II
Pero ¡ay!, don José de Montoria no estaba en ella y nos fue preciso buscarle en los alrededores de la ciudad. El más joven de mis compañeros, aburrido de tantas idas y venidas, se separó de nosotros, y fue en busca de sus primos los sombrereros, que vivían en el Coso. Nos quedamos solos don Roque y un servidor, y así emprendimos con más desembarazo el viaje a la torre del señor Montoria, situada a poniente, lindando con el camino de Muela y a poca distancia de la Bernardona. Un paseo tan largo a pie y en ayunas no era lo más satisfactorio para nuestros fatigados cuerpos; pero nos dimos por bien servidos encontrando al deseado zaragozano.
Ocupábase éste, cuando llegamos, en talar los frondosos olivos de su finca, porque así lo exigía el plan de obras de defensa establecido por los jefes facultativos ante la inminencia de un segundo sitio.
—En el primero —nos dijo— talé la heredad que tengo al lado allá de la Huerva; pero este segundo asedio que se nos prepara dicen que será más terrible que aquél, a juzgar por el gran aparato de tropas que traen los franceses.
Acto continuo, don Roque pasó a hacer elogios de mi personalidad, militar y civilmente considerada, y de tal modo se le fue la mano en este capítulo que me hizo sonrojar, mayormente considerado que algunas de sus afirmaciones eran estupendas mentiras. Díjole primero que yo pertenecía a una de las más alcurniadas familias de la baja Andalucía en tierra de Doñana, y que había asistido al glorioso combate de Trafalgar en clase de guardia marina. Añadió que mis proezas en la batalla de Bailén, a la que asistí como voluntario, andarían pronto en papeles, y que yo era gran patriota, buen escritor con mis ribetes de poeta. Examinándome de pies a cabeza, Montoria me dijo:
—¡Porra! No le podré afiliar a usted en la tercera escuadra de la compañía de escopeteros de don Santiago Sas, de cuya compañía soy capitán; pero entrará en el Cuerpo en que está mi hijo. Y a usted, don Roque, amigo mío, puesto que no está para coger el fusil, ¡porra!, le haremos practicante en los hospitales del ejército.
Luego que esto oyó don Roque, expuso con graciosas elipsis la gran necesidad en que nos encontrábamos, y lo bien que recibiríamos sendas magras y un par de panes cada uno. Frunció el ceño el gran Montoria, mirándonos de un modo severo… Temblamos; creímos que íbamos a ser despedidos por la osadía de pedir de comer. Balbucimos tímidas excusas, y nuestro protector, con rostro encendido, nos habló así:
—¿Con que tienen hambre? ¡Porra, váyanse al demonio con cien mil pares de porras! ¿Y por qué no lo habían dicho? ¿Con que yo soy hombre capaz de consentir que los amigos tengan hambre, porra? Sepan que tener necesidad y no decírmelo en mi cara sin retruécanos es ofender a un hombre como yo. Ea, muchachos, entrad adentro y mandar que frían obra de cuatro libras de lomo, y que estrellen dos docenas de huevos y que maten seis gallinas, y saquen de la cueva siete jarros de vino, que yo también quiero almorzar. Vengan todos los vecinos, los trabajadores y mis hijos, si están por ahí. Y ustedes, señores, prepárense a hacer penitencia conmigo. ¡Nada de melindres, porra! Comerán de lo que hay, sin dengues ni bobadas. Aquí no se usan cumplidos. Usted, señor don Roque, y usted, señor de Araceli, están en su casa hoy y mañana y siempre, ¡porra! Todo lo que tiene José de Montoria es de sus amigos.
La ruda generosidad de aquel insigne varón nos tenía anonadados. Cuando nos retirábamos a la ciudad, llevónos Montoria a examinar las obras defensivas en aquella parte occidental, Portillo, tapias de la Feceta y Agustinos Descalzos, Trinitarios, Eras, Sepulcro. Estas obras, como hechas a prisa, no se distinguían por su solidez. Zaragoza, comparada con Amberes, Dantzig, Metz, Sebastopol, Cartagena, Gibraltar y otras célebres plazas fuertes tomadas o no, era entonces una fortaleza de cartón. Y, sin embargo…
En su casa, Montoria se enfadó otra vez con don Roque y conmigo porque no quisimos admitir el dinero que nos ofrecía para nuestros primeros gastos en la ciudad; y aquí se repitieron los puñetazos en la mesa y la lluvia de porras y otras palabras que no cito. Era don José un hombre de sesenta años, fuerte, colorado, rebosando salud, bienestar, contento de sí mismo, conformidad con la suerte y conciencia tranquila. Lo que le sobraba en costumbres patriarcales y (si es que esto puede estar de sobra en algún caso), le faltaba en gazmoñerías y refinamientos de palabra. No conocía los artificios de la etiqueta, y por carácter y por costumbres, era refractario a la mentira discreta, y a los amables embustes que constituyen la base fundamental de la cortesía.
Desconocía el disimulo, poseía las grandes virtudes cristianas en crudo y sin pulimento, como un macizo canto del más hermoso mármol, donde el cincel no ha trazado una raya siquiera. Perdonaba ofensas, agradecía los beneficios y daba parte de sus cuantiosos bienes a los menesterosos.
Vestía con aseo, comía con buen diente, ayunando con todo escrúpulo los viernes de Cuaresma, y amaba a la Virgen del Pilar con fanático amor de familia. Su lenguaje no era, según se ha visto, un modelo de comedimiento, y él mismo confesaba como el mayor de sus defectos lo de soltar a todas horas porra y más porra, sin que viniese al caso; pero más de una vez le oí decir que, conocedor de la falta, no la podía remediar, porque aquello de las porras le salía de la boca sin que él mismo se diera cuenta de ello.
Tenía mujer y tres hijos. Era aquella doña Leocadia Sarriera, navarra de origen. De los vástagos, el mayor y la hembra estaban casados y habían dado a los viejos algunos nietos. El más pequeño de los hijos llamábase Agustín y era destinado a la Iglesia. A todos les conocí en el mismo día, y eran la mejor gente del mundo.
—Señor don Roque —dije aquella noche a mi compañero cuando nos acostábamos en el cuarto que nos destinaron—, yo jamás he visto gente como ésta. ¿Son así todos los aragoneses?
—Hombres de la madera de don José de Montoria —me respondió— y familias como esta familia, abundan mucho en la tierra de Aragón.
Al siguiente día nos ocupamos de mi alistamiento. Harto sabéis, amados niños, que en aquellos días Zaragoza y los zaragozanos habían adquirido un renombre fabuloso, y que todo lo referente al sitio famoso de la inmortal ciudad, tomaba en boca de los narradores las proporciones y el colorido de un romance de los tiempos heroicos. Con la distancia, las acciones de los zaragozanos adquirían dimensiones mayores aún, y en Inglaterra y en Alemania, donde se les consideraba como los numantinos de los tiempos modernos, aquellos paisanos medio desnudo, con alpargatas en los pies y un pañizuelo arrollado en la cabeza, eran figuras de coturno. Capitulad y os vestiremos —decían los franceses en el primer sitio, admirados de la constancia de unos pobres aldeanos vestidos de harapos—. No sabemos rendirnos —contestaban—, y nuestras carnes sólo se cubren de gloria.
Estas y otras frases habían dado la vuelta al mundo.
Alistado fui en el batallón de Peñas de San Pedro, bastante mermado en el primer sitio, y me dieron un uniforme y un fusil. En el mismo batallón servía el hijo segundo de don José de Montoria, llamado Agustín. La suerte me deparaba un buen compañero y un excelente amigo.
Desde el día de mi llegada oí hablar de la aproximación del ejército francés; pero esto no fue un hecho hasta el 20. Por la tarde, una división llegó a Zuera, en la orilla izquierda, para amenazar el Arrabal; otra, mandada por Suchet, acampó en la derecha sobre San Lamberto. Moncey, que era el general en jefe, situóse con tres divisiones hacia el Canal y en las inmediaciones de la Huerva. Cuarenta mil hombres nos cercaban.
Impacientes por vencernos, los franceses comenzaron sus operaciones el 21, desde muy temprano, embistiendo con gran furor y simultáneamente el monte Torrero y el Arrabal de la izquierda del Ebro, puntos sin cuya posesión era excusado pensar en someter la valerosa ciudad; pero si bien tuvimos que abandonar a Torrero, por ser peligrosa su defensa, en el Arrabal desplegó Zaragoza tan temerario arrojo que es aquel día uno de los más brillantes de su brillantísima historia.
A las cuatro de la madrugada, el batallón de las Peñas de San Pedro fue destinado a guarnecer el frente de fortificaciones desde Santa Engracia hasta el convento de Trinitarios. Algunas compañías teníamos nuestro vivac en una huerta inmediata al Colegio del Carmen. Agustín Montoria y yo no nos separábamos, porque su apacible carácter, el afecto que me mostró desde que nos conocimos, y la conformidad, la dulce armonía de nuestras ideas, me hacía muy agradable su trato. Era un joven de hermosa figura, ojos grandes y vivos, despejada frente y cierta gravedad melancólica en su fisonomía. Su corazón, como el del padre, estaba lleno de aquella generosidad que se desbordaba al menor impulso.
Ya dije que le dedicaban a la Iglesia, y añado ahora que la vocación eclesiástica de mi amigo era una vana ilusión de la familia. Ésta, como los buenos Padres del Seminario, no lo comprendían así, ni lo comprendieran aunque bajara a decírselo el Espíritu Santo en persona. El precoz teólogo, el dialéctico que en los ejercicios semanales dejaba atónitos a los maestros con la intelectual gimnasia escolástica, no tenía más vocación para el sacerdocio que la que tuvo Mozart para la guerra, Rafael para las matemáticas o Napoleón para el baile.