VII
Un navío de la retaguardia disparó el primer tiro contra el «Royal Sovereign», que mandaba Collingwood. Mientras trababa combate con éste el «Santa Ana», el «Victory» se dirigía contra nosotros. En el «Trinidad» todos demostraban gran ansiedad por comenzar el fuego, pero nuestro comandante esperaba el momento más favorable.
El «Victory» atacó primero al «Redoutable» francés, y, rechazado por éste, vino a quedar frente a nuestro costado por barlovento. El momento terrible había llegado: cien voces dijeron ¡fuego!, repitiendo como un eco infernal la del comandante, y la andanada lanzó cincuenta proyectiles sobre el navío inglés. Por un instante el humo me quitó la vista del enemigo. Pero éste, ciego de coraje, se venía sobre nosotros viento en popa. Al llegar a tiro de fusil orzó y nos descargó su andanada. En el tiempo que medió de uno a otro disparo, la tripulación, que había podido observar el daño hecho al enemigo, redobló su entusiasmo. Los cañones se servían con presteza, aunque no sin cierto entorpecimiento, hijo de la poca práctica de algunos cabos de cañón.
El «Bucentauro», que estaba a nuestra popa, hacía fuego igualmente sobre el «Victory» y el «Temerary», otro poderoso navío inglés. Parecía que el navío de Nelson iba a caer en nuestro poder porque la artillería del «Trinidad» le había destrozado el aparejo y vimos con orgullo que perdía su palo de mesana.
En el ardor de aquel primer encuentro apenas advertí que algunos de nuestros marineros caían heridos o muertos. Yo, puesto en el lugar donde creía estorbar menos, no cesaba de contemplar al comandante, que mandaba desde el alcázar con serenidad heroica y me admiraba de ver a mi amo con menos calma, pero con más entusiasmo, alentando a oficiales y marineros con su ronca vocecilla.
—¡Ah! —dije yo para mí—. ¡Si te viera ahora doña Francisca!
Confesaré que yo tenía momentos de un miedo terrible, en que me hubiera escondido nada menos que en el mismo fondo de la bodega, y otros, de cierto delirante arrojo, en que me arriesgaba a ver desde los sitios de mayor peligro aquel gran espectáculo. Pero, dejando a un lado mi humilde persona voy a narrar el momento más terrible de nuestra lucha con el «Victory». El «Trinidad» lo destrozaba con mucha fortuna cuando el «Temerary», ejecutando una habilísima maniobra, se interpuso entre los dos combatientes, salvando a su compañero de nuestras balas. En seguida se dirigió a cortar la línea por la popa del «Trinidad», y como el «Bucentauro», durante el fuego, se había estrechado contra éste hasta el punto de tocarse los penoles, resultó un gran claro, por donde se precipitó el «Temerary», que viró prontamente y, colocándose a nuestra aleta de babor, nos disparó por aquel costado, hasta entonces ileso. Al mismo tiempo, el «Neptune», otro poderoso navío inglés, colócose donde antes estaba el «Victory»; éste se sotaventó, de modo que en un momento el «Trinidad» se encontró rodeado de enemigos que le acribillaban por todos lados.
En el semblante de mi amo, en la sublime cólera de Uriarte, en los juramentos de los marineros amigos de Marcial, conocí que estábamos perdidos, y la idea de la derrota angustió mi alma. La línea de la escuadra combinada se hallaba rota por varios puntos y al orden imperfecto con que se había formado después de la vira en redondo sucedió el más terrible desorden. Estábamos envueltos por el enemigo, cuya artillería lanzaba una espantosa lluvia de balas y de metralla sobre nuestro navío, lo mismo que sobre el «Bucentauro». El «Agustín», el «Herós» y el «Leandro» se batían lejos de nosotros, en situación algo desahogada, mientras el «Trinidad», lo mismo que el navío almirante, cogidos en terrible escaramuza por el genio del gran Nelson, luchaban desesperadamente no ya buscando una victoria imposible, sino una muerte honrosa.
No puedo recordar sin espanto aquellas tremendas horas, principalmente desde las dos a las cuatro de la tarde. Se me representan los barcos no como ciegas máquinas de guerra, obedientes al hombre, sino como verdaderos gigantes, seres vivos y monstruosos que luchaban por sí, poniendo en acción, como ágiles miembros, su velamen y, cual terribles armas, la poderosa artillería de sus costados. Mirándolos mi imaginación no podía menos de personalizarlos y aún ahora me parece que los veo acercarse, desafiarse, orzar con ímpetu para descargar su andanada, lanzarse al abordaje con ademan provocativo, retroceder con ardiente coraje para tomar más fuerza, mofarse del enemigo, increparle; me parece que les veo expresar el dolor de la herida o exhalar noblemente el gemido de la muerte, como el gladiador que no olvida el decoro en la agonía.
El espectáculo que ofrecía el interior del «Santísima Trinidad» era el de un infierno. Las maniobras habían sido abandonadas porque el barco no se movía ni podía moverse. Todo el empeño consistía en servir las piezas con la mayor presteza posible, correspondiendo así al estrago que hacían los proyectiles enemigos. La metralla inglesa rasgaba el velamen como si grandes e invisibles uñas le hicieran trizas. Los pedazos de obra muerta, los trozos de madera, los gruesos obenques segados cual haces de espigas, los motones que caían, los trozos de velamen, los hierros, cabos y demás despojos arrancados de su sitio por el cañón enemigo llenaban la cubierta, donde apenas había espacio para moverse. De minuto en minuto caían al suelo o al mar multitud de hombres llenos de vida; las blasfemias de los combatientes se mezclaban a los lamentos de los heridos, de tal modo que no era posible distinguir si insultaban a Dios los que morían o le llamaban con angustia los que luchaban.
Yo tuve que prestar auxilio en una faena tristísima, cual era la de transportar heridos a la enfermería. Algunos morían antes de llegar a ella y otros tenían que sufrir dolorosas operaciones antes de poder reposar un momento su cuerpo fatigado. También tuve la indecible satisfacción de ayudar a los carpinteros, que a toda prisa aplicaban tapones a los agujeros hechos en el casco, pero por causa de mi poca fuerza no eran aquellos auxilios tan eficaces como yo habría deseado.
La sangre corría en abundancia por la cubierta y los puentes, y a pesar de la arena, el movimiento del buque la llevaba de aquí para allí, formando fatídicos dibujos. Las balas de cañón, de tan cerca disparadas, mutilaban horriblemente los cuerpos y era frecuente ver rodar a alguno, arrancada a cercén la cabeza, cuando la violencia del proyectil no arrojaba la víctima al mar, entre cuyas ondas debía perderse casi sin dolor la última noción de la vida.
De tal suerte combatida y sin poder de ningún modo devolver iguales destrozos, la tripulación, aquella alma del buque, se sentía perecer, agonizaba con desesperado coraje y el navío mismo, aquel cuerpo glorioso, retemblaba al golpe de las balas. Yo le sentía estremecerse en la terrible lucha: crujían sus cuadernas, estallaban sus baos, rechinaban sus puntales a manera de miembros que retuerce el dolor y la cubierta trepidaba bajo mis pies con ruidosa palpitación, como si a todo el inmenso cuerpo del buque se comunicara la indignación y los dolores de sus tripulantes.
El «Bucentauro», navío general, se rindió a nuestra vista. Villeneuve había arriado bandera. Una vez entregado el jefe de la escuadra, ¿qué esperanza quedaba a los buques? El pabellón francés desapareció de la popa de aquel gallardo navío y cesaron sus fuegos. El «San Agustín» y el «Herós» se sostenían todavía y el «Rayo» y el «Neptuno», pertenecientes a la vanguardia, que habían venido a auxiliarnos, intentaron en vano salvarnos de los navíos enemigos que nos asediaban. Yo pude observar la parte del combate más inmediata al «Santísima Trinidad» porque del resto de la línea no era posible ver nada. El viento parecía haberse detenido y el humo se quedaba sobre nuestras cabezas, envolviéndonos en su espesa blancura, que las miradas no podían penetrar.
Disipóse por un momento la densa penumbra, ¡pero de qué manera tan terrible! Detonación espantosa más fuerte que la de los mil cañones de la escuadra disparando a un tiempo, paralizó a todos, produciendo general terror. Cuando el oído recibió tan fuerte impresión, claridad vivísima había iluminado el ancho espacio ocupado por las dos flotas, rasgando el velo de humo, y presentóse a nuestros ojos todo el panorama del combate.
—Se ha volado un navío —dijeron todos.
Las opiniones fueron diversas y se dudaba si el buque volado era el «Santa Ana», el «Argonauta», el «Ildefonso» o el «Bahama». Después se supo que había sido el francés nombrado «Achilles». La expansión de los gases desparramó por mar y cielo en pedazos mil cuanto momentos antes constituía un hermoso navío con 74 cañones y 600 hombres de tripulación.