V
Nuestra marcha por Cañete de las Torres, en dirección del Río Salado, fue un paseo triunfal, mejor dicho, casi no parecía que marchábamos, porque la gente de los pueblos, mujeres, ancianos y chicuelos, nos seguían a un lado y otro del camino, improvisando fiestas y bailes en todas las paradas.
En Porcuna se nos unieron las tropas de Reding. Celebraron consejo los generales para distribuir las divisiones y tomar la ofensiva inmediatamente. Aquel día, que fue, si no recuerdo mal, el 12 o el 13 de julio, vi por primera vez al general Castaños, cuando nos pasó revista. Parecía tener cincuenta años y, por cierto, que me causó sorpresa su rostro, pues yo me lo figuraba con semblante fiero y ceñudo, según a mi entender debía tenerlo todo general en jefe puesto al frente de tan valientes tropas. Muy al contrario, la cara del general Castaños no causaba espanto a nadie, aunque sí respeto, pues los chascarrillos y las ingeniosas ocurrencias que le eran propias las guardaba para las intimidades de su tienda. Montaba airosamente a caballo y en sus modales y apostura había la gracia cortés y urbana que tan común ha sido en nuestros Césares y Pompeyos. Antes de inmortalizar su nombre fue un excelente militar. Hizo su carrera con rapidez grande, si no desusada en aquellos tiempos. A los doce años de edad obtuvo el mando de una compañía; a los veintiocho le hicieron teniente coronel y a los treinta y tres, coronel. En 1794, y cuando contaba treinta y ocho años y poseía la faja de mariscal de campo, estuvo en la del Rosellón a las órdenes del General Caro, y allí le hirieron gravemente en el lado izquierdo del cuello. Cuentan que la ligera inclinación de su cabeza hacia aquel lado provenía de tal herida.
Ved aquí la distribución que nos dieron: La primera división la mandaba Reding. La segunda, Coupigny, y, la tercera, Jones; la reserva estaba a las órdenes de don Juan de la Peña; y mandaban destacamentos sueltos, de mil hombres, poco más o menos, en calidad de tropas volantes para mortificar al enemigo, don Juan de la Cruz, el marqués de Valdecañas, y don Pedro Echevarri. Trescientos escopeteros, que habían salido Dios sabe de dónde, eran capitaneados por el aguerrido presbítero don Ramón de Argote.
A caballo éramos tres mil, fuerza no muy grande si se considera que íbamos a operar en país entrellano y contra jinetes muy aguerridos; pero, en cambio, nuestra artillería era de primer orden. Teníamos veinticuatro piezas, servidas por el Real Cuerpo, con lo más florido de aquella oficialidad, a quien estaba reservado la mayor gloria de la guerra, desde el 2 de mayo hasta la batalla de Vitoria.
Nos extendíamos por la izquierda del Guadalquivir, ocupando los pueblos de Porcuna y Lopera; y alargando una de nuestras alas por el camino de Arjonilla, observábamos la orilla derecha, mientras la otra ala se extendía hacia Higuera de Arjona, buscando a Menjíbar. Ocupaba el francés a Andújar con las fuerzas que primitivamente trajo a la tierra andaluza y que habían vencido en el puente de Alcolea y saqueado a Córdoba. La división de Vedel, fuerte de diez mil hombres, hallábase en Bailén, y la pequeña división de Ligier-Belair, el mismo general que vimos batirse con los vecinos de Valdepeñas en los primeros días de junio, estaba en Menjíbar, guardando el paso del río. Andújar, Bailén, Menjíbar. Conservad en la memoria este triángulo para que comprendáis bien los movimientos de ambos ejércitos.
La primera división recibió orden de ponerse en marcha, mientras Castaños, con la tercera y la reserva, se dirigía hacia el puente de Marmolejo para pasarlo y atacar a Dupont en Andújar. Ya he dicho que mandaba don Teodoro Reding la primera división: lo que aún no ha sido escrito por la historia ni dicho por mí es que yo formaba parte de ella, porque toda la caballería voluntaria fue incorporada a los batallones del ejército, que apenas contaban con la mitad del contingente. A mi amo, don Diego, y a los que le seguíamos nos tocó formar en las filas del regimiento de Farnesio.
El 13 emprendimos la marcha hacia Menjíbar. No llegábamos a seis mil, pero éramos buena gente, aunque me esté mal el decirlo. El regimiento de guardias valones, los suizos, el de la Corona, el de Irlanda, el de Jaén, los granaderos provinciales, los fusileros de Carmona, la caballería de Farnesio y las seis bocas de fuego que mandaba don Antonio de la Cruz eran fuerzas respetables, orgullosas de sí mismas. Teníamos por general a un hombre impetuoso, de más arrojo que prudencia; buen táctico, incansable en las marchas. Nuestro jefe de Estado Mayor, don Francisco Javier Abadía, era un militar muy entendido, quizás de los mejores que entonces tenía el ejército español, y el coronel puesto al frente de la artillería pasaba por un oficial de mucho entendimiento. Nosotros le llamábamos el sainetero, por ser hijo de don Ramón de la Cruz.
En Menjíbar, nuestro general se puso en comunicación con Coupigny (que estaba al otro lado del Guadalquivir, en Villanueva de la Reina) para conocer las posiciones de los franceses. Al anochecer se nos ordenó marchar río arriba, lo cual no comprendimos hasta que se nos dijo que íbamos buscando el vado del Rincón para pasar al otro lado. Antes de amanecer sentimos algunos tiros y diósenos orden de hacer el menor ruido posible y de no encender lumbre. Entramos al fin en el río, cuyo frescor agradecieron mucho nuestros cuerpos, secos e irritados por el calor y el polvo, y algún tiempo después, cuando comenzaban a iluminar el horizonte los primeros vislumbres de la aurora, ya éramos dueños de la orilla derecha. El mayor general Abadía, que había dirigido el paso, nos mandó replegarnos a un sitio bajo, donde casi toda la fuerza podía permanecer oculta, y allí aguardamos más de media hora. Habíamos tomado tan al pie de la letra la orden de no hacer ruido que avanzamos despacio y silenciosamente, con el alma en suspenso, los ojos atentamente fijos en el último término del terreno hacia la izquierda, punto donde se había trabado la acción. Vimos al fin a los franceses en un campo bajo, salpicado de espesos matorrales.
En una loma, y como a dos tiros de fusil de aquel sitio, brillaba, inmóvil e imponente, algo que desde el primer momento atrajo nuestras miradas, infundiéndonos recelo. Era un escuadrón de coraceros, la mejor caballería del ejército de Dupont. Todos los jinetes contemplamos el resplandor de las bruñidas corazas, en cuyos petos el sol naciente producía plateados reflejos; y después de mirar aquello sin decir nada nos miramos unos a otros, como si nos contáramos. Ni una voz se oía en nuestras filas; a todos se nos había cambiado el color y temblábamos, aunque cada cual hiciera esfuerzos por disimularlo.
El combate principió en guerrillas. Pero casi toda la tropa española se mantenía en reserva, esperando a saber fijamente si los franceses ocultaban una gran fuerza en la carretera de Bailén. Mientras el frente español aumentaba sus tiros, resistiendo a las guerrillas francesas, que, al abrigo de sus posiciones medio atrincheradas, hacían fuego mortífero, la artillería continuaba a retaguardia, y la caballería, asimismo fuera de acción, recibió orden de ocupar un cerro a mano derecha. Fijos allí, no quitábamos los ojos de la tremenda fila de corazas que resplandecían en la loma de enfrente, quietas y confiadas en su valor y pesadumbre. Aquella fuerza era muy superior a la nuestra por su organización y marcialidad, pero nosotros teníamos sobre ella, además de la ventaja numérica, que no era de gran valor, dada nuestra impericia, la siguiente ventaja moral: puestos ellos en la vertiente anterior de una loma, todo su poder y su número se presentaban a nuestra vista; no había más coraceros que aquellos y podíamos contarlos uno por uno. Nosotros, en cambio, estábamos sabiamente colocados por el mayor general en otra altura parecida, pero sólo una quinta parte del regimiento ocupaba la parte culminante de la loma, mientras que todo lo demás se extendía en la vertiente posterior, permaneciendo oculto a la vista del enemigo; de modo que si nosotros les contábamos perfectamente a ellos, los franceses, engañados por la apariencia, se reirían de los cuarenta jinetes sin uniforme, enseñoreados del cerro con aire de perdonavidas.
Nuestras filas habían desalojado a los franceses de sus posiciones. Les vimos replegarse en desorden, y entonces cesó la inmovilidad de los coraceros. Los resplandecientes petos despedían reflejos múltiples, y ordenadamente descendieron de la colina en perfecta fila. Relincharon sus caballos, y los nuestros relincharon también, aceptando el reto. Pero entonces ocurrió uno de esos cambios de escena tan frecuentes en la guerra, y cuyo artificio, si cae en buenas manos, basta a decidir la victoria. Arrojadas nuestras filas sobre las guerrillas enemigas, clareado el terreno y puestas en juego algunas piezas de artillería, viose que los franceses vacilaban, agrupándose y retrocediendo como si buscaran nuevas posiciones.
Se nos dio orden de avanzar bajando, y una vez en llano, convertimos sobre nuestro flanco, para formar un largo frente de batalla. La infantería francesa estaba delante de nosotros, resguardada por sus coraceros, pero éstos, observando nuestro movimiento y reconociendo al instante su indudable inferioridad, invadieron precipitadamente la carretera. La retirada era cierta. Se nos formó en columnas, dándonos orden de cargar, y el regimiento se puso rápidamente al galope. Parecía que la misma tierra, sacudiéndose bajo las herraduras de nuestros caballos, hacia adelante nos lanzaba. A nuestros primeros pasos tras un ideal de gloria, acompañaron voces de guerra mezcladas con piadosas invocaciones.
—¡Madre nuestra, Santa Virgen de Araceli, ven con nosotros! ¡Viva España!
Ya nadie pensaba en tener miedo; muy lejos de esto, todos los de mi fila rabiábamos por no estar en las de vanguardia, en aquellas filas dichosas que acometían a sablazos a los franceses de a pie, ya pronunciados en completa dispersión. Su caballería picó espuelas por el camino de Bailén.
Habíamos vencido. Nuestro entusiasmo y ufanía se desbordaron en exclamaciones delirantes. Y no fue aquella la última victoria de aquel día, porque cuando avanzábamos por la carretera de Bailén se nos aparecieron de nuevo los franceses, reforzados por un destacamento que venía de Linares. Nuevamente les pusimos en fuga, haciéndoles además el flaco servicio de matarles al general Gobert, que, de sus graves heridas, murió pocas horas después, en Guarromán. No quiso Reding, sin orden de Castaños, llevarnos adelante por aquel día, y volvimos a nuestro campo de la orilla izquierda, repasando el río. De satisfacción no cabíamos en nuestro pellejo. Era el 16 de julio, festividad del Carmen, y aniversario de la Batalla de las Navas de Tolosa, ganada contra los moros por castellanos, aragoneses y navarros. Con gritos de ardiente júbilo asociábamos la historia antigua a la que nosotros traíamos entre manos. «¡Viva Alfonso VIII, viva Reding…! ¡Viva Castaños, viva la Virgen del Carmen!».