VI
Cómo se presentaba en mi alma atribulada aquel espectáculo en la negra noche, aquellos ruidos pavorosos, no es cosa que pueda yo referir ni palabras de ninguna lengua alcanzan a manifestar angustia tan grande. Llegaba junto al Espíritu Santo cuando sentí muy cercana ya una descarga de fusilería. Allá, en la esquina del palacio de Medinaceli, la rápida luz del fogonazo había iluminado un grupo, mejor dicho, un montón de personas, en distintas actitudes colocadas y con diversos trajes vestidas. Tras de la descarga oyéronse quejidos de dolor, imprecaciones que se apagaron al fin en el silencio de la noche. Después, algunas voces, hablando en lengua extranjera, dialogaban entre sí; se oían las pisadas de los verdugos, cuya marcha en dirección al fondo del Prado era indicada por los movimientos de unos farolillos de agonizante luz.
Llegué al fin al Retiro y en la puerta del primer patio me detuvieron los centinelas. Un oficial apareció en la entrada.
—Señor —le dije, juntando las manos y expresando de la manera más espontánea el vivo dolor que me dominaba—, busco a dos personas de mi familia que han sido traídas aquí por equivocación. Son inocentes: la Princesita no arrojó a la calle ningún caldero de agua hirviendo ni el pobre clérigo ha matado a ningún francés. Yo lo aseguro, señor oficial, y el que dijese lo contrario es un vil mentiroso.
El oficial, que no entendía, hizo un movimiento para echarme hacia fuera, pero yo proseguí con fuertes gritos:
—Señor oficial, ¿será usted tan inhumano que mande fusilar a dos personas inofensivas: a una niña de diez y seis años y a un infeliz viejo de sesenta? No puede ser. Déjeme usted entrar: yo le diré cuáles son y usted mandará que les pongan en libertad. Los pobrecitos no han hecho nada. Señor oficial, usted es bueno; usted no puede ser un verdugo. Un hombre como usted no puede deshonrarse asesinando a mujeres inocentes.
Sin duda, mi ruego, expresado ardientemente y con profundísima verdad, conmovió al joven oficial, más por la angustia de mis ademanes que por el sentido de las palabras, extranjeras para él, y apartándose a un lado me indicó que entrara. Hícelo rápidamente y recorrí como un insensato el primer patio y el segundo. En éste, que era el de la Pelota, no había más que franceses, pero en aquél yacían por el suelo las víctimas aún palpitantes, y no lejos de ellas las que esperaban la muerte. Vi que las ataban codo con codo, obligándolas a ponerse de rodillas, unos de espalda, otros de frente. Los más agitaban los brazos al mismo tiempo que lanzaban imprecaciones y retos a los verdugos; algunos escondían con horror la cara en el pecho del vecino; otros lloraban; otros pedían la muerte, y vi uno que, rompiendo con fuertes sacudidas las ligaduras, se abalanzó hacia los granaderos.
Algunos acababan en el acto, pero los más padecían largo martirio antes de expirar. Hubo muchos que, heridos por las balas en las extremidades y desangrados, sobrevivieron, después de pasar por muertos, hasta la mañana del día siguiente; los mismos franceses, reconociendo su mala puntería, les mandaron al hospital. Estos casos no fueron raros: yo sé de dos o tres a quienes cupo la suerte de vivir después de pasar por los horrores de una ejecución sangrienta.
Casi sin esperar a que se consumara la sentencia de los que cayeron ante mí les examiné a todos. Las linternas, puestas delante de cada grupo, alumbraban con siniestra luz la escena. Entre los inmolados y entre los que aguardaban el sacrificio no vi a Inés ni a don Celestino, aunque a cada instante me parecía reconocerles en cualquier bulto que se movía implorando compasión o murmurando una plegaria.
En aquel trance doloroso una mano helada cogió la mía, y al inclinarme vi un hombre desconocido que dijo algunas palabras y expiró. Repetidas veces pisé los pies y las manos de varios desgraciados, pero en trances tan terribles parece que se extingue todo sentimiento compasivo hacia los extraños, y buscando con anhelo a los nuestros somos impasibles para las desgracias ajenas… Corrí hacia otro extremo del patio, donde sonaban lamentos y bullicio de gentío, cuando un anciano se acercó a mí, tomándome por el brazo.
—¿A quién busca usted? —le dije.
—¡Mi hijo, mi único hijo! —me contestó—. ¿Dónde está? ¿Eres tú mi hijo? ¿Eres tú mi Juan? ¿Te han fusilado? ¿Has salido de aquel montón de muertos?
Comprendí por su mirada y por sus palabras que aquel hombre había perdido el juicio y seguí adelante. Otro se llegó a mí y preguntóme a su vez que a quién buscaba. Contéle brevemente la historia, y me dijo:
—Los que fueron presos en el barrio de Maravillas no han venido aquí ni a la casa de Correos. Están en la Moncloa. Primero los llevaron a San Bernardino y a estas horas… Vamos allá. Yo tengo un salvoconducto y podremos salir.
Salimos, en efecto, y en el Prado aquel hombre corrió desolado y le perdí de vista. No puedo decir qué calles pasé, porque ni miraba a mi alrededor ni tenía entonces más ojos que los del alma para ver siempre dentro de mí mismo el espectáculo de aquella gran tragedia. Sólo sé que corrí sin cesar, que oí las dos en un cercano reloj y me encontré en la plazuela del Barranco, inmediata a los Caños del Peral. Medí con el pensamiento la distancia y corrí hacia ella. La desesperación aligeraba mis pasos… Pronto llegué a la portalada que da a la huerta del Príncipe Pío, donde vi tanta gente curiosa que era difícil acercarse. Quise introducirme; intenté conmover a los centinelas con ruegos, con llantos, con razones, hasta con amenazas. Pero mis esfuerzos eran inútiles, y cuanto más clamaba, más enérgicamente me impelían hacia afuera. Después de forcejear un rato, la desesperación y la rabia me sugirieron estas palabras, que dirigí al centinela:
—Déjeme entrar. Vengo a que me fusilen.
El centinela me miró con lástima y apartóme con la culata de su fusil.
—¡Tienes lástima de mí —continué— y no la tienes de los que busco! No, no tengas lástima. Yo quiero entrar. Quiero ser arcabuceado con ellos.
Desde fuera escuchaba un sordo murmullo, lúgubre concierto de plegarias dolorosas y de violentas imprecaciones. No hallando razones que convencieran a los centinelas discurrí una solución que me parecía salvadora. Registré ávidamente mis bolsillos, como si en ellos encerrase un tesoro, y, sacando la navaja de Chinitas, que aún conservaba, exclamé con febril alegría:
—¡Ah! ¿No veis lo que tengo aquí? Una navaja, un cuchillo aún manchado de sangre. Con él he matado muchos franceses y mataría al mismo Napoleón I. ¿No prendéis a todo el que lleva armas? Pues aquí estoy. Torpes: habéis cogido a tantos inocentes y a mí me dejáis suelto por las calles… ¿No me andábais buscando? Pues aquí estoy. Ved, ved el cuchillo: aún gotea sangre.
Tan convincentes razones me valieron el ser aprehendido y al fin penetré en la huerta. Apenas había dado algunos pasos hacia las personas que confusamente distinguía delante de mí cuando un vivo gozo inundó mi alma. La Princesita y don Celestino estaban allí, ¡pero de qué manera! En el momento de entrar yo a ambos les ataban, como eslabones de la humana cadena que iba a ser entregada al suplicio. Me arrojé en sus brazos y por un momento, estrechados con inmenso amor, los tres no fuimos más que uno solo.
—¡A mí, a mí también! —grité a los franceses, con bárbaro delirio—. Ponedme a mí en la cuerda. Yo soy culpable; ellos, no. Fusilad al mundo entero, pero poned en libertad a esta niña inocente y este pobre sacerdote.
El oficial francés que mandaba el pelotón miró a la princesita y viéndola tan humilde, tan resignada, tan bella, tan dulcemente triste en su disposición para la muerte, no pudo menos de mostrarse algo compasivo. Don Celestino, viendo aquella inclinación favorable, se echó a llorar, y dijo también:
«Todos nosotros hemos pecado, pero esta niña es inocente». Las lágrimas del anciano produjeron más efecto que mi ardiente súplica… Inés y don Celestino fueron desatados de la cuerda…, y me ataron a mí…
Cuando me ataban volví el rostro y ya no vi a mis amigos. Mi cuento de hadas se difundió en la claridad de la rosada aurora Y allí me quedé con mi cuento trágico, cuyas últimas sensaciones apenas puedo contaros… Un estruendo horroroso; después, un zumbido dentro de la cabeza y un hervidero en todo el cuerpo; calor intenso seguido de penetrante frío; después, una sensación inexplicable, como si algo rozara por toda mi epidermis; debilidad incomprensible que me hacía el efecto de quedarme sin piernas; palpitación vivísima en el corazón y súbito detenimiento en el latido de esta víscera; después, la pérdida de toda sensación en el cuerpo, y en el busto, y en el cuello, y en la boca, la inconsciencia de tener cabeza, la absoluta reconcentración de todo yo en mi pensamiento; después, unas como ondulaciones concéntricas en mi cerebro, parecidas a las que forma una piedra cayendo al mar…; después, obscuridad profunda, misteriosamente asociada a un agudísimo dolor en las sienes…; un vago reposo, una extinción rápida, un olvido reciente y, por último…, nada, absolutamente nada.