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Episodios Nacionales para Niños: I

Episodios Nacionales para Niños
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  1. Portada
  2. Información
  3. Trafalgar
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
  4. Madrid, 2 de mayo
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. IV
    6. VI
    7. VI
    8. VI
    9. VI
  5. Bailén
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  6. Zaragoza
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
    12. XII
    13. XIII
    14. XIV
  7. Gerona
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VIII
    8. X
  8. Cádiz
    1. I
  9. Arapiles
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
  10. Autor
  11. Otros textos
  12. CoverPage

I

Terminada la relación de Andrés Marijuán, que me apropié y os di como relación mía, vuelvo a coger el vago hilo histórico para referiros lo que vi y supe de aquellas desaforadas turbaciones de la madre España.

De mi amigo me separé en La Mancha. Luego marché hacia la baja Andalucía. Había yo pertenecido al ejército de Areizaga, y luego me incorporaron al de Alburquerque, cuando volvió de su gloriosa retirada. A este general debió el poder supremo no haber caído en poder de los franceses, pues con su hábil movimiento sobre Jerez, mientras contenía en Ecija las avanzadas de Víctor y Mortier, dio tiempo a preparar la defensa de la isla de León, y entretuvo al enemigo en las inmediaciones de Sevilla. En marzo del año 10 se nos dio orden de pasar a la isla, porque en el continente, o sea, del puente de Suazo para acá, ¡triste es decirlo!, no había ni un palmo de terreno defendible. España se concentró en aquel pedazo de país; allí se juntaron ejército, nobleza, clero, pueblo, fuerza, inteligencia, toda la vida nacional en suma. De la misma manera, en momentos de repentino peligro para el hombre de ánimo esforzado, toda la sangre afluye al corazón, de donde sale después con nuevo brío.

Por mi parte deseaba ardientemente entrar en la isla. Aquel pantano de sal y arena, invadido por movedizos charcos y surcado por regueros de agua salada, tenían para mí el encanto del hogar nativo, y, más aún, las peñas donde se asienta Cádiz en la extremidad del istmo, o sea, la mano de aquel brazo que se adelanta para depositarla en medio de las olas.

Os diré que en aquellas calendas era yo capitán, y que mi buena conducta, ¿por qué no he de decirlo?, me daba derecho a esperar nuevos adelantos en mi carrera. Sabed también que al ser trasladado a la guarnición de Cádiz reanudé antiguas amistades, y una de las personas que más se complacieron en verme y tratarme fue aquella doña Flora de Cisniega, señora cultísima, un poco manida y harto emperegilada, que os di a conocer en mi relato de Trafalgar. Su amabilidad, que ya me distinguió de niño, fue más obsequiosa, pero más reservada, viéndome en el estado de florida juventud. Prodigaba, pues, al hombre sus finezas dentro del decoro más exquisito. Y como yo había subido rápidamente en la escala social, adquiriendo modales y expresión de persona correcta y bien educada, fui admitido en las tertulias de la discreta señora, que diariamente reunía en su casa lo más selecto de la sociedad española, atrayendo con singular predilección a los hombres más ilustres en letras. Allí tuve la gran honra de ver y oír a Martínez de la Rosa, Quintana, Toreno, Gallardo, Gallego, Arriaza, Xérica y otros que en diferentes grados de celebridad han quedado en la Historia. También tuve el gusto de codearme con los primeros políticos de la brillante hornada del XIX, con los fundadores, con los padres de la inmensa criatura parlamentaria. Eran grandes, fuertes, ingenuos; inteligencias poderosas llamadas por los prohombres a la dirección de los pueblos. Grabad sus nombres en vuestra memoria: García Herreros, Ruiz Padrón, Argüelles, Inguanzo, Muñoz Torrero… Algunos eran curas.

Viendo mundo, el más selecto mundo hispano, se me iban los meses en la grata y amenísima ciudad que me vio nacer, y nada digno de contarse me ocurrió hasta el 24 de septiembre, en que las obligaciones del servicio me llevaron a la isla de León.

Gran novedad, hermosa fiesta en la isla. Banderolas y gallardetes adornaban casas particulares y públicos edificios. Endomingada la gente, de gala los marinos y la tropa, de gala la naturaleza, todo respiraba júbilo. En el camino de Cádiz a la isla no cesaba el paso de diversa gente, en coche y a pie. Las clases todas de la sociedad concurrían a la fiesta. Vestía el poderoso comerciante su mejor paño; la elegante dama, su mejor seda, y los jóvenes artesanos, ataviados con sus pintorescos trajes, salpicaban de vivos colores la masa de la multitud. Movíanse en el aire los abanicos, reflejando en rápidos matices la luz del sol. En los rostros había tanto alborozo que la muchedumbre toda era una sonrisa, y no hacía falta que unos a otros se preguntasen a dónde iban, porque un zumbido perenne decía sin cesar: «¡A las Cortes, a las Cortes!».

Las calesas partían a cada instante. Los pobres iban a pie, con sus meriendas a la espalda y la guitarra pendiendo del hombro. Los chicos de la Caleta y la Viña no querían que la ceremonia estuviese privada del honor de su asistencia, y, arreglándose sus andrajos, emprendían con sus palitos al hombro el camino de la isla, dándose aire de un ejército en marcha, y entre sus chillidos y bufidos y algaraza se distinguía claramente el grito general: «¡A las Cortes, a las Cortes!».

Tronaban los cañones de los navíos fondeados en el puerto, y entre el blanco humo, las mil banderas semejaban fantásticas bandadas de pájaros de colores arremolinándose en torno a los mástiles. Los militares y marinos en tierra ostentaban plumachos en sus sombreros, cintas y veneras en sus pechos, orgullo y júbilo en los semblantes. Abrazábanse paisanos y militares, congratulándose de aquel día, que todos creían el primero de nuestro bienestar. Los hombres graves, los escritores y periodistas rebosaban satisfacción, dando y admitiendo plácemes por la aparición de aquella gran aurora, de aquella luz nueva, de aquella felicidad incógnita que todos nombraban con el grito placentero de: «¡Las Cortes, las Cortes!».

En la taberna del famoso Poenco, en «Puerta Tierra», menudeaban las libaciones en celebración del gran suceso. Los majos, contrabandistas, matones, chulos, jiferos y chalanes diferían sus querellas para que la majestad de tan gran día no se turbase con ataques a la paz, concordia y buena armonía entre los ciudadanos. Los mendigos abandonaron sus puestos, corriendo hacia la Cortadura, que se inundó de mancos, lisiados y cojos, ganosos de recoger abundante limosna, y enseñando sus llagas nos pedían en nombre de Dios y de la caridad, si no de aquella otra deidad nueva, santa y sublime, diciendo: «¡Por las Cortes, por las Cortes!».

Cuando llegué a la isla las calles estaban intransitables. En una de ellas la multitud se agolpaba para ver la cívica procesión. En los miradores apenas cabían los ramilletes de señoras; clamaban a voz en grito las campanas, gritaba el pueblo y se estrujaban hombres y mujeres contra las paredes, los chiquillos trepaban por las rejas y los soldados, formados en dos filas, pugnaban por dejar el paso franco a la comitiva.

Aquella no era una procesión de santas imágenes, ni de reyes y príncipes, cosa en verdad muy vista en España para que así llamara la atención: era el sencillo desfile de un centenar de hombres vestidos de negro, jóvenes unos, otros viejos, algunos sacerdotes, seglares los más. Precedíales el clero, con el cardenal Borbón de pontifical y los individuos de la regencia, y les seguía gran concurso de generales, consejeros de Castilla, próceres y gentilhombres.

La procesión venía de la iglesia mayor, donde se había dicho solemne misa y cantado un Te Deum. El pueblo no cesaba de gritar: «¡Viva la nación!, como pudiera gritar: ¡Viva el rey!», y un coro que se había colocado en cierto entarimado detrás de una esquina entonó el himno, muy laudable sin duda, pero muy malo como poesía y música, que decía:

Del tiempo borrascoso

que España está sufriendo,

va el horizonte viendo

alguna claridad.

La aurora son las Cortes,

que con sabios vocales

remediarán los males

dándonos libertad.

El músico había sido tan inhábil en la composición del discurso musical, y tan mal conocía el arte de las cadencias, que los cantantes se veían obligados a repetir cuatro veces que con sabios, que con sabios, etc. Pero esto no quita su mérito a la inocente alegría popular.

Encontré a un amigo, capitán como yo, que había logrado colarse en la iglesia de donde la procesión venía, y con cuatro rasgos me describió la ceremonia:

—Dijo una misa muy larga el cardenal narigudo; luego los regentes tomaron juramento a los procuradores, diciéndoles: «¿Juráis conservar la religión católica? ¿Juráis conservar la integridad de la nación española? ¿Juráis conservar en el trono a nuestro amado rey don Fernando? ¿Juráis desempeñar fielmente este cargo?». A lo cual ellos iban contestando que sí, que sí y que sí. Después echaron un golpe de órgano y canto llano, y se acabó.

Acompañando al amigo, que iba provisto de una boleta de pase, penetré en la cuna de las Cortes, acabaditas de nacer, o que en aquel instante nacían. La cuna era un mal teatro, habilitado para templo constituyente. No olvidaré nunca la impresión que en mí dejó el mezquino local, albergue o cuerpo de un alma tan grande. En el escenario, bajo un dosel entre telones campeaba el retrato de Fernando VII; ante él, un dorado sillón vuelto de espaldas, para indicar la presencia ideal y ausencia efectiva del soberano. A un lado y otro del sillón, que daba su reverso al público, se sentaban los señores regentes (obispo de Orense, Saavedra, Castaños, Escaño, Lardizábal); los procuradores ocupaban modestos bancos a un lado y a otro; en el centro, una mesa con tapete de damasco, cuadernillos de escribir y el consabido recado de escribir de los teatros, era el lugar de los secretarios que habían de redactar las cartas. Lunetas y palcos ocupaba el público elegante, y en el llamado «gallinero» cacareaba el verdadero gallo de la parlamentaria empolladura, el pueblo. Tal era el lugar donde las Cortes, acabadas de nacer, hicieron su primer pinito y lanzaron al mundo el primer quiero vivir.

Yo no asistí a la sesión memorable en que un buen cura (Muñoz Torrero) propuso y defendió las que habían de ser bases del edificio constitucional, a saber: la soberanía nacional, la separación de las tres potestades, legislativa, judicial y ejecutiva, la inviolabilidad del rey y de los diputados, la responsabilidad de los ministro, con otros particulares, que darían desde el primer día materia y cauce a los trabajos parlamentarios. Curas de aquel temple y de aquel saber de cosas de Derecho Político ya no se estilan. Yo conocía después a Muñoz Torrero en casa de mi doña Flora, y le admiré por su modestia y gravedad, por su ameno decir y firmes convicciones.

La segunda impresión de las Cortes la recibí en Cádiz, cuando del teatro de la isla se trasladaron a la iglesia de San Felipe Neri. Ocurrió la mudanza a fines de Febrero del año 11. Yo vi las primeras sesiones, y puedo asegurar que con el cambio de local tuvieron las Cortes más decoroso alojamiento. Tan bien apañado para su nuevo destino quedó el santuario filipense, que se le creyera hecho desde el cimiento para cámara deliberante. Andando los años, y mientras le hicieron casa propia, el Parlamento español fue peregrino que hospedaban alternativamente los teatros y las iglesias.

Aunque mis deberes militares y mi escaso entender de política me apartaban de San Felipe, con los ilustres varones constituyentes tenía yo bastante contacto en casa de la discreta doña Flora. Pero, válgame la verdad, mi afecto y simpatía íbanse del lado de los escritores y poetas, por puro platonismo y gusto de admirar, sin que me alentara la menor comezón de meterme a literato. Gustaba tan sólo de traer a mi espíritu las flores de la poesía, y de plática con los jardineros que gloriosamente las cultivaban. La amistad con que me honraron Martínez de la Rosa y Quintana vino a ser orgullo de toda mi vida.

Yo no estaba ya en Cádiz cuando los padres de la patria terminaron la grande obra de la Constitución, la primogénita de la serie que nos concedieron el Tiempo y la Historia en el curso del borrascoso siglo, más que todas sus hermanas adorada y bendecida, tanto como ellas zarandeada y maltrecha. Fue la del 12 una Constitución sincera, generosa y un poquito infantil, como hechura de los que eran sabios en cosas teóricas y niños en las prácticas. Tenía un brazo político demasiado ágil, y un brazo religioso completamente paralizado. En alguno de sus mandatos parecía un catecismo, porque ordenaba a los españoles que fuésemos justos y benéficos, revelando su filiación, por parte de madre, con el Catolicismo Romano, así como por parte de padre dejaba traslucir su parentesco con la Revolución francesa.

Pero con todas las incongruencias que le daba la mezcla de sangres diferentes, merece veneración y cariño, por haber sido la bandera de propaganda y sacrificio de los que años adelante lucharon y murieron por la libertad.

En 1811 fui incorporado al cuerpo de Ejército del general Blake, mandado por la Junta contra Suchet, dueño ya de Valencia. Desembarqué en Alicante, y me destinaron a la división de 2.000 hombres que marchó a las Cabrillas a unirse a la división del Segundo Ejército mandado por el Conde del Montijo. De las Cabrillas fuimos a Motilla del Palancar en tierra de Cuenca, donde nos batimos con la tropa francesa de D’Armagnac; pasamos luego a Huete. Como en aquel tiempo dieron las Cortes al Empecinado el mando de la quinta división del Segundo Ejército, mi batallón fue agregado a las fuerzas regidas por el célebre guerrillero, que en mayo de 1808 había salido de Aranda con un ejército de dos hombres, y en septiembre de 1811 llevaba consigo tres mil.

En abril del 12 quedé separado definitivamente de los guerrilleros y pasé al ejército llamado de Extremadura que a la sazón se hallaba en Fuenteaguinaldo, territorio de Salamanca. Todas mis ilusiones militares se cifraban, por aquellos días, en pertenecer al ejército aliado que a las órdenes del gran Wellington pugnaba contra el Imperio. Nuestra unión con Inglaterra nos aseguraba la igualdad de fuerzas frente a las nutridas huestes napoleónicas. El Lord, como comúnmente se le llamaba en toda España, gozaba de inmensa popularidad, y su pericia militar, su aplomo y las grandes virtudes y conocimientos estratégicos que en la guerra desplegaba eran garantía de un éxito feliz en todo lo que emprendiéramos bajo su mando. ¡Adelante con El Lord!

Yo había recibido el empleo de comandante en febrero del 12, y servía en la división que mandaba un Mariscal de Campo llamado Carlos d’Espagne, después Conde de España, de infausta memoria. Hasta entonces aquel joven francés, alistado en nuestros ejércitos desde 1792, no tenía celebridad, a pesar de haberse distinguido en las acciones de Barca del Puerto, de Tamames, del Fresno y de Medina del Campo. Era un excelente militar, muy bravo y fuerte; pero de carácter variable y díscolo. Digno de admiración en los combates, movían a risa o a cólera sus rarezas cuando no había enemigos delante. Tenía una figura poco simpática, y su fisonomía, compuesta casi exclusivamente de una nariz de cotorra y de unos ojazos pardos bajo cejas angulosas, revueltas movibles, y en las cuales cada pelo tenía la dirección que le parecía, revelaba un espíritu desconfiado y pasiones ardientes, ante las cuales el amigo y el subalterno debían ponerse en guardia.

Junto a este sujeto y no lejos del gran Wellington, me veréis pasar ahora del campo de la Legislación al de la Guerra, de Cádiz a Salamanca. En esta noble ciudad del estudio, Marte había desalojado a Minerva.

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