XI
La lancha se dirigió…, ¿a dónde? Ni el mismo Marcial lo sabía. La oscuridad era tan densa que perdimos de vista las demás lanchas, y las luces del navío «Prince» se desvanecieron tras la niebla, como si un soplo las hubiera extinguido. Las olas eran tan gruesas y el vendaval tan recio, que la débil embarcación avanzaba muy poco, y gracias a una hábil dirección no zozobró más de una vez. Todos callábamos, y los más fijaban una triste mirada en el sitio donde se suponía que nuestros compañeros abandonados luchaban en aquel instante con la muerte, en espantosa agonía.
Trabajosamente avanzábamos por el tempestuoso mar. Lo peor del caso era que no divisábamos ningún barco. Por último, vimos una luz, y un rato después la mole confusa de un navío que corría el temporal por barlovento, y aparecía en dirección contraria a la nuestra. Unos le creyeron francés, otros inglés, y Marcial sostuvo que era español. Forzaron los remeros, y no sin gran trabajo llegamos a ponernos al habla.
—¡Ah del navío! —gritaron los nuestros.
—Es el «San Agustín» —gritó Marcial.
—El «San Agustín» se ha ido a pique —dijo don Alonso. Me parece que será el «Santa Ana», que también está apresado.
Efectivamente, al acercarnos, todos reconocieron al «Santa Ana», mandado en el combate por el teniente general Alava. Al punto, los ingleses que lo custodiaban dispusieron prestarnos auxilio, y no tardamos en hallarnos todos, sanos y salvos, sobre cubierta.
El «Santa Ana», navío de 112 cañones, había sufrido también grandes averías, aunque no tan graves como las del «Santísima Trinidad»; y si bien estaba desarbolado de todos sus palos y sin timón, el casco no se conservaba mal. Amparado por el francés «Fougueux», tuvo que batirse con el «Royal Sovereign», mandado por Collingwood, y con otros cuatro navíos ingleses. Según allí refirieron, la lucha había sido horrorosa, y los dos poderosos barcos, cuyos penoles se tocaban, estuvieron destrozándose por espacio de seis horas, hasta que herido el General Alava, herido el comandante Gardoqui, muertos cinco oficiales y noventa y siete marineros, con más de ciento cincuenta heridos, tuvo que rendirse el «Santa Ana». Apresado por los ingleses, era casi imposible manejarlo, a causa del mal estado y del furioso vendaval que se desencadenó en la noche del 21.
Yo había perdido mi afición a andar por el combés y alcázar de proa, y así, desde que me encontré a bordo del «Santa Ana», me refugié con mi amo en la cámara, donde pude descansar un poco y alimentarme, pues de ambas cosas estaba muy necesitado… Hallábame, después, ocupado en poner a don Alonso una venda en el brazo cuando se acercó un joven alto, esbozado en luengo capote azul. Era el oficial de Artillería don Rafael Malespina, pariente de mi amo. Estaba herido y le habían transportado desde el «Nepomuceno» al «Santa Ana». Don Alonso le abrazó con ternura y, consagradas breves palabras a las familias ausentes, le dijo:
—Cuéntame, por Dios, Rafaelito, lo que ha pasado en el «Nepomuceno». Aún me cuesta trabajo creer que ha muerto Churruca, a pesar de que todos lo dan por cosa cierta.
—Desde que salimos de Cádiz —respondió Malespina—, Churruca tenía el presentimiento de este gran desastre. El había opinado contra la salida, porque conocía la inferioridad de nuestras fuerzas y, además, confiaba poco en la inteligencia del jefe Villeneuve. Todos sus pronósticos han salido ciertos; todos, hasta el de su muerte, pues es indudable que la presentía, seguro como estaba de no alcanzar la victoria. El día 19 dijo a su cuñado Apodaca: «Antes que rendir mi navío lo he de volar o echar a pique. Este es el deber de los que sirven al Rey y a la Patria». El mismo día escribió a un amigo suyo, diciéndole: «Si llegas a saber que mi navío ha sido hecho prisionero di que he muerto».
«Cuando vio Churruca que Villeneuve mandaba virar en redondo a toda la escuadra consideró que la batalla estaba perdida. El “Nepomuceno” vino a quedar al extremo de la línea. Rompióse el fuego entre el “Santa Ana” y “Royal Sovereign”, y, sucesivamente, todos los navíos fueron entrando en el combate. Cinco navíos ingleses de la división Collingwood se dirigieron contra el “San Juan”; pero dos de ellos siguieron adelante y Churruca no tuvo que hacer frente más que a fuerzas triples».
«Nos sostuvimos enérgicamente contra tan superiores enemigos hasta las dos de la tarde, sufriendo mucho, pero devolviendo estrago doble a nuestros contrarios. El grande espíritu de nuestro heroico jefe parecía haberse comunicado a soldados y marineros, y las maniobras, así como los disparos, se hacían con una prontitud pasmosa. La gente de leva se había educado en el heroísmo, sin más que dos horas de aprendizaje, y nuestro navío, por su defensa gloriosa, no sólo era el terror, sino el asombro de los ingleses».
«Estos necesitaron nuevos refuerzos: necesitaron seis contra uno. Volvieron los dos navíos que nos habían atacado primero, y uno de ellos, al costado del “Nepomuceno”, nos batió a medio tiro de pistola. Había que ver el fuego de aquellos seis colosos, vomitando balas y metralla sobre un buque de 74 cañones. Parecía que nuestro navío se agrandaba, creciendo en tamaño, conforme crecía el arrojo de sus defensores. Las proporciones gigantescas que tomaban las almas parecía que las tomaban también los cuerpos, y al ver cómo infundíamos pavor a fuerzas seis veces superiores nos creíamos algo más que hombres».
«Entre tanto, Churruca, que era nuestro pensamiento, dirigía la acción con serenidad asombrosa. Aquel hombre débil y enfermizo, cuyo hermoso y triste semblante no parecía nacido para arrostrar escenas tan espantosas, nos infundía a todos misterioso ardor, sólo con el rayo de su mirada».
«Pero Dios no quiso que saliera vivo de la terrible porfía. Viendo que no era posible hostilizar a un navío que por la popa molestaba al “San Juan” impunemente, fue él mismo a apuntar el cañón, y logró desarbolar al contrario. Volvía al alcázar de popa cuando una bala de cañón le alcanzó en la pierna derecha, con tan fatal acierto, que casi se la desprendió, del modo más doloroso, por la parte alta del muslo. Corrimos a sostenerlo y el héroe cayó en mis brazos. ¡Qué horrible momento! Aún me parece que siento bajo mi mano el violento palpitar de un corazón que hasta en aquel instante terrible no latía sino por la Patria. Le vi tratando de reanimar con una sonrisa su semblante, cubierto ya de mortal palidez, mientras con voz apenas alterada exclamó: Esto no es nada. Siga el fuego».
«Tratamos de bajarle a la cámara, pero no fue posible arrancarle del alcázar. Al fin, cediendo a nuestros ruegos, comprendió que era preciso abandonar el mando. Llamó a Moyna, su segundo, y le dijeron que había muerto; llamó al comandante de la primera batería, y éste, aunque gravemente herido, subió al alcázar y tomó el mando».
«Desde aquel momento, la tripulación se achicó; de gigante se convirtió en enana; desapareció el valor y comprendimos que era necesario rendirse. Como si una repentina parálisis moral y física hubiera invadido la tripulación, así se quedaron todos helados y mudos, sin que el dolor ocasionado por la pérdida de hombre tan querido diera lugar al bochorno de la rendición».
«No perdió Churruca el conocimiento hasta los últimos instantes; no se quejó de sus dolores ni mostró pesar por su fin cercano; antes bien, todo su empeño consistía, sobre todo, en que la oficialidad no conociera la gravedad de su estado, y en que ninguno faltase a su deber. Dio las gracias a la tripulación por su comportamiento heroico; dirigió algunas palabras a su cuñado Ruiz de Apodaca y, después de consagrar un recuerdo a su joven esposa, y de elevar el pensamiento a Dios, cuyo nombre oímos pronunciado varias veces por sus secos labios, expiró con la tranquilidad de los justos y la entereza de los héroes, sin la satisfacción de la victoria, pero también sin el resentimiento del vencido, firme como militar, sereno como hombre, sin pronunciar una queja ni acusar a nadie, con tanta dignidad en la muerte como en la vida. Contemplábamos su cadáver aún caliente, y nos parecía mentira; creíamos que había de despertar para mandarnos de nuevo y tuvimos para llorarle menos entereza que él para morir, pues al expirar se llevó todo el valor, todo el entusiasmo que nos había infundido».
«Rindióse el “San Juan Nepomuceno”, y cuando subieron a bordo los oficiales de las seis naves que lo habían destrozado cada uno pretendía para sí el honor de recibir la espada del brigadier muerto. Todos decían: “Se ha rendido a mi navío”, y por un instante disputaron reclamando el honor de la victoria para uno u otro de los buques a que pertenecían. Quisieron que nuestro comandante accidental decidiera la cuestión diciendo a cuál de los navíos ingleses se había rendido, y aquél respondió: “A todos, que a uno solo jamás se hubiera rendido el ‘San Juan’”».
«Ante el cadáver del gran Churruca, los ingleses, que le conocían por la fama de su valor y entendimiento, mostraron gran pena. Luego, dispusieron que las exequias se hicieran formando la tropa y marinería inglesa al lado de la española, y en todos sus actos se mostraron caballeros, magnánimos y generosos».
Aquí terminó Malespina, el cual fue escuchado con viva atención durante el relato. Por lo que oí pude comprender que a bordo de cada navío había ocurrido una tragedia tan espantosa como la que yo mismo presencié, y dije para mí: «¡Cuánto desastre, Santo Dios, causado por las torpezas de un solo hombre!». Y aunque yo era entonces un chiquillo recuerdo que pensé lo siguiente: «Un hombre tonto no es capaz de hacer, en ningún momento de su vida, los disparates que hacen a veces las naciones, dirigidas por centenares de hombres de talento».