I
Me parece que fue al anochecer del 18 de diciembre cuando avistamos a Zaragoza. Entrando por la puerta de Sancho, oímos que daba las diez el reloj de la Torre Nueva. Nuestro estado era excesivamente lastimoso en lo tocante a vestido y alimento, porque las largas jornadas que habíamos hecho por Santo Domingo de la Calzada. Logroño, y todo el camino real que va por la orilla izquierda del Ebro, nos molieron y extenuaron horrorosamente. El día de la evasión reuníamos entre los tres un capital de once reales; pero al entrar en la metrópoli aragonesa hicimos un balance y arqueo de la caja social y nuestras cuentas sólo arrojaron un activo de treinta y un cuartos. Compramos pan junto a la Escuela Pía y nos lo distribuimos.
Uno de mis compañeros era gato de Madrid y tenía en Zaragoza dos primos sombrereros; el otro era un viejo, que en la Corte trabajaba en librería de viejo, gran lector de papeles públicos y algo masón, según se decía. Llamábase don Roque, y como aragonés tenía buenas relaciones en Zaragoza; pero aquella no era hora de presentarnos a nadie. Aplazamos para el día siguiente el buscar amigos y como no podíamos alojarnos en una posada discurrimos por la ciudad buscando un abrigo donde pasar la noche.
Recorrimos el Coso desde la casa de los Gigantes hasta el Seminario; nos metimos por la calle Quemada y la del Rincón, ambas llenas de ruinas, hasta la plazuela de San Miguel, y de allí, atravesando al azar angostas e irregulares vías, nos encontramos junto a las ruinas del Monasterio de Santa Engracia, volado por los franceses en el primer sitio. Los tres lanzamos una misma exclamación, que indicaba la conformidad de nuestros pensamientos. Habíamos encontrado un asilo y excelente alcoba donde pasar la noche.
La pared de la fachada continuaba en pie, con su pórtico de mármol poblado de figuras de santos, que permanecían enteros y tranquilos como si ignoraran la catástrofe. En el interior vimos arcos incompletos, machones colosales, irguiéndose aún entre los escombros. Destacábanse negros y deformes sobre la claridad del espacio, semejantes a criaturas absurdas, engendradas por una imaginación en delirio; vimos recortaduras, ángulos, huecos, laberintos, cavernas y otras mil obras de esa arquitectura del acaso trazada por el desplome. Había pequeñas estancias abiertas entre los pedazos de la pared, con un arte semejante al de las grutas en la naturaleza. Los trozos de retablo, podridos a causa de la humedad, asomaban entre los restos de la bóveda, donde aún subsistía la roñosa polea que sirvió para suspender las lámparas, y precoces yerbas nacían entre las grietas de la madera y del ladrillo. El techo se confundía con el suelo, y la torre mezclaba sus despojos con los del sepulcro. La informe osamenta parecía palpitar con el estremecimiento de la voladura.
Don Roque nos dijo que bajo aquella iglesia había otra, donde se veneraban los huesos de los Santos Mártires de Zaragoza; pero la entrada del subterráneo estaba obstruida. Al internarnos, oímos voces humanas que salían de aquellos antros misteriosos, y el resplandor de una llama que iluminó parte de la escena nos permitió distinguir un grupo de personas que se abrigaban unas contra otras en el hueco formado entre dos machones derruidos. Eran mendigos de Zaragoza, que se habían arreglado un palacio en aquel sitio, resguardándose de la lluvia con vigas y esteras. También nosotros nos pudimos acomodar por otro lado y tapándonos con manta y media llamamos al sueño. Don Roque me decía así:
—Yo conozco a Don José de Montoria, uno de los labradores más ricos de Zaragoza. Ambos somos hijos de Mequinenza, fuimos juntos a la escuela y juntos jugábamos al truco en el altillo del corregidor. Aunque hace treinta años que no lo veo, creo que nos recibirá bien. Como buen aragonés, todo él es corazón. Nos presentaremos a Montoria, le diremos…
Durmióse don Roque y también me dormí.
El lecho en que yacíamos no convidaba por sus blanduras a dormir perezosamente la mañana; antes bien, colchón de cascote hace buenos madrugadores. Despertamos, pues, con el día, y como no teníamos que entretenemos en melindres de tocador, bien pronto estuvimos en disposición de salir a hacer nuestras visitas. Pensando en esto, vimos salir a dos hombres y una mujer de los que fueron durante la noche nuestros compañeros de posada, y parecían gente habituada a dormir en aquel lugar. Uno de ellos era un infeliz lisiado, con menos de pierna y media, pues la una terminada en pata de palo, la otra en la rodilla. Se ponía en movimiento con ayuda de muletas; era viejo, de rostro jovial y muy tostado por el sol. Como nos saludara afablemente al pasar, dándonos los buenos días, don Roque le preguntó hacia qué parte de la ciudad caía la casa de don José de Montoria, oyendo lo cual repuso el cojo:
—¿Don José de Montoria? Le conozco más que a las niñas de mis ojos. Hace veinte años vivía en la calle de Albardería; después se mudó a la de la Parra; después… Pero ustés son forasteros, por lo que veo. Según eso, ¿no estaban ustés aquí el 4 de agosto?
—No, amigo —le respondí—, no hemos presenciado ese gran hecho de armas.
—¿Ni vieron tampoco la batalla de las Eras?
—Tampoco hemos tenido esa felicidad.
—Pues allí estuvo don José Montoria: fue de los que llevaron arrastrando el cañón hasta enfilarlo…, pues. Veo que ustés no han visto nada. ¿De qué parte del mundo vienen ustés?
—De Madrid —dijo don Roque—. ¿Con que usted nos podrá decir dónde vive mi gran amigo?
—¡Otra!, ¿pues no he de poder, buen hombre? —repuso el cojo, sacando un mendrugo para desayunarse—. De la calle de la Parra se mudó a la de Enmedio. Ya saben ustés que todas las casas volaron…, pues. Allí estaba Esteban López, soldado de la décima compañía del primer tercio de voluntarios de Aragón, y él sólo, con cuarenta hombres, rechazó a los franceses.
—¡Eso sí que es cosa admirable!
—Pero si no han visto ustedes lo del 4 de agosto no han visto nada —continuó el mendigo—. Yo vi también lo del 4 de junio, porque me fui arrastrando por la calle de la Paja, y vi a la artillera cuando dio fuego al cañón de 24.
—Ya, ya tenemos noticia del heroísmo de esa insigne mujer —dijo don Roque—. Pero si usted nos quisiera decir…
—Pues, sí: don José de Montoria es muy amigo del comerciante don Andrés Gúspide, que el 4 de agosto estuvo haciendo fuego desde la visera del callejón de la Torre del Pino, y por allí llovían granadas, balas, metralla, y mi don Andrés, fijo como un poste. Más de cien muertos había a su lado, y él sólo mató cincuenta franceses.
—Gran hombre. ¿Y es amigo de mi amigo?
—¡Otra, qué Dios! Amigos son y los mejores caballeros de Zaragoza, y me dan limosna todos los sábados. Porque han de saber ustés que yo soy Pepe Pallejas, y me llaman, por mal nombre, Sursum Corda, como que fui hace veintinueve años sacristán de Jesús, y cantaba…, pero esto no viene al caso. Pues, como iba diciendo, el día 4 de agosto estaba yo pidiendo en San Miguel, y vi salir de la iglesia a Francisco Quílez, sargento primero de la primera compañía del primer batallón de fusileros, el cual ya saben ustés que fue el que con treinta y cinco hombres echó a los bandidos del Convento de la Encarnación… Veo que se asombran ustés…, ya. ¿No saben ustés nada de esto?
—No, amigo y señor mío —dijo don Roque—; nada de esto sabemos, y aunque tenemos el mayor gusto en que usted nos cuente tantas maravillas, lo que ahora más nos importa es saber…
—Ahora mismo, ahora mismo… Pero antes les quiero decir una cosa, y es que si don Mariano Cereso no hubiera defendido la Aljafería como la defendió nada se hubiera hecho en el Portillo. ¡Y que es hombre de mantequillas, en gracia de Dios, el tal don Mariano Cereso! En la del 4 de agosto andaba por las calles con su espada y rodela antigua, y daba miedo verle. Esto de Santa Engracia paicía un horno, señores. Las bombas y las granadas llovían; pero los patriotas no les hacían más caso que si fueran gotas de agua. Una buena parte del convento se desplomó… Don Antonio Quadros embocó por allí, y cuando miró a las baterías francesas se las quería comer. Los bandidos tenían sesenta cañones echando fuego sobre estas paredes. ¿Ustés no lo vieron? Pues yo sí, y los pedazos del ladrillo de las tapias y la tierra de los parapetos salpicaban como miajas de un bollo. Pero los muertos servían de parapeto, y muertos arriba, muertos abajo, aquello era mortandá de Dios. Don Antonio Quadros echaba llamas por los ojos.
Cayó otro pedazo de convento, y mi hombre dijo que aquello no importaba nada, y viendo que la artillería de los bandidos había abierto un gran boquete en el muro fue a taparlo él mismo con una saca de lana. Entonces una bala le dio en la cabeza. Retiráronle aquí; dijo que tampoco aquello era nada, y expiró.
—¡Oh! —exclamó don Roque, bostezando—. Estamos encantados, y el más puro patriotismo nos inflama oyendo… Pero señor Sursum, por la Virgen del Pilar, mire que estamos muertos, estamos locos.
—Para muertos y locos aquel día. ¿Ustés no vieron lo del hospital? Pues yo sí: allí caían las bombas como el granizo. Los enfermos, viendo que los techos se les venían encima, se arrojaban por las ventanas a la calle. Otros se iban arrastrando y rodaban por las escaleras. Ardían los tabiques; oíanse lamentos, y los locos mugían en sus jaulas como fieras rabiosas. Otros se escaparon y andaban por los claustros, riendo, bailando y haciendo mil gestos que daban espanto. Algunos salieron a la calle como en día de Carnaval, y uno se subió a la cruz del Coso, donde se puso a sermonear diciendo que él era el Ebro, y que anegando la ciudad iba a sofocar el fuego… La Torre Nueva hacía señales para que se supiera cuándo venía una bombica; pero el gritar de la gente no dejaba oír las campanas. Los franceses avanzan por esta calle de Santa Engracia; se apoderan del hospital y del convento de San Francisco; empieza la guerra en el Coso y en las calles de por allí. Don Santiago Sas, don Mariano Cereso, don Lorenzo Calvo, don Marcos Siminó, Renovales, el albéitar Martín Albantos, Vicente Codé, don Vicente Marracó y otros, atacan a los franceses a pecho descubierto, y detrás de una barricada hecha por ella misma, les aguarda, llena de furor, su fusilico en mano, la condesa de Bureta.
—¡Cómo!, ¿una dama, una condesa, levantaba barricadas y disparaba fusiles?… Es hermoso, es sublime… Pero ¡cuánto gozaríamos oyendo contar esas hazañas con el estómago lleno!… Con que, ¿decía usted que la casa de Montoria cae hacia?…
—Hacia allá. Ya vamos, ya —dijo el lisiado poniendo en movimiento sus tres remos, pato de palo y muletas—. ¿Ven ustés esta casa? Pues aquí vive Antonio Laste, sargento primero de la compañía del cuarto tercio, y ya sabrán que salvó de la Tesorería los diez y seis mil cuatrocientos pesos, y quitó a los franceses la cera que habían robado.
—Adelante, adelante, amigo.
—Pronto llegaremos. Por aquí iba yo en la mañana del 1.° de julio cuando encontré a Hilario Lafuente, cabo primero de la compañía de escopeteros del presbítero Sas, y me dijo: «Hoy van a atacar el Portillo». Entonces yo me fui a ver lo que había y…
—Ya estamos enterados de todo…
—Esta casa que ven ustés toda quemada y hecha escombros es la que ardió el día 4, cuando don Francisco Ipas…
—Ya sabemos lo demás, ya lo sabemos…
—Pero mucho mejor fue lo que hizo Codé, labrador de la parroquia de la Magdalena, con el cañón de la calle de la Parra —continuó el mendigo, deteniéndose otra vez—. Pues al ir a disparar, los franceses se echan encima. Huyen todos; Codé se mete debajo del cañón; pasan los franceses sin verlo, y después, ayudado por una vieja que le dio una cuerda, arrastra la pieza hasta la boca-calle. Vengan ustés y les enseñaré.
—No queremos ver nada: adelante…
Tanto le azuzamos, y con tanta obstinación cerramos nuestros oídos a sus historias que, al fin, aunque muy despacio, nos llevó por el Coso y el mercado a la calle de la Hilarza, donde la persona a quien queríamos ver tenía su casa.