rey, y al enemigo se anunciaba con disparos de pólvora seca. Aterrado con este nuevo refuerzo, que aniquilaría los restos del ejército si Vedel al armisticio no se sometía, Dupont dio enérgicas órdenes para que cesara el fuego de la división recién venida de Guarromán, y el fuego cesó. Con esto, los nueve mil hombres de Vedel se sometieron de antemano al pacto que ajustaba su general en jefe.
Pasando ahora de lo grande a lo minúsculo, sabréis que nuestro amo, el primogénito de Rumblar, se nos perdió en lo más rudo de la batalla. Terminada ésta, y viendo la desolación de la condesa y de las adorables niñas, Marijuán y yo pedimos licencia para salir a buscarle. Acompañados del afligido preceptor, que lacrimoso y suspirante creía encontrar a su amado discípulo entre los muertos, recorrimos todo el campo por una y otra parte, llegándonos al fin, para que nada nos quedase por investigar, a la ermita de San Cristóbal, próxima a las posiciones de Vedel.
Ya nos volvíamos descorazonados, cuando vimos que, camino abajo, hacia nosotros, venía un joven saltando y jugando, con aquella volubilidad y ligereza propia de los chicos al salir de la escuela. A ratos corría velozmente; luego se detenía, y acercándose a los matorrales sacaba su sable y la emprendía a cintarazos con un chaparro o una pita; luego parecía bailar, moviendo brazos y piernas al compás de su propio canto, y también echaba al aire su sombrero portugués para recogerlo en la punta de la espada.
—¡Qué veo! —exclamó don Paco con súbita exaltación—. ¿No es aquel mozalbete el propio don Diego; no es mi niño querido, la joya de la casa, la antorcha de los Rumblares?… Eh…, don Dieguito, aquí estamos… venid acá.
En efecto, era don Diego en persona. Nos vio, y al punto vino corriendo para abrazamos a todos con grande alegría. Recogimos al lindo y travieso mayorazgo, que nos contó ridículas historias para justificar su extravío, y Marijuán y don Paco se encargaron de devolver a su familia el rapaz inconsciente, de puro tonto, en que fundaba su futura grandeza. Yo me quedé en el campamento y me abstuve de entrar en el pueblo y de pisar la casa de Rumblar, porque la inopinada ingerencia de aquella familia en la sacratísima esfera de mi cuento de hadas me causaba indecible desconsuelo, como he de referir en sazón oportuna.
Las conferencias para la capitulación iban despacio. Los parlamentarios, que por Francia eran los generales Chabert y Marescot, y por España, Castaños y conde de Tilly, deliberaban en Andújar, regateando con verdadero ensañamiento las condiciones de la rendición… En la tarde del día 20, recorrí con otros amigos el campo francés, observando la terrible situación de nuestros enemigos. Los carros de heridos ocupaban larguísima extensión, y para sepultar sus tres mil muertos habían abierto profundas zanjas, donde los iban arrojando en montón, cubriéndoles luego con la mortaja común de la tierra. Algunos heridos de distinción estaban en las Ventas del Rey. Aquí, y a lo largo del camino, los cirujanos no daban paz a la mano para vendar y amputar, salvando de la muerte a los que podían. Los soldados sanos sufrían los horrores del hambre, alimentándose muy mal con caldos de cebada y un pan de avena, que parecía tierra amasada.
Todos anhelaban, para salir de tan lastimoso estado, que se firmase de una vez la capitulación; pero ésta iba despacio, porque los generales españoles querían sacar el mejor partido posible de su triunfo. Según oí decir aquel día, ya estaba acordado que se concediese a los franceses el paso de la sierra para regresar a Madrid cuando se interceptó un oficio en que el lugarteniente general del Reino mandaba a Dupont replegarse a La Mancha. Comprendimos entonces los españoles que conceder a los franceses lo mismo que querían era muy desairado para nuestras armas.
También alcanzamos a ver a lo largo del camino real la interminable fila de carros donde los imperiales llevaban todo lo cogido en Córdoba. ¡Funestas riquezas! Dicen algunos historiadores que el afán de no dejar atrás los quinientos preciosos carros les puso en el aprieto de rendirse, con la esperanza de salvar el convoy. Yo no creo que hubieran podido escapar con carros ni sin ellos, porque allí estábamos nosotros para impedírselo; pero sea lo que quiera, lo cierto es que Napoleón dijo algún tiempo después a Savary en Tolosa, hablando de aquel desastre tan funesto al Imperio:
—Más hubiera querido saber su muerte que su deshonra. No me explico tan indigna cobardía sino por el temor de comprometer lo que había robado.
Firmada quedó, al fin, en Andújar la capitulación llamada de Bailén, gloriosísima para nuestras armas, humillante para las de Napoleón. Yo no vi el triste desfile de los ocho mil soldados de Dupont cuando entregaron sus armas ante el general Castaños, porque esto tuvo lugar en Andújar. A pesar de que la primera y segunda división habían sido las vencedoras de los franceses, la honra de presenciar la rendición fue otorgada a la tercera y a la de reserva. Por delante de nosotros desfilaron las tropas de Vedel, en número de nueve mil trescientos hombres, y dejando sus armas en pabellón nos entregaron muchas águilas y cuarenta cañones.
Les mirábamos y nos parecía imposible que aquellos fueran los vencedores de Europa. Después de haber borrado la geografía del continente para hacer otra nueva, clavando sus banderas donde mejor les pareció, desbaratando imperios y haciendo con tronos y reyes un juego de títeres, tropezaban en una piedra del camino de aquella remota Andalucía, tierra casi olvidada del mundo desde la expulsión del islamismo… Ninguna victoria francesa resonó en Europa como aquella derrota, que fue, sin disputa, el primer traspiés del Imperio. Desde entonces caminó mucho, pero siempre cojeando. España, armándose toda y rechazando la invasión con la espada y la tea, con la navaja, con las uñas y con los dientes, probaría, como dijo un francés, que los ejércitos sucumben, pero que las naciones son invencibles.